No es difícil percibir la aplicación de una consigna a rajatabla: recuperación. Todo el mundo pronuncia esa palabra para referirse a sus impresiones de la actualidad, sobre todo a partir de que el Gobierno presentara su proyecto de ley de Presupuestos para 2014, a los que calificó como los del “esfuerzo sostenido para la recuperación”.
Desde entonces, no hay ni un sólo representante de los poderes fácticos –económico y político- que no aluda a ella para dar muestras de optimismo. Afirman que estamos asistiendo a la recuperación de nuestra economía tras haber superado, al fin, la profunda recesión a la que nos condujo, no sólo Zapatero (¿se acuerdan?), sino también una crisis financiera y económica que se engendró en los Estados Unidos y que contagió a la mayoría de las economías europeas, dejando a Alemania como garante de las medidas correctoras.
También aseguran que, esta vez, los “brotes verdes” son verdaderos y fiables, lo que da al traste con los augurios de los catastrofistas. Y concluyen que el mercado, ese ente intangible pero temible, da señales inequívocas de confiar en la economía española. Y será verdad. No seré yo quien niegue la impresión de tantos expertos como los que opinan sobre la materia. Pero alguna precisión se podrá hacer al respecto.
“Llega dinero de todas partes”, exclamó un Emilio Botín eufórico sobre el interés que está despertando España en los inversores extranjeros. La Bolsa de Madrid supera la barrera de los 10.000 puntos, un índice que no coronaba desde el año 2011. Y, al parecer, hay una evidente “mejora de los datos macroeconómicos” que genera esa euforia que se extiende entre los que tratan de convencernos de que, efectivamente, estamos en la senda de la recuperación para el crecimiento y el empleo, que han de ser los objetivos finales de las políticas económicas.
Y la verdad es que no me extraña esa alegría que exhiben los que antes nos han empobrecido con ajustes “estructurales”, consistentes en una poda de austeridad que prácticamente ha desmantelado todo el andamiaje público que proveía de servicios sociales a la población con menos recursos, porque llega la época de las ganancias.
Están que no caben en sí de gozo por los réditos que obtendrán los que especulan con la educación, la salud, las pensiones, la dependencia, los medicamentos, la seguridad en las calles, la ciencia e investigación y todo cuanto formaba parte de unos servicios públicos financiados con cargo a los impuestos que pagamos entre todos. Existen, realmente, grandes expectativas al alza en las previsiones de los beneficios empresariales, aunque no veamos aún ni creación de empleo ni un alivio para las familias.
Se palpa una inocultable satisfacción entre los sectores –políticos y económicos- que contemplan una oportunidad de negocio privado en lo que antes era de titularidad pública, al constatar que la política que se aplica para afrontar la crisis deja en manos del mercado las necesidades de los ciudadanos.
Es posible que hayamos tocado fondo en el hundimiento de nuestra economía, pero las señales que dicen percibir los que anuncian tan endeble recuperación dista mucho de contentar a los han pagado las consecuencias de tanta austeridad.
Todavía se sigue destruyendo empleo, aunque a menor ritmo, y se pierden cotizantes a la Seguridad Social. El consumo privado continúa sin pulso por la bajada de salarios en el sector privado, la disminución y congelaciones en el público y la reducción de plantillas en uno y otro.
Con rentas salariales en retroceso, pérdida del poder adquisitivo de las pensiones, recortes en cuantía y duración de las prestaciones por desempleo y una inversión pública en “stand by”, las esperanzas de crecimiento de la actividad económica y de creación de empleo son, digan lo que digan los voceros del optimismo, escasas.
A menos que se refieran, claro está, a las posibilidades que les brinda este escenario de derrota a los grandes “tiburones” de la economía libre de mercado: trabajadores baratos, empresas en quiebra, sindicatos anulados, convenios prácticamente inexistentes, Estado “adelgazado” para que no interfiera demasiado, nuevos nichos de negocio en lo que era provisto por los servicios públicos, dinero más barato y un país del que cuelga un cartel: se vende. Si a todo ello añadimos la proximidad de un año electoral, sólo entonces se explica tanta euforia: la que manifiestan los cínicos.
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También aseguran que, esta vez, los “brotes verdes” son verdaderos y fiables, lo que da al traste con los augurios de los catastrofistas. Y concluyen que el mercado, ese ente intangible pero temible, da señales inequívocas de confiar en la economía española. Y será verdad. No seré yo quien niegue la impresión de tantos expertos como los que opinan sobre la materia. Pero alguna precisión se podrá hacer al respecto.
“Llega dinero de todas partes”, exclamó un Emilio Botín eufórico sobre el interés que está despertando España en los inversores extranjeros. La Bolsa de Madrid supera la barrera de los 10.000 puntos, un índice que no coronaba desde el año 2011. Y, al parecer, hay una evidente “mejora de los datos macroeconómicos” que genera esa euforia que se extiende entre los que tratan de convencernos de que, efectivamente, estamos en la senda de la recuperación para el crecimiento y el empleo, que han de ser los objetivos finales de las políticas económicas.
Y la verdad es que no me extraña esa alegría que exhiben los que antes nos han empobrecido con ajustes “estructurales”, consistentes en una poda de austeridad que prácticamente ha desmantelado todo el andamiaje público que proveía de servicios sociales a la población con menos recursos, porque llega la época de las ganancias.
Están que no caben en sí de gozo por los réditos que obtendrán los que especulan con la educación, la salud, las pensiones, la dependencia, los medicamentos, la seguridad en las calles, la ciencia e investigación y todo cuanto formaba parte de unos servicios públicos financiados con cargo a los impuestos que pagamos entre todos. Existen, realmente, grandes expectativas al alza en las previsiones de los beneficios empresariales, aunque no veamos aún ni creación de empleo ni un alivio para las familias.
Se palpa una inocultable satisfacción entre los sectores –políticos y económicos- que contemplan una oportunidad de negocio privado en lo que antes era de titularidad pública, al constatar que la política que se aplica para afrontar la crisis deja en manos del mercado las necesidades de los ciudadanos.
Es posible que hayamos tocado fondo en el hundimiento de nuestra economía, pero las señales que dicen percibir los que anuncian tan endeble recuperación dista mucho de contentar a los han pagado las consecuencias de tanta austeridad.
Todavía se sigue destruyendo empleo, aunque a menor ritmo, y se pierden cotizantes a la Seguridad Social. El consumo privado continúa sin pulso por la bajada de salarios en el sector privado, la disminución y congelaciones en el público y la reducción de plantillas en uno y otro.
Con rentas salariales en retroceso, pérdida del poder adquisitivo de las pensiones, recortes en cuantía y duración de las prestaciones por desempleo y una inversión pública en “stand by”, las esperanzas de crecimiento de la actividad económica y de creación de empleo son, digan lo que digan los voceros del optimismo, escasas.
A menos que se refieran, claro está, a las posibilidades que les brinda este escenario de derrota a los grandes “tiburones” de la economía libre de mercado: trabajadores baratos, empresas en quiebra, sindicatos anulados, convenios prácticamente inexistentes, Estado “adelgazado” para que no interfiera demasiado, nuevos nichos de negocio en lo que era provisto por los servicios públicos, dinero más barato y un país del que cuelga un cartel: se vende. Si a todo ello añadimos la proximidad de un año electoral, sólo entonces se explica tanta euforia: la que manifiestan los cínicos.
DANIEL GUERRERO