La gente hacía corros entusiasmada. Taxistas, drogueros, oficinistas, parados, estudiantes y demás transeúntes compartían la curiosidad por un espectáculo insólito que había conseguido paralizar el ruidoso trajín de la calle. Los más viejos del lugar relacionaban, entre mellas y canas, un hecho similar acaecido tiempo atrás, cuando las inundaciones que ya nadie recordaba, mientras jóvenes acostumbrados a videojuegos que banalizan la violencia hacían cálculos sobre dónde podría aterrizar, valorando factores como la velocidad del viento, ángulo y fuerza de impulso y otros detalles inmisericordes.
Unos pocos pusilánimes, mudos de emoción y con el corazón sobrecogido, retrocedían para buscar cobijo entre la muchedumbre, incapaces, a pesar del espanto, de perderse el acontecimiento. Sin dejar de mirar, las madres apretaban las manos de unos hijos que, exaltados y desobedientes, intentaban zafarse para traspasar la barrera de seguridad, una simple cinta de plástico que la policía había colocado a una prudente distancia de la fachada del monumento. Entre tanto barullo, algún listillo aprovechaba la aglomeración para afanar alguna cartera o acariciar un dócil y blando trasero indulgente.
Poco a poco se había ido congregando una multitud que ocupaba toda la calzada. A esa hora crepuscular, la larga fila del atasco se asemejaba a una lombriz multicolor que nacía de la creciente mancha humana. Desde lo alto, él miraba aquel hormiguero de impacientes charlatanes sin poder impedir que el aire se empeñara en juguetear con el flequillo de su cabello.
Pensaba al observarlos lo fácil que sería cerrar los ojos para complacer un morbo que les hacía permanecer expectantes y envidiaba la facilidad con la que disfrutaban de cualquier alteración en sus monotonías, aunque fuera a costa de las desgracias del prójimo.
Agarrado a la barandilla del campanario, su figura se confundía con las viejas piedras de la torre, a las que el tiempo y el descuido habían erosionado tanto como a sus propias ilusiones. Tras muchas cavilaciones en la desesperación, hacía una hora que había decidido no esperar más y pretendía huir de todos. Estaba harto de aguantar a toda clase de vendedores de felicidad y salvadores a comisión.
Su vida no había sido más que el esfuerzo inútil de arrastrar su alma por entre las miserias del mundo, con el desasosiego de perderla cualquier noche en un callejón maloliente, entre bolsas de basura, ratas y drogadictos. Se sentía dolorido y maltratado por una existencia que le había hurtado hasta la generosidad fugaz del amor, escamoteándole las escasas ocasiones en que creyó disfrutarlo con meros intercambios de soledades, difícilmente compatibles. Nada le reconciliaba ya con una humanidad que le regateaba incluso hasta la posibilidad de una muerte digna.
Al levantar la vista y dirigirla hacia el horizonte sintió deseos de llorar. Por encima de tejados y antenas, el cielo se perdía entre las verdes lomas de la campiña y el silencio de los pájaros. Una lágrima se precipitó al vacío en el preciso instante en que una estruendosa exclamación ahogaba su postrera maldición. Nadie pudo escuchar su grito, salvo el viento que lo acompañó hasta el olvido.
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Poco a poco se había ido congregando una multitud que ocupaba toda la calzada. A esa hora crepuscular, la larga fila del atasco se asemejaba a una lombriz multicolor que nacía de la creciente mancha humana. Desde lo alto, él miraba aquel hormiguero de impacientes charlatanes sin poder impedir que el aire se empeñara en juguetear con el flequillo de su cabello.
Pensaba al observarlos lo fácil que sería cerrar los ojos para complacer un morbo que les hacía permanecer expectantes y envidiaba la facilidad con la que disfrutaban de cualquier alteración en sus monotonías, aunque fuera a costa de las desgracias del prójimo.
Agarrado a la barandilla del campanario, su figura se confundía con las viejas piedras de la torre, a las que el tiempo y el descuido habían erosionado tanto como a sus propias ilusiones. Tras muchas cavilaciones en la desesperación, hacía una hora que había decidido no esperar más y pretendía huir de todos. Estaba harto de aguantar a toda clase de vendedores de felicidad y salvadores a comisión.
Su vida no había sido más que el esfuerzo inútil de arrastrar su alma por entre las miserias del mundo, con el desasosiego de perderla cualquier noche en un callejón maloliente, entre bolsas de basura, ratas y drogadictos. Se sentía dolorido y maltratado por una existencia que le había hurtado hasta la generosidad fugaz del amor, escamoteándole las escasas ocasiones en que creyó disfrutarlo con meros intercambios de soledades, difícilmente compatibles. Nada le reconciliaba ya con una humanidad que le regateaba incluso hasta la posibilidad de una muerte digna.
Al levantar la vista y dirigirla hacia el horizonte sintió deseos de llorar. Por encima de tejados y antenas, el cielo se perdía entre las verdes lomas de la campiña y el silencio de los pájaros. Una lágrima se precipitó al vacío en el preciso instante en que una estruendosa exclamación ahogaba su postrera maldición. Nadie pudo escuchar su grito, salvo el viento que lo acompañó hasta el olvido.
DANIEL GUERRERO