Todavía resuenan los ecos de la enorme tragedia que el día 3 de octubre se produjo cerca de la pequeña isla italiana de Lampedusa. Como podemos recordar, más de 300 inmigrantes murieron ahogados al no poder ser rescatados por los pesqueros, ya que la denominada Ley “Bossi-Fini”, aprobada por ese esperpéntico personaje llamado Berlusconi, prohibía acudir en su auxilio bajo la acusación de favorecer la inmigración ilegal.
La vieja Europa, tan blanca y tan hipócrita, se rasgó las vestiduras. Lamentó la tragedia, pero continúa y continuará con sus vallas, con sus expulsiones, con sus leyes discriminatorias, con los ascensos de los partidos racistas y xenófobos. Quiere formar un alto muro que la separe de la pobreza, del hambre, de la miseria y de la guerra, cuando la pobreza y el hambre ya están asomando en su propio territorio.
Por otro lado, no es posible cerrar los ojos ante un mundo globalizado, un mundo en el que una gran parte del mismo vive en condiciones inhumanas y, en ocasiones, busca por todos los medios salir de esa situación.
Los dramas de inmigrantes ahogados nos llegan una vez que las tragedias han culminado, sin que sepamos apenas nada de los sufrimientos que han tenido durante esas travesías. Es por ello que si nos paramos unos momentos podríamos preguntarnos: ¿Cómo han vivido los últimos días, las últimas horas, esos inmigrantes de piel oscura que finalmente acabaron tragados por las aguas del mar Mediterráneo?
Lo más probable es que no queramos ni pensarlo, ya que es algo que desborda nuestras propias experiencias, por lo que, de ningún modo, entra en nuestros pensamientos la idea de que algún día pudiéramos encontrarnos en una situación de esta índole.
No obstante, y a pesar de que se quiere alejar estas hipotéticas imágenes, ha habido casos en los que se ha buscado interpretar el sufrimiento de los protagonistas de estas terribles desgracias. Es lo que sucedió hace un par de siglos con uno de los grandes pintores franceses del siglo XIX, Théodore Géricault, que nos legó el lienzo titulado La Balsa de la Medusa (Le Radeau de la Méduse, en francés), y en el que nos relata visualmente un naufragio que se produjo a comienzos de ese siglo.
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Brevemente, quisiera indicar que Géricault (1791-1824) fue un genial artista francés, de vida rebelde y muy breve, que se mantuvo al margen de los dictados de la Academia y de los encargos oficiales. Solo así se entiende que, dentro de un cierto clasicismo pictórico, se embarcara en lienzos como el que comentamos, describiendo situaciones reales de entonces. Sus temáticas estaban, pues, alejadas de aquella pintura tan fomentada por la nobleza y la alta burguesía, en la que prevalecían los hechos históricos idealizados a través de los personajes heroicos y mitológicos.
Desde esta postura inconformista se entiende que llevara a cabo un lienzo, actualmente en el Louvre, de grandes dimensiones (716 cm x 491 cm), en el que nos da su propia interpretación visual del naufragio de la fragata francesa Méduse, y que comentaré brevemente a continuación.
Con fecha de 16 de junio de 1816, dicha fragata salió del puerto francés de Rochefort, con destino a Senegal. Le acompañaba otras tres embarcaciones. El capitán era el vizconde Duroy de Chaumereys, un tanto inexperto, puesto que no tenía muchos años de navegación. La finalidad de este viaje era la de aceptar la devolución del Gobierno británico la entonces colonia senegalesa.
En un intento de avanzar y ganar tiempo, la fragata se desvió de su ruta unos 100 kilómetros, dando lugar a que el 2 de julio encallara en un banco de arena cerca de lo que actualmente es Mauritania.
La Méduse llevaba 400 personas, entre pasajeros y la tripulación, pero solo contaba con botes para unas 250 de las mismas, que fueron las que pudieron utilizarlas para salvarse. El resto, aterrado, construyó una balsa de unos 20 metros de largo por 7 de ancho. Pero la tragedia comenzó muy pronto, cuando el capitán los dejó a su suerte.
De este modo, en la primera noche unos 20 hombres se suicidaron o fueron asesinados. Esto lo podemos comprender si tenemos en cuenta que para el sustento de la tripulación de la balsa solo se les entregó una bolsa de galletas, dos contenedores de agua y unos barriles de vino.
Según la crónica firmada por Jonathan Miles, “la balsa arrastró a los supervivientes hacia las fronteras de la experiencia humana. Desquiciados, sedientes y hambrientos, asesinaron a los amotinados, comieron de sus compañeros muertos y mataron a los más débiles”.
Transcurridos trece días, la balsa fue rescatada por una nave. Habían sobrevivido solo 15 hombres. El mismo cronista anotaba que “este incidente se convirtió en una enorme vergüenza pública para la monarquía francesa, recientemente restaurada en el poder tras la derrota definitiva de Napoleón”.
Como he apuntado anteriormente, Théodore Géricault plasmó la tragedia en un cuadro de grandes dimensiones y, pese a la belleza del lienzo con ciertos rasgos del romanticismo pictórico que por entonces estaba vigente, no deja de ser un testimonio de una tragedia que se repite constantemente, sea lejos o cerca de nuestras costas.
Han transcurrido casi doscientos años desde que Géricault dejara constancia pictórica de este terrible suceso. Y sin embargo, tristemente seguimos recibiendo noticias de náufragos que huyen de las guerras y de la miseria; pero para “nuestra tranquilidad” se nos hablará de las mafias que trafican con seres humanos, pero no de las causas que inducen a esos seres humanos a huir y buscar salidas a sus insoportables vidas.
También, lamentablemente, en la bella, rica y muy pulcra Europa, continuamos viendo cómo se expulsan a gitanos, cómo se les retira la tarjeta sanitaria a inmigrantes, cómo se criminaliza a los sin papeles, cómo buscaremos las formas de echarlos de nuestro entorno, cómo crece la pobreza lejos y cerca de nuestras fronteras.
Y, para colmo de males, comprobaremos cómo se buscan mil y una justificaciones para aprobar leyes que supongan ir reduciendo los escuálidos derechos humanos con los que, tras mucho pelear por ellos, logramos hacer algo más humana la sociedad en la que vivimos.
Si lo desea, puede compartir este contenido: La vieja Europa, tan blanca y tan hipócrita, se rasgó las vestiduras. Lamentó la tragedia, pero continúa y continuará con sus vallas, con sus expulsiones, con sus leyes discriminatorias, con los ascensos de los partidos racistas y xenófobos. Quiere formar un alto muro que la separe de la pobreza, del hambre, de la miseria y de la guerra, cuando la pobreza y el hambre ya están asomando en su propio territorio.
Por otro lado, no es posible cerrar los ojos ante un mundo globalizado, un mundo en el que una gran parte del mismo vive en condiciones inhumanas y, en ocasiones, busca por todos los medios salir de esa situación.
Los dramas de inmigrantes ahogados nos llegan una vez que las tragedias han culminado, sin que sepamos apenas nada de los sufrimientos que han tenido durante esas travesías. Es por ello que si nos paramos unos momentos podríamos preguntarnos: ¿Cómo han vivido los últimos días, las últimas horas, esos inmigrantes de piel oscura que finalmente acabaron tragados por las aguas del mar Mediterráneo?
Lo más probable es que no queramos ni pensarlo, ya que es algo que desborda nuestras propias experiencias, por lo que, de ningún modo, entra en nuestros pensamientos la idea de que algún día pudiéramos encontrarnos en una situación de esta índole.
No obstante, y a pesar de que se quiere alejar estas hipotéticas imágenes, ha habido casos en los que se ha buscado interpretar el sufrimiento de los protagonistas de estas terribles desgracias. Es lo que sucedió hace un par de siglos con uno de los grandes pintores franceses del siglo XIX, Théodore Géricault, que nos legó el lienzo titulado La Balsa de la Medusa (Le Radeau de la Méduse, en francés), y en el que nos relata visualmente un naufragio que se produjo a comienzos de ese siglo.
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Brevemente, quisiera indicar que Géricault (1791-1824) fue un genial artista francés, de vida rebelde y muy breve, que se mantuvo al margen de los dictados de la Academia y de los encargos oficiales. Solo así se entiende que, dentro de un cierto clasicismo pictórico, se embarcara en lienzos como el que comentamos, describiendo situaciones reales de entonces. Sus temáticas estaban, pues, alejadas de aquella pintura tan fomentada por la nobleza y la alta burguesía, en la que prevalecían los hechos históricos idealizados a través de los personajes heroicos y mitológicos.
Desde esta postura inconformista se entiende que llevara a cabo un lienzo, actualmente en el Louvre, de grandes dimensiones (716 cm x 491 cm), en el que nos da su propia interpretación visual del naufragio de la fragata francesa Méduse, y que comentaré brevemente a continuación.
Con fecha de 16 de junio de 1816, dicha fragata salió del puerto francés de Rochefort, con destino a Senegal. Le acompañaba otras tres embarcaciones. El capitán era el vizconde Duroy de Chaumereys, un tanto inexperto, puesto que no tenía muchos años de navegación. La finalidad de este viaje era la de aceptar la devolución del Gobierno británico la entonces colonia senegalesa.
En un intento de avanzar y ganar tiempo, la fragata se desvió de su ruta unos 100 kilómetros, dando lugar a que el 2 de julio encallara en un banco de arena cerca de lo que actualmente es Mauritania.
La Méduse llevaba 400 personas, entre pasajeros y la tripulación, pero solo contaba con botes para unas 250 de las mismas, que fueron las que pudieron utilizarlas para salvarse. El resto, aterrado, construyó una balsa de unos 20 metros de largo por 7 de ancho. Pero la tragedia comenzó muy pronto, cuando el capitán los dejó a su suerte.
De este modo, en la primera noche unos 20 hombres se suicidaron o fueron asesinados. Esto lo podemos comprender si tenemos en cuenta que para el sustento de la tripulación de la balsa solo se les entregó una bolsa de galletas, dos contenedores de agua y unos barriles de vino.
Según la crónica firmada por Jonathan Miles, “la balsa arrastró a los supervivientes hacia las fronteras de la experiencia humana. Desquiciados, sedientes y hambrientos, asesinaron a los amotinados, comieron de sus compañeros muertos y mataron a los más débiles”.
Transcurridos trece días, la balsa fue rescatada por una nave. Habían sobrevivido solo 15 hombres. El mismo cronista anotaba que “este incidente se convirtió en una enorme vergüenza pública para la monarquía francesa, recientemente restaurada en el poder tras la derrota definitiva de Napoleón”.
Como he apuntado anteriormente, Théodore Géricault plasmó la tragedia en un cuadro de grandes dimensiones y, pese a la belleza del lienzo con ciertos rasgos del romanticismo pictórico que por entonces estaba vigente, no deja de ser un testimonio de una tragedia que se repite constantemente, sea lejos o cerca de nuestras costas.
Han transcurrido casi doscientos años desde que Géricault dejara constancia pictórica de este terrible suceso. Y sin embargo, tristemente seguimos recibiendo noticias de náufragos que huyen de las guerras y de la miseria; pero para “nuestra tranquilidad” se nos hablará de las mafias que trafican con seres humanos, pero no de las causas que inducen a esos seres humanos a huir y buscar salidas a sus insoportables vidas.
También, lamentablemente, en la bella, rica y muy pulcra Europa, continuamos viendo cómo se expulsan a gitanos, cómo se les retira la tarjeta sanitaria a inmigrantes, cómo se criminaliza a los sin papeles, cómo buscaremos las formas de echarlos de nuestro entorno, cómo crece la pobreza lejos y cerca de nuestras fronteras.
Y, para colmo de males, comprobaremos cómo se buscan mil y una justificaciones para aprobar leyes que supongan ir reduciendo los escuálidos derechos humanos con los que, tras mucho pelear por ellos, logramos hacer algo más humana la sociedad en la que vivimos.
AURELIANO SÁINZ