Probablemente, la consecuencia más devastadora de una crisis es su conversión en cotidianeidad. Te acuestas por la noche maldiciendo la miserable (y transitoria) condición de tu existencia, y a la mañana siguiente esa sensación continúa ahí, pues la realidad es la misma. Nada ha cambiado. Así, día tras día, en un limbo que no acaba, invocando el milagro y aferrado a la esperanza del eterno retorno, como si la vida se plegase a la lógica de un futuro siempre mejor.
El filósofo italiano Antonio Gramsci lo expresó de forma inmejorable: “la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo antiguo fenece y lo nuevo no puede nacer”. Es entonces cuando se abre un interregno, un periodo de transición marcado por la confusión de quienes se afanan en construir un nuevo edificio entre las ruinas del anterior.
Gramsci escribió esto en su cuaderno en el periodo de Entreguerras europeo, recluido en la cárcel milanesa donde fallecería y con la firme convicción de que el fascismo de Mussolini era sólo un accidente previo al nacimiento de algo mejor. Sin embargo, su definición de lo que se entiende por crisis permanece inalterable, sembrando los mismos interrogantes casi un siglo después.
O quizás algunos más. En primer lugar, porque la crisis que padecemos actualmente no se debe a un factor concreto, sino a una concatenación de fracasos sociales de diversa índole imposible de deslindar. Y en segunda instancia, porque la ausencia de asideros morales mediante los que orientar un nuevo modelo de ciudadanía nos condena a un interregno más prolongado del deseado, cuando no adquiere visos de devenir en una estancia indefinida en el bulevar de los sueños rotos.
La recuperación económica se convierte en mantra, en una coletilla pronunciada con más ilusión que certidumbre; en una excusa para no dejar de creer en que los años universitarios han servido para algo; en que la pensión de padres y abuelos no será por siempre el único sustento de tu familia; en que el empleo no sea un boleto de lotería con trampa; en que todavía puedes volver a ser el dueño de tu vida (o, al menos, puedas decidir entre la aparente infinidad de opciones del gran escaparate capitalista).
Así, entre el pesimismo de una realidad inclemente y la esperanza en un pasado recobrado, la sociedad se diluye en la indeterminación de una vida puesta en espera. Sin guía, sin propósitos por los que luchar, arrojados al frío flujo de un mundo líquido para el que no existen respuestas, ni siquiera preguntas por responder.
Descreídos de la política, las ideologías y la religión, traicionados por los medios de comunicación, asaltados por los poderes económicos y sin más amparo que el de un consumismo corrosivo mediante el que adoptar una identidad impostada e intercambiable, la auténtica crisis radica en la brújula vacilante, sin norte ni sur, que marca el incierto e inescrutable camino del mañana.
Bajo la epidermis social de indiferencia que se percibe aún en las concurridas tiendas de moda, las terrazas de los restaurantes o las zonas urbanas de ocio, se acumula la indignación de una ciudadanía que, aun con todas las herramientas a su disposición, es incapaz de reclamar colectivamente los derechos sociales desvalijados en los últimos años al son de la cantinela de la austeridad.
Entre otras razones porque no existe una idea común que aglutine la voluntad general, porque continuamos añorando la falacia de un sistema de bienestar caduco e injusto que nos ha traído hasta este punto de no retorno del que no se vislumbra salida alguna.
Mientras tanto, permanecemos en el interregno, en el purgatorio de una sociedad iracunda e inmóvil, a la espera de un futuro cimentado en los mismos pilares donde aún hoy sólo existen los escombros del bloque hundido, a la espera del milagro siempre postergado.
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Gramsci escribió esto en su cuaderno en el periodo de Entreguerras europeo, recluido en la cárcel milanesa donde fallecería y con la firme convicción de que el fascismo de Mussolini era sólo un accidente previo al nacimiento de algo mejor. Sin embargo, su definición de lo que se entiende por crisis permanece inalterable, sembrando los mismos interrogantes casi un siglo después.
O quizás algunos más. En primer lugar, porque la crisis que padecemos actualmente no se debe a un factor concreto, sino a una concatenación de fracasos sociales de diversa índole imposible de deslindar. Y en segunda instancia, porque la ausencia de asideros morales mediante los que orientar un nuevo modelo de ciudadanía nos condena a un interregno más prolongado del deseado, cuando no adquiere visos de devenir en una estancia indefinida en el bulevar de los sueños rotos.
La recuperación económica se convierte en mantra, en una coletilla pronunciada con más ilusión que certidumbre; en una excusa para no dejar de creer en que los años universitarios han servido para algo; en que la pensión de padres y abuelos no será por siempre el único sustento de tu familia; en que el empleo no sea un boleto de lotería con trampa; en que todavía puedes volver a ser el dueño de tu vida (o, al menos, puedas decidir entre la aparente infinidad de opciones del gran escaparate capitalista).
Así, entre el pesimismo de una realidad inclemente y la esperanza en un pasado recobrado, la sociedad se diluye en la indeterminación de una vida puesta en espera. Sin guía, sin propósitos por los que luchar, arrojados al frío flujo de un mundo líquido para el que no existen respuestas, ni siquiera preguntas por responder.
Descreídos de la política, las ideologías y la religión, traicionados por los medios de comunicación, asaltados por los poderes económicos y sin más amparo que el de un consumismo corrosivo mediante el que adoptar una identidad impostada e intercambiable, la auténtica crisis radica en la brújula vacilante, sin norte ni sur, que marca el incierto e inescrutable camino del mañana.
Bajo la epidermis social de indiferencia que se percibe aún en las concurridas tiendas de moda, las terrazas de los restaurantes o las zonas urbanas de ocio, se acumula la indignación de una ciudadanía que, aun con todas las herramientas a su disposición, es incapaz de reclamar colectivamente los derechos sociales desvalijados en los últimos años al son de la cantinela de la austeridad.
Entre otras razones porque no existe una idea común que aglutine la voluntad general, porque continuamos añorando la falacia de un sistema de bienestar caduco e injusto que nos ha traído hasta este punto de no retorno del que no se vislumbra salida alguna.
Mientras tanto, permanecemos en el interregno, en el purgatorio de una sociedad iracunda e inmóvil, a la espera de un futuro cimentado en los mismos pilares donde aún hoy sólo existen los escombros del bloque hundido, a la espera del milagro siempre postergado.
JESÚS C. ÁLVAREZ