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Carta al padre

Huyo de Córdoba. El calor en ocasiones se hace insoportable, especialmente en los tórridos meses de verano. Me dispongo a marchar a Madrid en tren, por lo que antes de salir miro en la librería para escoger un libro que me acompañe durante el trayecto. Elijo los Diarios de Franz Kafka. Una vez instalado en el tren, lo abro por la parte en la que se encuentra la Carta al padre, texto de unas cincuenta páginas al final del volumen.

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Hace bastante tiempo, muchos años, que había leído un par de veces esta misiva conmovedora que Kafka en su madurez escribiera como ajuste de cuentas tanto con su padre como con él mismo, y con la que exteriorizaba su total infelicidad, así como la angustia y el miedo que le habían torturado a lo largo de su existencia.

A riesgo de traer solo un breve y parcial extracto de una carta que seguramente algunos quizás conozcan, no me resisto a presentar una selección de algunos de los párrafos de la misma a modo de invitación hacia una lectura que aconsejo encarecidamente, y que conviene caminar despacio sobre ella, como reflexión acerca de la importancia que tiene la educación autoritaria y las profundas huellas que dejan en el alma del niño, ya que se convierten en heridas que difícilmente se dejan cicatrizar.

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“Queridísimo padre:

No hace mucho me preguntaste por qué afirmo tenerte miedo. Como de costumbre, no supe qué responderte, en parte precisamente a causa de ese miedo que te tengo y en parte porque para explicarlo necesitaría tener presente más factores de los que soy capaz de manejar al mismo tiempo cuando hablo. Esta respuesta que intento darte ahora por escrito será igualmente incompleta, porque también a la hora de escribir me atenazan el miedo y sus consecuencias, y porque las dimensiones del asunto van más allá de lo que mi memoria y mi entendimiento son capaces de abarcar”.

“Si alguien hubiera calculado de antemano cómo evolucionaría la relación entre nosotros, entre el niño de lento desarrollo y el hombre ya hecho y derecho, seguramente habría concluido que acabarías aplastándome en algún momento, ya que no quedaría nada de mí. Pues bien, eso no ha sucedido, ya que la vida no se pliega a los cálculos, pero quizá ha sucedido algo peor. Y te ruego una vez más que no olvides que en ningún momento te considero culpable ni por asomo. Has ejercido sobre mí la influencia que tenías que ejercer; solo te pido que dejes de interpretar como una maldad por mi parte el hecho de que sucumbiera a ella”.

Según Max Brod, uno de los mejores amigos y albacea del legado de Franz Kafka, la carta la pudo escribir entre el 4 y el 20 de noviembre de 1919. Si tenemos en cuenta que había nacido el 3 de julio de 1883 en Praga de una familia judía, podemos concluir que tenía 36 años cuando fue capaz de atreverse a poner, negro sobre blanco, sus sentimientos más profundos.

“De primera mano, solo recuerdo un suceso de los primeros años. Quizás tú también lo recuerdes. Una noche me dio por gimotear una y otra vez pidiendo agua, no porque tuviera sed, sin duda, sino para fastidiar y al mismo tiempo distraerme. Después de intentar sin éxito hacerme callar con graves amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste a la galería, cerraste la puerta y me dejaste allí en camisón. Seguramente aquello me hizo más obediente, pero abrió una herida en mi interior”.

“Pasados unos años todavía me atormentaba la idea de que aquel hombre enorme, mi padre, el detentador del poder absoluto, pudiera, apenas sin motivo alguno, aparecer en plena noche, arrancarme de la cama y sacarme a la galería, demostrando con ello lo poquísimo que yo le importaba. Aquello no fue más que el inicio, pero lo que está claro es que el sentimiento de nulidad que me domina a menudo tiene en buena parte su origen en tu influencia”.

Los padres de Franz, Hermann Kafka y Julie Löwy son una pareja judía; él de origen checo y ella de raíces alemanas. Tras el nacimiento de su primogénito, Franz, vendrían las tres hermanas del autor: Elli, Valli y Ottla. Otros dos hermanos posteriores fallecerían a muy corta edad. Habría que apuntar que su padre, tras la dureza de una infancia en el campo, acabó regentando una tienda de tejidos en Praga.

“Algo equiparable sucedía con tu superioridad intelectual. Habías llegado tan lejos solo gracias a ti mismo, y en consecuencia estabas totalmente convencido de que no podías equivocarte. De pequeño, aquello no me deslumbraba tanto como más tarde, en mi adolescencia. Gobernabas el mundo desde tu sillón. Siempre tenías razón y cualquier otra opinión tenía por fuerza que ser absurda, extravagante, lunática, anormal. Confiabas en ti mismo hasta tal punto, que incluso podías prescindir de ser coherente contigo mismo: eso no te privaba de tener razón”.

“La imposibilidad de tratar contigo de manera apacible tuvo otra consecuencia, desde luego muy natural: perdí el habla. Me cerraste la boca desde muy pronto; tu amenaza: “¡Ni se te ocurra contradecirme!” y la mano levantada que la acompaña me resultan muy familiares desde siempre. Tú, cuando se trataba de tus asuntos, haces gala de una elocuencia extraordinaria; yo, en cambio, me acostumbré a hablar en tu presencia a trompicones y tartamudeando. Y como eso seguía pareciéndote excesivo, acabé callándome todo. Y como tú eras mi educador, eso se extendió a todos los rincones de mi vida”.

A lo largo de su existencia, uno de los rasgos que configuraron a Kafka era el fuerte sentimiento de culpa, como consecuencia de la educación casi tiránica que su padre ejerció sobre él. A ello habría que añadir que desde muy pequeño se sintió culpable de la muerte temprana de sus hermanos Georg y Heinrich, ya que en sus celos infantiles fantaseaba con la desaparición de los mismos.

“La ironía te parecía un medio educativo especialmente eficaz, que además resultaba perfectamente natural, dada tu superioridad sobre mí. Normalmente, tus amonestaciones adoptaban la siguiente forma: ‘¿No puedes hacer eso así o asá? ¿Qué pasa, es demasiado para ti? Claro, no tienes tiempo, pobrecito’ y cosas similares. Y cada una de esas preguntas iba acompañada por la correspondiente risa sarcástica y del gesto malicioso. También me resultaba irritante que me riñeras dirigiéndote a mí en tercera persona, como si no fuera digno ni siquiera de ser vituperado cara a cara”.

“Desde siempre me has reprochado que gracias a tu trabajo he vivido sin ninguna preocupación y en paz, amor y prosperidad. Pienso en ciertos comentarios que deben haber abierto verdaderos surcos en mi cerebro, como: ‘Yo a los siete años ya iba con el carro por los pueblos’. ‘Dormíamos todos en una sola habitación’. ‘Éramos felices cuando teníamos patatas’. (…) ‘Pero, a pesar de todo, siempre respeté a mi padre. ¿Qué sabe nadie hoy en día? ¿Qué saben los niños? Hoy nadie se acuerda de aquellas penalidades”.

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Pero no solo fueron los años de la infancia y la juventud los que estuvieron marcados por la presencia de un padre amenazador. También su vida adulta. Así, el miedo, la angustia y la inseguridad de Kafka le imposibilitaron que pudiera comprometerse en una relación estable como era el matrimonio.

De este modo, su relación con Felice Bauer (a la que vemos en la segunda foto) no pudo afianzarse. Tampoco la que mantuvo con Julie Wohryzeh, ni con Milena Jesenká, ni con Dora Diamant… Le daba verdadero pánico saber que tendría que tomar decisiones que le desbordaban.

“Hay quien atribuye el miedo al matrimonio al temor de que algún día los hijos le devuelvan a uno el mal que hizo a sus propios padres. Creo que en mi caso este factor no tiene demasiado peso, pues mi sentimiento de culpa proviene de ti, y está demasiado imbuido de su carácter único: es más, esa exclusividad forma parte de su atormentadora naturaleza. Aun así, debo decir que a mí me resultaría insoportable un hijo tan silencioso, insensible, seco y postrado como yo; si no hubiera otra posibilidad, huiría de él, emigraría, como tú empezaste a decir que harías a raíz de mis proyectos matrimoniales. Así que quizá eso también haya influido en mi incapacidad de casarme”.

“¿Por qué no me he casado? El obstáculo esencial, por desgracia en todos los casos, es el hecho de que por lo visto soy mentalmente incapaz de casarme. En la práctica, lo que sucede es que, desde el momento en que decido casarme, no puedo dormir más, tengo terribles dolores de cabeza día y noche, mi vida se convierte en un infierno, y voy por ahí dando tumbos presa de la desesperación…”.

El tren se va aproximando a Madrid. He finalizado la lectura de la carta que Franz Kafka escribiera un día a su padre. Su amigo Max Brod asegura que su progenitor nunca tuvo conocimiento de ella, pues su madre impidió que llegara a manos de quien había sido el origen de ese sentimiento trágico que le había embargado a lo largo de su existencia.

Kafka no tuvo descendencia. Sin embargo, nos legó obras inmortales como fueron El proceso, El castillo o La metamorfosis. Aunque pienso que solamente conociendo su vida, y especialmente leyendo la carta que escribió a su padre, es posible entender el mundo absurdo y sin sentido que se describe en esas obras.

Miro por la ventanilla del compartimento en el que me encuentro. Se atisban los primeros edificios de la gran ciudad. El tren se va acercando a su destino. Sigo todavía conmocionado por una carta que me ha acompañado a lo largo del trayecto y me asaltan un par de preguntas: ¿Han desaparecido actualmente las formas autoritarias en el seno de la familia?; por otro lado, ¿hubiera cambiado Kafka toda la fama y el reconocimiento que tuvo, llegando a ser una de las cumbres de la literatura universal, por una vida sencilla, anónima, pero básicamente dichosa?

AURELIANO SÁINZ
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