Tres noticias referidas a crisis medioambientales han confluido en las últimas fechas como elementos de debate en la esfera pública: la sentencia del Prestige, las catas de petróleo en las cercanías de Canarias y los terremotos de Castor, en Castellón, por una técnica extractiva (gas y petróleo) denominada fracking. Todos recordamos cómo el accidente de un barco petrolero cerca de las costas de Galicia acabó con el desastre ecológico que ahora la Audiencia Provincial de A Coruña ha considerado sin responsabilidad penal.
La sentencia, aun siendo contestada por instituciones y grupos de lo más dispar, como la Fiscalía General del Estado o la plataforma Nunca Mais, ejemplifica los riesgos y amenazas a la ecología en general, y a los seres humanos, en particular, en la Modernidad. Pueden ser el derrame de petróleo, o la fuga radioactiva de una central nuclear (Three Mile Island, Chernobyl, Fukushima, por ejemplo), las prácticas de la industria alimentaria o las experimentaciones genéticas (encefalopatía espongiforme bovina, alimentos transgénicos) los síntomas, en palabras del sociólogo alemán Ulrich Beck, de una sociedad del riesgo.
Y no sólo del riesgo, sino del riesgo global, pues los vertidos, efectos y accidentes de la industria de nuestra época han dejado de tener repercusiones locales: atraviesan fronteras y permanenecen durante generaciones. Además, como elemento iluminador, llama la atención la particularidad de que no hay seguro privado que asuma el riesgo que suponen una central nuclear, la introducción en la cadena alimentaria de productos modificados genéticamente o las consecuencias de una fuga radioactiva a gran escala. Ni se puede compensar en dinero ni reparar todo el impacto de un derrame de petróleo en la flora, fauna y vida de los habitantes de la costa gallega, por ejemplo.
Además, y dado que el planeta no puede ser en sí mismo un laboratorio que se pueda observar desde fuera, no se puede asegurar que no se produzca un accidente o una consecuencia inesperada. Es imposible conocer todos los peligros, prever todos los fallos. La misma ciencia que nos coloca en el disparadero nos avisa de su peligro.
En este sentido, sólo se puede hablar de índices de probabilidad y de estadísticas, pero lo que nunca se puede asegurar es que no exista riesgo alguno, o como ha dicho algún político respecto de las prospecciones petrolíferas en Canarias: "riesgo cero".
En realidad, este político, experto petrolífero sobrevenido, señalaba que la posibilidad de derrame era "una entre cien mil", pero que si eso ocurriese, "la corriente se lo llevaría hacia las costas de África". Lo cual, evidentemente, debería tranquilizar a los canarios, pues si tal accidente ocurriera, lo sufrirían los habitantes de aquellas tierras ignotas. En todo caso, ni siquiera este diputado estaba capacitado para asegurar de modo absoluto que el accidente no pudiese ocurrir y que no contaminase Canarias.
Porque si efectivamente y riéndose de las infinitesimales probabilidades se produjera un vertido de petróleo y si, a pesar de las corrientes marinas amigas, dicho vertido alcanzase las costas de las islas, ¿quién asumiría la responsabilidad del vertido? ¿cómo se podría hacer frente a las consecuencias, no sólo medioambientales, sino económicas (pesca y turismo, por ejemplo) y sanitarias? No olvidemos que el cálculo de probabilidades no excluye completamente el suceso determinado.
Por otro lado, y ya centrándonos en esta Comunidad, recordemos el ramillete de argumentaciones falaces que se blanden para ganar la batalla por la opinión pública: la delegada del Gobierno utilizó la de la competencia, al señalar que Marruecos se había adelantado en poner en marcha las catas prospectivas. Es decir, que en la pugna internacional por los recursos y las inversiones, los demás argumentos deberían orillarse.
En esa línea, el delegado de la compañía petrolífera convocó hace unos días una rueda informativa en Gran Canaria y utilizó la falacia del puesto de trabajo, por la que cualquier acción o iniciativa está justificada si crea empleo, que fue justo lo que prometió.
Asimismo, el ministro de Industria, uno de los principales valedores de las prospecciones petrolíferas, ha optado por enmarcar el asunto en una perspectiva economicista a corto plazo, pasando por alto el riesgo de las repercusiones medioambientales y tachando de "ideología" los argumentos basados en estos.
Hay que recordar en este momento que, una vez producido el desastre, los representantes políticos y los directivos de las empresas en cuestión se apresuran a minimizar lo ocurrido. Todos recordamos, en las explicaciones gubernamentales en torno al Prestige, los famosos "hilos de plastilina" o, hace unos meses, la insólita afirmación del presidente del Gobierno respecto de Fukushima. Aunque esas declaraciones no tardan en ser desmentidas por los hechos, políticos y directivos no parecen desanimarse en su empeño por desorientar a la ciudadanía.
Como dice Beck: "En la cadena de catástrofes y cuasicatástrofes, fallos encubiertos de seguridad y escándalos que han llegado a conocimiento público se tambalea la pretensión de control, centrada en la técnica, de las autoridades gubernamentales e industriales; y eso con independencia del parámetro que se haya establecido para los peligros: número de muertos, peligro de contaminación, etc."
Partamos, entonces, para un análisis cabal, de la asunción de los riesgos inherentes a determinado tipo de tecnología y de industria, y en abierto y democrático diálogo con la ciudadanía sopesemos posibilidades y alternativas, barajemos ganancias y perjuicios, y, finalmente, consensuemos una decisión en beneficio de todos: es el único modo posible de legitimar una decisión de ese tipo.
Lo que parece indudable es que no existe el "riesgo cero" y que hacer pasar por interés social lo que parece, sobre todo, interés de lobbies, es el pasaporte sellado para el desastre. En este sentido, una participación activa de la sociedad civil resulta imprescindible para poner en marcha políticas ecológicas de este tipo, pues los grandes temas, como señala Beck, "nunca se han originado en la capacidad de anticipación de los gobernantes o del combate parlamentario".
La sentencia, aun siendo contestada por instituciones y grupos de lo más dispar, como la Fiscalía General del Estado o la plataforma Nunca Mais, ejemplifica los riesgos y amenazas a la ecología en general, y a los seres humanos, en particular, en la Modernidad. Pueden ser el derrame de petróleo, o la fuga radioactiva de una central nuclear (Three Mile Island, Chernobyl, Fukushima, por ejemplo), las prácticas de la industria alimentaria o las experimentaciones genéticas (encefalopatía espongiforme bovina, alimentos transgénicos) los síntomas, en palabras del sociólogo alemán Ulrich Beck, de una sociedad del riesgo.
Y no sólo del riesgo, sino del riesgo global, pues los vertidos, efectos y accidentes de la industria de nuestra época han dejado de tener repercusiones locales: atraviesan fronteras y permanenecen durante generaciones. Además, como elemento iluminador, llama la atención la particularidad de que no hay seguro privado que asuma el riesgo que suponen una central nuclear, la introducción en la cadena alimentaria de productos modificados genéticamente o las consecuencias de una fuga radioactiva a gran escala. Ni se puede compensar en dinero ni reparar todo el impacto de un derrame de petróleo en la flora, fauna y vida de los habitantes de la costa gallega, por ejemplo.
Además, y dado que el planeta no puede ser en sí mismo un laboratorio que se pueda observar desde fuera, no se puede asegurar que no se produzca un accidente o una consecuencia inesperada. Es imposible conocer todos los peligros, prever todos los fallos. La misma ciencia que nos coloca en el disparadero nos avisa de su peligro.
En este sentido, sólo se puede hablar de índices de probabilidad y de estadísticas, pero lo que nunca se puede asegurar es que no exista riesgo alguno, o como ha dicho algún político respecto de las prospecciones petrolíferas en Canarias: "riesgo cero".
En realidad, este político, experto petrolífero sobrevenido, señalaba que la posibilidad de derrame era "una entre cien mil", pero que si eso ocurriese, "la corriente se lo llevaría hacia las costas de África". Lo cual, evidentemente, debería tranquilizar a los canarios, pues si tal accidente ocurriera, lo sufrirían los habitantes de aquellas tierras ignotas. En todo caso, ni siquiera este diputado estaba capacitado para asegurar de modo absoluto que el accidente no pudiese ocurrir y que no contaminase Canarias.
Porque si efectivamente y riéndose de las infinitesimales probabilidades se produjera un vertido de petróleo y si, a pesar de las corrientes marinas amigas, dicho vertido alcanzase las costas de las islas, ¿quién asumiría la responsabilidad del vertido? ¿cómo se podría hacer frente a las consecuencias, no sólo medioambientales, sino económicas (pesca y turismo, por ejemplo) y sanitarias? No olvidemos que el cálculo de probabilidades no excluye completamente el suceso determinado.
Por otro lado, y ya centrándonos en esta Comunidad, recordemos el ramillete de argumentaciones falaces que se blanden para ganar la batalla por la opinión pública: la delegada del Gobierno utilizó la de la competencia, al señalar que Marruecos se había adelantado en poner en marcha las catas prospectivas. Es decir, que en la pugna internacional por los recursos y las inversiones, los demás argumentos deberían orillarse.
En esa línea, el delegado de la compañía petrolífera convocó hace unos días una rueda informativa en Gran Canaria y utilizó la falacia del puesto de trabajo, por la que cualquier acción o iniciativa está justificada si crea empleo, que fue justo lo que prometió.
Asimismo, el ministro de Industria, uno de los principales valedores de las prospecciones petrolíferas, ha optado por enmarcar el asunto en una perspectiva economicista a corto plazo, pasando por alto el riesgo de las repercusiones medioambientales y tachando de "ideología" los argumentos basados en estos.
Hay que recordar en este momento que, una vez producido el desastre, los representantes políticos y los directivos de las empresas en cuestión se apresuran a minimizar lo ocurrido. Todos recordamos, en las explicaciones gubernamentales en torno al Prestige, los famosos "hilos de plastilina" o, hace unos meses, la insólita afirmación del presidente del Gobierno respecto de Fukushima. Aunque esas declaraciones no tardan en ser desmentidas por los hechos, políticos y directivos no parecen desanimarse en su empeño por desorientar a la ciudadanía.
Como dice Beck: "En la cadena de catástrofes y cuasicatástrofes, fallos encubiertos de seguridad y escándalos que han llegado a conocimiento público se tambalea la pretensión de control, centrada en la técnica, de las autoridades gubernamentales e industriales; y eso con independencia del parámetro que se haya establecido para los peligros: número de muertos, peligro de contaminación, etc."
Partamos, entonces, para un análisis cabal, de la asunción de los riesgos inherentes a determinado tipo de tecnología y de industria, y en abierto y democrático diálogo con la ciudadanía sopesemos posibilidades y alternativas, barajemos ganancias y perjuicios, y, finalmente, consensuemos una decisión en beneficio de todos: es el único modo posible de legitimar una decisión de ese tipo.
Lo que parece indudable es que no existe el "riesgo cero" y que hacer pasar por interés social lo que parece, sobre todo, interés de lobbies, es el pasaporte sellado para el desastre. En este sentido, una participación activa de la sociedad civil resulta imprescindible para poner en marcha políticas ecológicas de este tipo, pues los grandes temas, como señala Beck, "nunca se han originado en la capacidad de anticipación de los gobernantes o del combate parlamentario".
UBALDO SUÁREZ