Por las películas y series televisivas, todos sabemos que en los tribunales estadounidenses se pide a los testigos que han sido citados para un juicio que digan “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Es un ritual dentro de un escenario cargado de solemnidad en el que los participantes se comprometen, o creen comprometerse, a erradicar la mentira de sus declaraciones.
Si esto lo trasladáramos a la piel de toro lo más probable es que los asistentes al pedírseles tal declaración soltaran espontáneamente una carcajada, cortada repentinamente al ser conscientes del lugar en el que se encuentran. Porque, ¿alguien en su sano juicio podría pensar que cualquiera de los personajes o personajillos que todos tenemos en mente dirían, no la verdad, sino el más leve indicio de la verdad?
Y es que la mentira, en todas sus variantes –engaños, embustes, simulaciones, falsedades, medias verdades, ocultamientos, etc.- parece como una mancha de aceite que se ha extendido por toda la geografía nacional y que no hay institución, organismo o empresa que no se encuentra impregnada por el comportamiento más que dudoso de algunos de sus destacados miembros.
La mentira generalizada, unida a la avidez por el dinero ajeno, ha venido a aumentar la crisis que padece este pobre país, pues no solamente es de tipo económico, sino que también nos encontramos ante una profunda crisis moral que afecta a todos los niveles sociales.
De pronto, nos acordamos que vivimos en una tierra de pícaros, lugar en el que nacerían literariamente y podrían llevar a cabo sus aventuras La Celestina, El Lazarillo de Tormes o Rinconete y Cortadillo. Pero aquellos eran truhanes de poca monta comparados con la multitud de personajes corruptos que campan a lo ancho y largo de nuestra geografía.
Y no es que quiera ponerme trascendental, pero es que la mentira es un mal que carcome a los cimientos de la sociedad. Como ejemplo de lo que indico, quiero comenzar por dos autores, lejanos en el tiempo y en sus creencias, que escribieron libros sobre la mentira, como son Carlos Castilla del Pino (El discurso de la mentira) y Agustín de Hipona (De mendacio).
El primero, desde su posición laica y humanista, nos dice que “no hay pecados, si los hubiera, se resumirían en uno: la mentira. Adán –el primero- mintió a Dios al desobedecerle”, y también que “la mentira es el mal por excelencia. Cualesquiera que sean los males, siempre tienen una cosa en común: la mentira”.
Cierto, la corrupción, en todas sus modalidades, se acompaña necesariamente de la mentira para afianzarse. Es por ello por lo que el eminente psiquiatra, que ejerció su labor profesional en la ciudad de Córdoba, se muestra tan contundente al calificar a la mentira como el mayor de los males de la humanidad. Con la mentira no es posible construir nada con valor humano.
Siglos atrás, San Agustín aborda la mentira en su obra De mendacio. Este pequeño libro lo escribe por motivos pastorales, con el fin de frenar la facilidad que tenían sus fieles para mentir, pero también lo hacía para cuestionar a los maniqueos que negaban la autoridad del Antiguo Testamento y para responder a San Jerónimo que acusaba a San Pablo de no haber manifestado con sinceridad su pensamiento en la controversia sobre los gentiles judaizantes.
Pues bien, el obispo de Hipona llega a una posición similar a la de Castilla del Pino, aunque con motivaciones distintas. En De mendacio, nos informa que la mentira, en última instancia, no depende de la verdad o falsedad de lo que se dice, puesto que las palabras pueden utilizarse de un modo u otro, sino de la intención de quien lo dice. Es más, asegura que los buenos no mienten jamás. En sus propias palabras: “Es evidente que, después de estudiarlo todo, los testimonios de las Escrituras solo enseñan que no se debe mentir nunca”.
El valor de la propuesta de San Agustín reside en que por primera vez la verdad de un acto se ubica en la intención íntima de quien lo realiza, no en sus palabras. Esto supone un cambio desde los clásicos griegos, quienes sostenían que la verdad o la mentira se encontraban en las propias palabras.
Así, si nos remontamos a Platón, uno de los padres de la filosofía, podemos leer en su obra Sofista, escrita en el año 260 antes de Cristo, que “la falsedad se genera en las palabras”.
Lamentablemente, esta postura es la que siguen todos los personajes corruptos que pululan por nuestro país, de modo que su máxima es “Donde dije, digo Diego”, retorciendo las palabras como si fueran chicles y cambiando de opinión cada dos por tres.
Sobre la mentira se ha escrito mucho, por lo que sería complicado realizar un breve recorrido sobre este mal. No obstante, quisiera traer a colación dos pensamientos de autores clásicos griegos, que ya nos advertían de este vicio. Del filósofo Anaxágoras: “Si me engañas una vez, la culpa es tuya. Si me engañas dos, la culpa es mía”. De Aristóteles, otros de los pilares del pensamiento occidental: “El castigo del embustero es no ser creído cuando diga la verdad”.
Claro, ellos no imaginaban que con el paso del tiempo llegarían unos aparatos llamados prensa, televisión, radio, Internet, etc., a través de los cuales nos informamos del mundo que nos rodea, pero cuya capacidad de lavado del cerebro es tan alta que no una, ni dos, ni tres veces, sino que la gente está dispuesta a ser engañada hasta el infinito.
Junto a esa predisposición al engaño, la desconfianza se ha hecho tan grande, que autores de la talla del francés André Comte-Sponville, ya no se atreven a hablar de sinceridad o veracidad, sino que lo hacen de “la buena fe”, porque parece que a la honestidad hay que añadirle la bondad, porque en nombre de la supuesta verdad se cometen graves atropellos.
De este autor quisiera entresacar un párrafo de una de sus obras, que, en la actualidad, mas bien nos suena a algo ingenuo y anacrónico por la claridad con la que se expresa.
“La buena fe es una sinceridad que debería regular nuestras relaciones con el otro, así como con nosotros mismos. Quiere tanto, entre los hombres como en el interior de cada uno de ellos, el máximo de verdad posible, el máximo de autenticidad posible, y el mínimo, por tanto, de trucajes o disimulo”.
Volviendo al principio, y a pesar de que, como digo, tenemos la sensación de declive moral, de que vivimos rodeados de gente carente de escrúpulos cuyo objetivo último es ganar lo máximo posible a costa de engañar al prójimo, estoy convencido de que la nave no se hunde precisamente por esa gente buena y honrada, de la que nos habla el filósofo francés, gente que considera que su honestidad está muy por encima de los precios del mercado.
Y, aunque parezca mentira, todavía es posible encontrarla.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Si esto lo trasladáramos a la piel de toro lo más probable es que los asistentes al pedírseles tal declaración soltaran espontáneamente una carcajada, cortada repentinamente al ser conscientes del lugar en el que se encuentran. Porque, ¿alguien en su sano juicio podría pensar que cualquiera de los personajes o personajillos que todos tenemos en mente dirían, no la verdad, sino el más leve indicio de la verdad?
Y es que la mentira, en todas sus variantes –engaños, embustes, simulaciones, falsedades, medias verdades, ocultamientos, etc.- parece como una mancha de aceite que se ha extendido por toda la geografía nacional y que no hay institución, organismo o empresa que no se encuentra impregnada por el comportamiento más que dudoso de algunos de sus destacados miembros.
La mentira generalizada, unida a la avidez por el dinero ajeno, ha venido a aumentar la crisis que padece este pobre país, pues no solamente es de tipo económico, sino que también nos encontramos ante una profunda crisis moral que afecta a todos los niveles sociales.
De pronto, nos acordamos que vivimos en una tierra de pícaros, lugar en el que nacerían literariamente y podrían llevar a cabo sus aventuras La Celestina, El Lazarillo de Tormes o Rinconete y Cortadillo. Pero aquellos eran truhanes de poca monta comparados con la multitud de personajes corruptos que campan a lo ancho y largo de nuestra geografía.
Y no es que quiera ponerme trascendental, pero es que la mentira es un mal que carcome a los cimientos de la sociedad. Como ejemplo de lo que indico, quiero comenzar por dos autores, lejanos en el tiempo y en sus creencias, que escribieron libros sobre la mentira, como son Carlos Castilla del Pino (El discurso de la mentira) y Agustín de Hipona (De mendacio).
El primero, desde su posición laica y humanista, nos dice que “no hay pecados, si los hubiera, se resumirían en uno: la mentira. Adán –el primero- mintió a Dios al desobedecerle”, y también que “la mentira es el mal por excelencia. Cualesquiera que sean los males, siempre tienen una cosa en común: la mentira”.
Cierto, la corrupción, en todas sus modalidades, se acompaña necesariamente de la mentira para afianzarse. Es por ello por lo que el eminente psiquiatra, que ejerció su labor profesional en la ciudad de Córdoba, se muestra tan contundente al calificar a la mentira como el mayor de los males de la humanidad. Con la mentira no es posible construir nada con valor humano.
Siglos atrás, San Agustín aborda la mentira en su obra De mendacio. Este pequeño libro lo escribe por motivos pastorales, con el fin de frenar la facilidad que tenían sus fieles para mentir, pero también lo hacía para cuestionar a los maniqueos que negaban la autoridad del Antiguo Testamento y para responder a San Jerónimo que acusaba a San Pablo de no haber manifestado con sinceridad su pensamiento en la controversia sobre los gentiles judaizantes.
Pues bien, el obispo de Hipona llega a una posición similar a la de Castilla del Pino, aunque con motivaciones distintas. En De mendacio, nos informa que la mentira, en última instancia, no depende de la verdad o falsedad de lo que se dice, puesto que las palabras pueden utilizarse de un modo u otro, sino de la intención de quien lo dice. Es más, asegura que los buenos no mienten jamás. En sus propias palabras: “Es evidente que, después de estudiarlo todo, los testimonios de las Escrituras solo enseñan que no se debe mentir nunca”.
El valor de la propuesta de San Agustín reside en que por primera vez la verdad de un acto se ubica en la intención íntima de quien lo realiza, no en sus palabras. Esto supone un cambio desde los clásicos griegos, quienes sostenían que la verdad o la mentira se encontraban en las propias palabras.
Así, si nos remontamos a Platón, uno de los padres de la filosofía, podemos leer en su obra Sofista, escrita en el año 260 antes de Cristo, que “la falsedad se genera en las palabras”.
Lamentablemente, esta postura es la que siguen todos los personajes corruptos que pululan por nuestro país, de modo que su máxima es “Donde dije, digo Diego”, retorciendo las palabras como si fueran chicles y cambiando de opinión cada dos por tres.
Sobre la mentira se ha escrito mucho, por lo que sería complicado realizar un breve recorrido sobre este mal. No obstante, quisiera traer a colación dos pensamientos de autores clásicos griegos, que ya nos advertían de este vicio. Del filósofo Anaxágoras: “Si me engañas una vez, la culpa es tuya. Si me engañas dos, la culpa es mía”. De Aristóteles, otros de los pilares del pensamiento occidental: “El castigo del embustero es no ser creído cuando diga la verdad”.
Claro, ellos no imaginaban que con el paso del tiempo llegarían unos aparatos llamados prensa, televisión, radio, Internet, etc., a través de los cuales nos informamos del mundo que nos rodea, pero cuya capacidad de lavado del cerebro es tan alta que no una, ni dos, ni tres veces, sino que la gente está dispuesta a ser engañada hasta el infinito.
Junto a esa predisposición al engaño, la desconfianza se ha hecho tan grande, que autores de la talla del francés André Comte-Sponville, ya no se atreven a hablar de sinceridad o veracidad, sino que lo hacen de “la buena fe”, porque parece que a la honestidad hay que añadirle la bondad, porque en nombre de la supuesta verdad se cometen graves atropellos.
De este autor quisiera entresacar un párrafo de una de sus obras, que, en la actualidad, mas bien nos suena a algo ingenuo y anacrónico por la claridad con la que se expresa.
“La buena fe es una sinceridad que debería regular nuestras relaciones con el otro, así como con nosotros mismos. Quiere tanto, entre los hombres como en el interior de cada uno de ellos, el máximo de verdad posible, el máximo de autenticidad posible, y el mínimo, por tanto, de trucajes o disimulo”.
Volviendo al principio, y a pesar de que, como digo, tenemos la sensación de declive moral, de que vivimos rodeados de gente carente de escrúpulos cuyo objetivo último es ganar lo máximo posible a costa de engañar al prójimo, estoy convencido de que la nave no se hunde precisamente por esa gente buena y honrada, de la que nos habla el filósofo francés, gente que considera que su honestidad está muy por encima de los precios del mercado.
Y, aunque parezca mentira, todavía es posible encontrarla.
AURELIANO SÁINZ