"Está bien", concedió él. "Mi hermana, como te he dicho, jamás había sido una persona deprimida. Pero algo ocurrió allí que no contó a nadie. En mi opinión, creo que simplemente algo dentro de ella se rompió y, por tanto, se suicidó. Al parecer se colgó del techo, era una casa de madera antigua, por lo que tenía vigas".
—¿Cómo estaban sus zapatos? –preguntó ella. La pregunta cogió desprevenido a Félix.
—¿Qué…? Pues, no sé, tirados en un rincón. Nunca me lo he planteado.
Ruta puso rostro pensativo.
—Mira, puede que me meta donde no me llaman, pero aunque apenas he tenido roce con la muerte, he tenido que investigar en muchas ocasiones. Parece ser que la gente, cuando se suicida de esa manera, ahorcándose, suelen dejar los zapatos a un lado, bien colocados. Es, al fin de cuentas, una forma de demostrar que se han suicidado por propia voluntad. Normalmente un asesino no pone bien los zapatos de su víctima o no se los quita. Pero si estaba en una casa propia, seguramente no llevaría zapatos de calle, sino que llevaría zapatillas o algo así. Si sabía que se iba a ahorcar, lo normal es quitárselos antes porque si no se le caerían al suelo. A mucha gente le da coraje sentir que se le caen los zapatos.
Félix se sintió perplejo ante el torrente de palabras.
—Sí que te informas en profundidad –comentó. Ruta sonrió como excusándose-. Pero se demostró que había sido un suicidio. Hasta escribió una nota, si bien lo único que puso fue que me dieran sus libros.
—Qué curioso. –Ruta se echó hacia atrás en la silla, mirando el techo– Si lo hubiera escrito yo, como si fuera una novela gráfica, hubiera puesto que, al final, tú eras el asesino, que mataste a tu hermana.
Félix la miró atónito.
—¿Cómo puedes…? Es decir, ¿en qué cabeza cabe decirle eso a alguien que ha perdido a un ser querido?
Ruta se encogió de hombros.
—Te hablo en sentido figurado. Obviamente, tú no serías tú. Hubiera puesto a un niño algo más enfermizo y mucho más taimado. O puede que a uno excesivamente alegre. No es por ofender, pero tú pareces bastante normalito. No tienes aspecto de asesino. En mis novelas, tú serías el ayudante o interés romántico de la valiente heroína que descubre el crimen.
Félix sacudió la cabeza y la enterró entre sus manos.
—¿Tú te estás escuchando? –dijo débilmente.
—Mira, no es por ofender, pero sería una historia de la leche.
—Preferiría no habértela contado, entonces. –Félix se quitó las manos de la cara y se calló, dispuesto a ignorar a aquella insensible. Ruta lo miró, tampoco dijo nada durante un rato. Volvieron a pasar los niños, gritando y riendo. Ella se inclinó hacia él, seria.
—Supongo que te pareceré demasiado extraña. ¿Quieres saber por qué? Porque a mí también se me rompió algo. Pero al contrario de tu hermana, se me rompió siendo demasiado pequeña. Yo ya nací así, rara. ¿Sabes lo que es no controlar los impulsos? De pequeña lamía las paredes de los edificios porque quería saber qué sabor tenían. También hice cosas demasiado extrañas para una niña. Pero el día que supe que era distinta fue cuando tenía trece años.
—No quiero saberlo –interrumpió Félix.
—Me da igual. Tú me has contado algo íntimo y yo te voy a contar algo íntimo. Mi historia es más breve. Simplemente, un día, tiré a un niño en una excursión. De un edificio. Llevaban muchos años acosándome en el colegio, pero aquello no fue el motivo. Lo tiré de una quinta planta porque quería ver cómo era un cerebro espachurrado. Por curiosidad intelectual, lo llaman. Aunque todo el mundo concluyó que fue porque era acosada. Por desgracia para mi yo de entonces y por suerte para él, sobrevivió porque no calculé las cuerdas de tender. Era un convento de monjas y ellas, obviamente, también tienden. Sobre todo sábanas. No veas qué cantidad de sábanas. Así que sobrevivió.
—Eso es horrible. –Félix estaba atónito. Ella se encogió de hombros.
—No tengo interés en matar a nadie, si te sirve de consuelo. No tengo alma de asesina. En mi caso fue simple y llanamente que quería ver eso. Desde entonces comprendí que era distinta a los demás, por lo que dediqué los siguientes años a aprender qué podía y qué no podía hacer. Por suerte apareció Internet, por lo que me permitió consultar todo lo que quería o contactar con personas que habían vivido lo que yo deseaba saber.
—Eras una inconsciente, entonces –sentenció Félix. Ruta fue a responder, pero sus palabras las ahogaron las de megafonía, que anunciaba que el tren se pondría en marcha pronto. Félix se levantó rápidamente, cogió su maletín y se separó de ella. La dejó allí, con la palabra en la boca. No quería volverla a ver, nunca.
Dos años después, olvidado ya el incidente, entró en una librería buscando un regalo para el hijo de un amigo. Era una librería corriente, a la que solía ir cuando tenía ganas de comprarse alguna novela. Entre los cómics encontró una novela gráfica que le pareció muy bien dibujada, con muchos detalles. Le recordaba en cierta manera a las ilustraciones japonesas de Fuyuko Matsui. El título era Algo roto y empezaba con un dibujo de él y Ruta en la terminal.
Lo compró inmediatamente, olvidándose del regalo. Salió a la calle y corrió hacia su casa, a pocos metros. La llave temblaba cuando encontró la cerradura. Cerró dando un portazo y se sentó en el sofá, en donde abrió el cómic con manos temblorosas.
Félix tragó saliva. Le había mentido, Ruta los dibujó a ambos a la perfección. Incluso de pequeño se parecía enormemente a él. Lo presentaba como el asesino de su hermana, un niño sin ningún tipo de gracia cuya única habilidad consistía en imitar ser quien no era.
Él mismo escribió la supuesta nota de suicidio. La historia de ella también cambiaba. En esta el chico moría, pero como se habían perdido no relacionaron al uno con la otra, lo atribuyeron a un accidente. La primera parte terminaba como su encuentro, con él yéndose, abandonándola según las palabras de Ruta.
Hubo un interludio para contar cómo se había hecho la cicatriz, apenas dos páginas. En ellas una joven Ruta se colaba en casa de su vecino porque quería saber qué hacía y por qué la miraba tanto. Pero él al descubría, la agarraba e intentaba violarla mientras la amenazaba con un cuchillo. Le cortó la cara, pero Ruta logró pegarle una patada en la entrepierna y salió huyendo.
En su casa sólo estaba su hermano, que al contarle ella lo sucedido, fue a hablar con el vecino para aclararlo, pues Ruta solía mentir a menudo. Aquel hombre desapareció. Nadie supo por qué, pero ella intuyó que su hermano, que apareció con los nudillos destrozados, tuvo algo que ver. Jamás se lo dijo a nadie.
El cómic continuaba en un epílogo extraño. En él, ella buscaba durante un año al hombre de la estación. Cuando lo localizó, le investigó. Hasta contactó con su familia con la excusa de que un amigo la había contratado para hacerle un regalo. Les pidió que mantuvieran el secreto. Finalmente consiguió su dirección y lo espió.
Así supo a qué librería acudía con regularidad. Era justamente a la que él había ido. Ella vendió el cómic a aquella tienda. Sólo le quedó esperar. Un día lo vio comprar el cómic y salir corriendo, ella le siguió. Le dio tiempo para terminarlo antes de llamar a la puerta. Félix tragó saliva y sonó el timbre.
Si lo desea, puede compartir este contenido: —¿Cómo estaban sus zapatos? –preguntó ella. La pregunta cogió desprevenido a Félix.
—¿Qué…? Pues, no sé, tirados en un rincón. Nunca me lo he planteado.
Ruta puso rostro pensativo.
—Mira, puede que me meta donde no me llaman, pero aunque apenas he tenido roce con la muerte, he tenido que investigar en muchas ocasiones. Parece ser que la gente, cuando se suicida de esa manera, ahorcándose, suelen dejar los zapatos a un lado, bien colocados. Es, al fin de cuentas, una forma de demostrar que se han suicidado por propia voluntad. Normalmente un asesino no pone bien los zapatos de su víctima o no se los quita. Pero si estaba en una casa propia, seguramente no llevaría zapatos de calle, sino que llevaría zapatillas o algo así. Si sabía que se iba a ahorcar, lo normal es quitárselos antes porque si no se le caerían al suelo. A mucha gente le da coraje sentir que se le caen los zapatos.
Félix se sintió perplejo ante el torrente de palabras.
—Sí que te informas en profundidad –comentó. Ruta sonrió como excusándose-. Pero se demostró que había sido un suicidio. Hasta escribió una nota, si bien lo único que puso fue que me dieran sus libros.
—Qué curioso. –Ruta se echó hacia atrás en la silla, mirando el techo– Si lo hubiera escrito yo, como si fuera una novela gráfica, hubiera puesto que, al final, tú eras el asesino, que mataste a tu hermana.
Félix la miró atónito.
—¿Cómo puedes…? Es decir, ¿en qué cabeza cabe decirle eso a alguien que ha perdido a un ser querido?
Ruta se encogió de hombros.
—Te hablo en sentido figurado. Obviamente, tú no serías tú. Hubiera puesto a un niño algo más enfermizo y mucho más taimado. O puede que a uno excesivamente alegre. No es por ofender, pero tú pareces bastante normalito. No tienes aspecto de asesino. En mis novelas, tú serías el ayudante o interés romántico de la valiente heroína que descubre el crimen.
Félix sacudió la cabeza y la enterró entre sus manos.
—¿Tú te estás escuchando? –dijo débilmente.
—Mira, no es por ofender, pero sería una historia de la leche.
—Preferiría no habértela contado, entonces. –Félix se quitó las manos de la cara y se calló, dispuesto a ignorar a aquella insensible. Ruta lo miró, tampoco dijo nada durante un rato. Volvieron a pasar los niños, gritando y riendo. Ella se inclinó hacia él, seria.
—Supongo que te pareceré demasiado extraña. ¿Quieres saber por qué? Porque a mí también se me rompió algo. Pero al contrario de tu hermana, se me rompió siendo demasiado pequeña. Yo ya nací así, rara. ¿Sabes lo que es no controlar los impulsos? De pequeña lamía las paredes de los edificios porque quería saber qué sabor tenían. También hice cosas demasiado extrañas para una niña. Pero el día que supe que era distinta fue cuando tenía trece años.
—No quiero saberlo –interrumpió Félix.
—Me da igual. Tú me has contado algo íntimo y yo te voy a contar algo íntimo. Mi historia es más breve. Simplemente, un día, tiré a un niño en una excursión. De un edificio. Llevaban muchos años acosándome en el colegio, pero aquello no fue el motivo. Lo tiré de una quinta planta porque quería ver cómo era un cerebro espachurrado. Por curiosidad intelectual, lo llaman. Aunque todo el mundo concluyó que fue porque era acosada. Por desgracia para mi yo de entonces y por suerte para él, sobrevivió porque no calculé las cuerdas de tender. Era un convento de monjas y ellas, obviamente, también tienden. Sobre todo sábanas. No veas qué cantidad de sábanas. Así que sobrevivió.
—Eso es horrible. –Félix estaba atónito. Ella se encogió de hombros.
—No tengo interés en matar a nadie, si te sirve de consuelo. No tengo alma de asesina. En mi caso fue simple y llanamente que quería ver eso. Desde entonces comprendí que era distinta a los demás, por lo que dediqué los siguientes años a aprender qué podía y qué no podía hacer. Por suerte apareció Internet, por lo que me permitió consultar todo lo que quería o contactar con personas que habían vivido lo que yo deseaba saber.
—Eras una inconsciente, entonces –sentenció Félix. Ruta fue a responder, pero sus palabras las ahogaron las de megafonía, que anunciaba que el tren se pondría en marcha pronto. Félix se levantó rápidamente, cogió su maletín y se separó de ella. La dejó allí, con la palabra en la boca. No quería volverla a ver, nunca.
Dos años después, olvidado ya el incidente, entró en una librería buscando un regalo para el hijo de un amigo. Era una librería corriente, a la que solía ir cuando tenía ganas de comprarse alguna novela. Entre los cómics encontró una novela gráfica que le pareció muy bien dibujada, con muchos detalles. Le recordaba en cierta manera a las ilustraciones japonesas de Fuyuko Matsui. El título era Algo roto y empezaba con un dibujo de él y Ruta en la terminal.
Lo compró inmediatamente, olvidándose del regalo. Salió a la calle y corrió hacia su casa, a pocos metros. La llave temblaba cuando encontró la cerradura. Cerró dando un portazo y se sentó en el sofá, en donde abrió el cómic con manos temblorosas.
Félix tragó saliva. Le había mentido, Ruta los dibujó a ambos a la perfección. Incluso de pequeño se parecía enormemente a él. Lo presentaba como el asesino de su hermana, un niño sin ningún tipo de gracia cuya única habilidad consistía en imitar ser quien no era.
Él mismo escribió la supuesta nota de suicidio. La historia de ella también cambiaba. En esta el chico moría, pero como se habían perdido no relacionaron al uno con la otra, lo atribuyeron a un accidente. La primera parte terminaba como su encuentro, con él yéndose, abandonándola según las palabras de Ruta.
Hubo un interludio para contar cómo se había hecho la cicatriz, apenas dos páginas. En ellas una joven Ruta se colaba en casa de su vecino porque quería saber qué hacía y por qué la miraba tanto. Pero él al descubría, la agarraba e intentaba violarla mientras la amenazaba con un cuchillo. Le cortó la cara, pero Ruta logró pegarle una patada en la entrepierna y salió huyendo.
En su casa sólo estaba su hermano, que al contarle ella lo sucedido, fue a hablar con el vecino para aclararlo, pues Ruta solía mentir a menudo. Aquel hombre desapareció. Nadie supo por qué, pero ella intuyó que su hermano, que apareció con los nudillos destrozados, tuvo algo que ver. Jamás se lo dijo a nadie.
El cómic continuaba en un epílogo extraño. En él, ella buscaba durante un año al hombre de la estación. Cuando lo localizó, le investigó. Hasta contactó con su familia con la excusa de que un amigo la había contratado para hacerle un regalo. Les pidió que mantuvieran el secreto. Finalmente consiguió su dirección y lo espió.
Así supo a qué librería acudía con regularidad. Era justamente a la que él había ido. Ella vendió el cómic a aquella tienda. Sólo le quedó esperar. Un día lo vio comprar el cómic y salir corriendo, ella le siguió. Le dio tiempo para terminarlo antes de llamar a la puerta. Félix tragó saliva y sonó el timbre.
CARMEN SUÁREZ