La pasada semana se celebró, como cada 17 de octubre desde 1993, el Día Mundial por la Erradicación de la Pobreza al objeto de concienciar a la población sobre la existencia, incluso en nuestras sociedades de la abundancia, de esa lacra que rebaja la condición humana a mera subsistencia.
Una “cara oculta” de la civilización que emerge con toda su crudeza cuando cualquier crisis hace mella en la vulnerabilidad de nuestro confort y aparente bienestar. Sin embargo, los pobres están aquí, conviviendo con nosotros, no son invisibles aunque seamos incapaces de percibirlos, y abundan cada día más porque somos reacios a impedirlo.
El lema de este año era el de “trabajar juntos por un mundo sin discriminación: aprovechar la experiencia y los conocimientos de las personas que viven en la pobreza extrema”. Un objetivo tan ambicioso como imposible.
La pobreza es el precio que se paga por la riqueza y el mundo en que vivimos acentúa esa brecha, que se agranda constantemente, incluso a escala nacional. Cuando la crisis económica ha empobrecido a millones de personas en nuestro país, el número de ricos ha crecido en más de un 13 por ciento. Hay más ricos pero a costa de más pobres.
Cerca de 13 millones de españoles viven en nuestro país por debajo del umbral de la pobreza, precisamente en momentos en que, con la excusa de una austeridad ciega, se dejan de prestar socorros públicos y se abandonan proyectos contra la exclusión social que deriva de la marginación económica, política y social en la que caen los indigentes.
Y es que el sistema económico con el que hemos organizado nuestra sociedad provoca la aparición de la pobreza, máxime si prevalecen criterios de rentabilidad y “sostenibilidad” por encima de la prestación de servicios y el reconocimiento de derechos. El capitalismo que rige a escala mundial nuestras relaciones económicas, comerciales y financieras descansa sobre la base de una pobreza como desecho inevitable del bienestar.
El 20 por ciento de la población del planeta que tiene la suerte de habitar el primer mundo lo hace a cambio de condenar a la pobreza al 80 por ciento restante. Los recursos que permiten a los primeros satisfacer sus necesidades son esquilmados a los segundos, a veces de forma violenta, y siempre de manera injusta.
Es verdad que, moralmente, la imagen del pobre golpea nuestra conciencia, pero no estamos dispuestos a renunciar a las comodidades que disfrutamos en la vida cotidiana para mejorar la situación de aquel, por mucho que celebremos jornadas contra el hambre y la marginación que sufren todos los pobres del mundo.
Damos limosnas, en el mejor de los casos, pero no resolvemos el problema de los que, por simple azar del destino, nacen en países subdesarrollados, son víctimas de guerras y hambrunas, adolecen de higiene, salud, educación, trabajo y protección, dependen de costumbres y estructuras (políticas, sociales, religiosas) que los mantienen en la ignorancia y en la incapacidad para progresar y prosperar y, si se lanzan a la emigración, caen en manos de mafias o son considerados delincuentes a los que les espera la deportación, sirven de mano de obra barata e ilegal a empresarios sin escrúpulos y, en definitiva, son mal atendidos porque suponen un gasto para nuestros servicios públicos. Algunos, desgraciadamente, acaban muriendo en albergues al final de un recorrido por la pobreza y la marginación de las que no pueden escapar a causa del rechazo con que los tratamos.
Sin embargo, es oportuno conmemorar jornadas contra la pobreza. Por poco efectivos que sean sus resultados, si al menos sirven para paliar la vida de alguna persona en nuestro entorno más cercano, siempre será preferible a la inacción y el desentendimiento.
Aportar cualquier humilde contribución a las personas y entidades que combaten esta situación de emergencia social en las que se hallan tantas familias que se ven abocadas al paro, al desahucio de sus viviendas, a la retirada de coberturas sanitarias o a la falta de cualquier recurso que posibilita nuestro estilo de vida, siempre representará un consuelo y una ayuda inestimables.
Pero también, y con semejante intensidad, se deberá luchar contra el desmantelamiento de las políticas sociales que sirven de socorro a los más desfavorecidos, denunciar la destrucción del Estado de Bienestar con el que la sociedad en su conjunto, y gracias a una fiscalidad progresiva y solidaria, corregía las desigualdades que castigan a amplios sectores de la población, donde las mujeres y los niños continúan siendo los más afectados.
Hay que solventar circunstancias particulares, pero del mismo modo hay conseguir que la justicia, la equidad y la solidaridad se mantengan como valores irrenunciables que caracterizan nuestra convivencia en sociedad.
Está demostrado que una economía orientada sólo por el beneficio genera pobreza, al detraer recursos que considera poco rentables de las partidas de inversión social. Ya se sabe –y lo estamos sufriendo- que la pobreza se acrecienta al ritmo que se elimina la protección de las políticas sociales.
Las medidas de austeridad en nuestras economías de libre mercado, dictadas por contables que vigilan exclusivamente los intereses del capital, se ceban predominantemente en las capas de población más indefensas, aquellas que no cuentan con más patrimonio que su trabajo.
Estas son, justamente, las que están engrosando de pobres nuestra realidad. Las cifras de paro están equiparando el desempleo femenino y el masculino, situados ambos en umbrales insoportables, y las “reformas” laborales, lejos de ofrecer estabilidad laboral y trabajo para todos, están provocando “trabajadores empobrecidos”, aquellos cuyos sueldos no les permiten llegar a final de mes o les impide afrontar gastos imprevistos. Vivimos rodeados de pobres.
Ese es el retrato de una pobreza que presenta graduaciones de miseria hasta alcanzar la exclusión total y la marginación social a las que están expuestos los que quedan atrapados en ella. En Andalucía, hay más de 3,5 millones de personas que viven en el umbral de la miseria, según datos de un reciente informe de la Red Andaluza de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social.
Más del 66 por ciento de los escolares en nuestra región no tiene acceso a algún recurso educativo (libros de texto, calculadoras, etc.) por falta de medios para adquirirlos, lo que acarrea que haya alumnos que no pueden comprar siquiera libros con los que estudiar.
Hay que contribuir en erradicar la pobreza. Además de celebrar un día al año para visualizar el problema, hay que atacar las raíces que engendran tal pobreza. Si no podemos forzar un comercio justo a escala planetaria ni cambiar un sistema económico en el que el hombre no es la medida, sino el beneficio, al menos podremos evitar el abuso y el despilfarro de un consumo insensato.
Y optar por políticas que garanticen el mantenimiento de aquellos instrumentos públicos que palian desigualdades de origen (sanidad, educación, pensiones, prestaciones por desempleo, ayudas a la dependencia, etc.) y proporcionan oportunidades a los más desfavorecidos de nuestra sociedad.
Se pueden hacer muchas cosas si de verdad estamos empeñados en combatir la pobreza, empezando por cambiar nuestra mentalidad a la hora de abordar una problemática que a todos afecta. No hay que sentar un pobre en la mesa una vez al año para cumplir con una moral hipócrita, sino averiguar qué es lo que nos empobrece para corregirlo. Sin aguardar a que el pobre sea uno mismo.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Una “cara oculta” de la civilización que emerge con toda su crudeza cuando cualquier crisis hace mella en la vulnerabilidad de nuestro confort y aparente bienestar. Sin embargo, los pobres están aquí, conviviendo con nosotros, no son invisibles aunque seamos incapaces de percibirlos, y abundan cada día más porque somos reacios a impedirlo.
El lema de este año era el de “trabajar juntos por un mundo sin discriminación: aprovechar la experiencia y los conocimientos de las personas que viven en la pobreza extrema”. Un objetivo tan ambicioso como imposible.
La pobreza es el precio que se paga por la riqueza y el mundo en que vivimos acentúa esa brecha, que se agranda constantemente, incluso a escala nacional. Cuando la crisis económica ha empobrecido a millones de personas en nuestro país, el número de ricos ha crecido en más de un 13 por ciento. Hay más ricos pero a costa de más pobres.
Cerca de 13 millones de españoles viven en nuestro país por debajo del umbral de la pobreza, precisamente en momentos en que, con la excusa de una austeridad ciega, se dejan de prestar socorros públicos y se abandonan proyectos contra la exclusión social que deriva de la marginación económica, política y social en la que caen los indigentes.
Y es que el sistema económico con el que hemos organizado nuestra sociedad provoca la aparición de la pobreza, máxime si prevalecen criterios de rentabilidad y “sostenibilidad” por encima de la prestación de servicios y el reconocimiento de derechos. El capitalismo que rige a escala mundial nuestras relaciones económicas, comerciales y financieras descansa sobre la base de una pobreza como desecho inevitable del bienestar.
El 20 por ciento de la población del planeta que tiene la suerte de habitar el primer mundo lo hace a cambio de condenar a la pobreza al 80 por ciento restante. Los recursos que permiten a los primeros satisfacer sus necesidades son esquilmados a los segundos, a veces de forma violenta, y siempre de manera injusta.
Es verdad que, moralmente, la imagen del pobre golpea nuestra conciencia, pero no estamos dispuestos a renunciar a las comodidades que disfrutamos en la vida cotidiana para mejorar la situación de aquel, por mucho que celebremos jornadas contra el hambre y la marginación que sufren todos los pobres del mundo.
Damos limosnas, en el mejor de los casos, pero no resolvemos el problema de los que, por simple azar del destino, nacen en países subdesarrollados, son víctimas de guerras y hambrunas, adolecen de higiene, salud, educación, trabajo y protección, dependen de costumbres y estructuras (políticas, sociales, religiosas) que los mantienen en la ignorancia y en la incapacidad para progresar y prosperar y, si se lanzan a la emigración, caen en manos de mafias o son considerados delincuentes a los que les espera la deportación, sirven de mano de obra barata e ilegal a empresarios sin escrúpulos y, en definitiva, son mal atendidos porque suponen un gasto para nuestros servicios públicos. Algunos, desgraciadamente, acaban muriendo en albergues al final de un recorrido por la pobreza y la marginación de las que no pueden escapar a causa del rechazo con que los tratamos.
Sin embargo, es oportuno conmemorar jornadas contra la pobreza. Por poco efectivos que sean sus resultados, si al menos sirven para paliar la vida de alguna persona en nuestro entorno más cercano, siempre será preferible a la inacción y el desentendimiento.
Aportar cualquier humilde contribución a las personas y entidades que combaten esta situación de emergencia social en las que se hallan tantas familias que se ven abocadas al paro, al desahucio de sus viviendas, a la retirada de coberturas sanitarias o a la falta de cualquier recurso que posibilita nuestro estilo de vida, siempre representará un consuelo y una ayuda inestimables.
Pero también, y con semejante intensidad, se deberá luchar contra el desmantelamiento de las políticas sociales que sirven de socorro a los más desfavorecidos, denunciar la destrucción del Estado de Bienestar con el que la sociedad en su conjunto, y gracias a una fiscalidad progresiva y solidaria, corregía las desigualdades que castigan a amplios sectores de la población, donde las mujeres y los niños continúan siendo los más afectados.
Hay que solventar circunstancias particulares, pero del mismo modo hay conseguir que la justicia, la equidad y la solidaridad se mantengan como valores irrenunciables que caracterizan nuestra convivencia en sociedad.
Está demostrado que una economía orientada sólo por el beneficio genera pobreza, al detraer recursos que considera poco rentables de las partidas de inversión social. Ya se sabe –y lo estamos sufriendo- que la pobreza se acrecienta al ritmo que se elimina la protección de las políticas sociales.
Las medidas de austeridad en nuestras economías de libre mercado, dictadas por contables que vigilan exclusivamente los intereses del capital, se ceban predominantemente en las capas de población más indefensas, aquellas que no cuentan con más patrimonio que su trabajo.
Estas son, justamente, las que están engrosando de pobres nuestra realidad. Las cifras de paro están equiparando el desempleo femenino y el masculino, situados ambos en umbrales insoportables, y las “reformas” laborales, lejos de ofrecer estabilidad laboral y trabajo para todos, están provocando “trabajadores empobrecidos”, aquellos cuyos sueldos no les permiten llegar a final de mes o les impide afrontar gastos imprevistos. Vivimos rodeados de pobres.
Ese es el retrato de una pobreza que presenta graduaciones de miseria hasta alcanzar la exclusión total y la marginación social a las que están expuestos los que quedan atrapados en ella. En Andalucía, hay más de 3,5 millones de personas que viven en el umbral de la miseria, según datos de un reciente informe de la Red Andaluza de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social.
Más del 66 por ciento de los escolares en nuestra región no tiene acceso a algún recurso educativo (libros de texto, calculadoras, etc.) por falta de medios para adquirirlos, lo que acarrea que haya alumnos que no pueden comprar siquiera libros con los que estudiar.
Hay que contribuir en erradicar la pobreza. Además de celebrar un día al año para visualizar el problema, hay que atacar las raíces que engendran tal pobreza. Si no podemos forzar un comercio justo a escala planetaria ni cambiar un sistema económico en el que el hombre no es la medida, sino el beneficio, al menos podremos evitar el abuso y el despilfarro de un consumo insensato.
Y optar por políticas que garanticen el mantenimiento de aquellos instrumentos públicos que palian desigualdades de origen (sanidad, educación, pensiones, prestaciones por desempleo, ayudas a la dependencia, etc.) y proporcionan oportunidades a los más desfavorecidos de nuestra sociedad.
Se pueden hacer muchas cosas si de verdad estamos empeñados en combatir la pobreza, empezando por cambiar nuestra mentalidad a la hora de abordar una problemática que a todos afecta. No hay que sentar un pobre en la mesa una vez al año para cumplir con una moral hipócrita, sino averiguar qué es lo que nos empobrece para corregirlo. Sin aguardar a que el pobre sea uno mismo.
DANIEL GUERRERO