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Hiperactividad

Quizá si mi madre me hubiese llevado a tiempo al médico me hubiesen diagnosticado esa hiperactividad que todos imaginaban, pero de la que nadie hablaba con certeza y que yo, sufrido objeto de todas las miradas y comentarios, padezco desde que tengo memoria.

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Al principio quise ser escritor. La lectura de grandes éxitos editoriales me dejaba un regusto amargo en el pensamiento que no me producía la de los considerados clásicos de la literatura. "Eso soy capaz de hacerlo yo", rumiaba mentalmente mientras imaginaba un argumentario suficiente como para copar varias colecciones dedicadas sólo a mi figura, encumbrada ya a aquellas alturas del pensamiento a la categoría de best seller mundial.

Pero una sola vuelta por cualquiera de las desiertas librerías que me encontraba en mi camino me bastaba para darme cuenta de que no era el único que había pensado en ello y, además, por simple ley de vida, cada vez la competencia entre los que respiraban y los que ya no aumentaba de manera casi exponencial. "¡Maldito acceso a la educación!", llegué a pensar en alguna ocasión mientras empujaba o tiraba de la puerta de salida del establecimiento, según me indicase el cartel que en ella colgaba.

El boyante mundo de las aplicaciones móviles también me atrajo desde el principio. Desde el principio de su desarrollo, quiero decir, porque ya me pilló entrado en la veintena, época dorada de mis fabulaciones literarias, así que la pugna por hacerse un hueco entre mis ocupados pensamientos fue más dura de lo que a una mente multitarea pudiera suponérsele.

Siempre intenté basar los diseños de estas aplicaciones incuestionables en la resolución de los pequeños problemas del día a día en los que una cabeza tan ajetreada como la mía –no olviden que al principio les mencioné que creo que soy hiperactivo- repara con mucha más facilidad que otra convencional.

Pero se me planteaba tan ardua la tarea de aprender a programar procediendo de una familia y formación de letras, y había tantos millones de aplicaciones en las tiendas virtuales, que decidí arrinconar esta labor creativa y reconvertirla en pensamiento recurrente para las numerosas horas que paso al volante porque, no sé por qué, nunca me destinan cerca de casa.

Y así podría seguir rellenando páginas con una biografía que terminaría por agotarles físicamente aunque para su lectura no hubiesen abandonado en ningún momento el sillón. Pero, ya les digo, soy hiperactivo  –o eso creo- y ya llevo demasiado tiempo sentado escribiendo de lo mismo.

PABLO POÓ
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