Cuando se despertó, la camisa recién planchada pendía del pomo de la puerta. Comenzó a vestirse de forma mecánica, adivinando los movimientos en la penumbra de la habitación. Los botones de la camisa se le escapaban entre los dedos aún adormecidos y la hebilla del cinturón no terminaba de hallar el agujero correcto.
Al fin subió las persianas y una luz triste inundó la estancia. Entonces se puso frente al espejo de la cómoda y vio el surco amarillento en el cuello de su camisa. Era apenas una línea desvaída, casi imperceptible, que recreaba caprichosamente curvas sinuosas en torno a lo que fue una mancha más grande y ostensible.
Se quitó la camisa y la sustituyó por otra limpia, dejando la primera colgada en el armario. Antes de marcharse, observó una vez más aquella sombra descolorida, y con un gesto rápido, cerró con violencia la puerta del armario.
No había dormido en toda la noche. Por más que se repitiese a sí mismo una y otra vez que era su deber, que había actuado conforme a este, que se había limitado a seguir las órdenes, las imágenes se agolpaban en su cabeza enmarañadas con voces y gritos reproducidos en bucle. Esas miradas, de un blanco cegador, se habían impreso en su propia mirada, como un holograma aterrador y contagioso.
La mañana no fue mucho mejor. Las imágenes de lo ocurrido estaban por todas partes, sin embargo no lograba reconocer su figura difusa entre el resto, no identificaba sus movimientos, ni siquiera le parecía real aquella visión sesgada, aséptica, desprovista del terror que desde aquel momento sentía, como una mancha que, lejos de remitir, se expandía lentamente, inundándolo todo.
Su jefe le felicitó por el trabajo realizado. También le sugirió que se alejara del ruido, que lo dejara estar, pues más pronto que tarde nadie se acordaría de ello y la atención se marcharía a otra parte. La cuestión era si él sería capaz de hacerlo. Sus compañeros, por el contrario, abordaban el tema con una normalidad aparente, incluso con un cierto aire de indignación autodefensiva contra los que cuestionaban su labor, a los que achacaban carecer del contexto, las presiones, el deber...
Cuando se está en primera línea, lo más fácil es mirar hacia arriba, como quien pide explicaciones a un Dios cualquiera, para eximir responsabilidades, para aligerar el peso de una conciencia que permanece en suspensión mientras haces lo que se espera de tí, sea lo que sea.
Y no es hasta que te desprendes del hábito cuando la identidad renace y la moral se torna sólida. El problema surge cuando ese movimiento cotidiano se contamina, el uniforme se adhiere a la piel y los actos cobran sentido en la dimensión personal, donde existen las consecuencias, los dilemas y los remordimientos.
Regresó a casa por la tarde. Su hijo jugaba a la videoconsola absorto. Se desvistió en su dormitorio y dobló la ropa en una percha. Abrió la puerta del armario y allí estaba la camisa con la mancha amarillenta. Revivió de nuevo el momento en el que un chico de apenas 17 años se abalanzaba sobre él exangüe, empapado, oliendo a mar, después de nadar furiosamente tras una quimera.
Apenas podía hablar. Su cuerpo se contorsionó en una arcada sin fin y el vómito brotó de sus labios violáceos en un último esfuerzo, salpicando su chaquetón y su camisa. Lo repelió con brusquedad, interponiendo su arma aún caliente entre sus cuerpos, el de él postrado en la arena, sin fuerzas. Tan sólo su mirada parecía tener vida, un breve destello de esperanza.
Cogió la camisa y la rasgó con vehemencia, hasta reducirla a harapos cada vez más pequeños, los botones rodaban por el suelo, los hilachos se enredaban en sus puños crispados. Entonces vomitó. Lo hizo hasta sentir un hondo vacío en su interior, hasta que la náusea cesó entre estertores nerviosos. Después cerró los ojos y volvió a ver los de él, con ese irredento atisbo de esperanza que no olvidaría jamás.
Al fin subió las persianas y una luz triste inundó la estancia. Entonces se puso frente al espejo de la cómoda y vio el surco amarillento en el cuello de su camisa. Era apenas una línea desvaída, casi imperceptible, que recreaba caprichosamente curvas sinuosas en torno a lo que fue una mancha más grande y ostensible.
Se quitó la camisa y la sustituyó por otra limpia, dejando la primera colgada en el armario. Antes de marcharse, observó una vez más aquella sombra descolorida, y con un gesto rápido, cerró con violencia la puerta del armario.
No había dormido en toda la noche. Por más que se repitiese a sí mismo una y otra vez que era su deber, que había actuado conforme a este, que se había limitado a seguir las órdenes, las imágenes se agolpaban en su cabeza enmarañadas con voces y gritos reproducidos en bucle. Esas miradas, de un blanco cegador, se habían impreso en su propia mirada, como un holograma aterrador y contagioso.
La mañana no fue mucho mejor. Las imágenes de lo ocurrido estaban por todas partes, sin embargo no lograba reconocer su figura difusa entre el resto, no identificaba sus movimientos, ni siquiera le parecía real aquella visión sesgada, aséptica, desprovista del terror que desde aquel momento sentía, como una mancha que, lejos de remitir, se expandía lentamente, inundándolo todo.
Su jefe le felicitó por el trabajo realizado. También le sugirió que se alejara del ruido, que lo dejara estar, pues más pronto que tarde nadie se acordaría de ello y la atención se marcharía a otra parte. La cuestión era si él sería capaz de hacerlo. Sus compañeros, por el contrario, abordaban el tema con una normalidad aparente, incluso con un cierto aire de indignación autodefensiva contra los que cuestionaban su labor, a los que achacaban carecer del contexto, las presiones, el deber...
Cuando se está en primera línea, lo más fácil es mirar hacia arriba, como quien pide explicaciones a un Dios cualquiera, para eximir responsabilidades, para aligerar el peso de una conciencia que permanece en suspensión mientras haces lo que se espera de tí, sea lo que sea.
Y no es hasta que te desprendes del hábito cuando la identidad renace y la moral se torna sólida. El problema surge cuando ese movimiento cotidiano se contamina, el uniforme se adhiere a la piel y los actos cobran sentido en la dimensión personal, donde existen las consecuencias, los dilemas y los remordimientos.
Regresó a casa por la tarde. Su hijo jugaba a la videoconsola absorto. Se desvistió en su dormitorio y dobló la ropa en una percha. Abrió la puerta del armario y allí estaba la camisa con la mancha amarillenta. Revivió de nuevo el momento en el que un chico de apenas 17 años se abalanzaba sobre él exangüe, empapado, oliendo a mar, después de nadar furiosamente tras una quimera.
Apenas podía hablar. Su cuerpo se contorsionó en una arcada sin fin y el vómito brotó de sus labios violáceos en un último esfuerzo, salpicando su chaquetón y su camisa. Lo repelió con brusquedad, interponiendo su arma aún caliente entre sus cuerpos, el de él postrado en la arena, sin fuerzas. Tan sólo su mirada parecía tener vida, un breve destello de esperanza.
Cogió la camisa y la rasgó con vehemencia, hasta reducirla a harapos cada vez más pequeños, los botones rodaban por el suelo, los hilachos se enredaban en sus puños crispados. Entonces vomitó. Lo hizo hasta sentir un hondo vacío en su interior, hasta que la náusea cesó entre estertores nerviosos. Después cerró los ojos y volvió a ver los de él, con ese irredento atisbo de esperanza que no olvidaría jamás.
JESÚS C. ÁLVAREZ