Yo no sé si el actual Ejecutivo que preside el conservador Mariano Rajoy tendrá la suerte de asistir a la fase de recuperación de la economía. Es algo que ignoran hasta los economistas más avezados, esos que no se sientan en el Consejo de Ministros y elaboran sesudos informes para las empresas o instituciones que les pagan.
Se sabe en cambio que la economía, como actividad social, mantiene una dinámica marcada por ciclos: unas veces va bien y otras mal, sin unas causas “objetivas” que puedan ayudar a predecir con precisión cada período.
En los cálculos del presidente del Gobierno estaba el poder beneficiarse de una fase de expansión que todos estiman, al fin, próxima, pero que nadie es capaz de datar con exactitud: el último trimestre del año, a principios del que viene, etc. A lo más que se aventuran los que saben de esto es que "se nota ya una mejoría", que "hay señales de brotes verdes", que "el comportamiento empieza a cambiar", que "lo más duro ya ha pasado", que "es cuestión de confianza" y otras frases por el estilo, sin ninguna concreción.
En cualquier caso, la crisis no es lo más peligroso que le sucede a la sociedad española en la actualidad. A pesar de su duración y gravedad, se trata de una situación coyuntural que tiene arreglo. Las medidas para combatirla son diversas, factibles, coyunturales o estructurales, aunque todas ellas vienen motivadas por fines que trascienden la corrección de los factores económicos alterados. Y esa finalidad no declarada, que forma parte de los planes ocultos que se están aplicando, es lo verdaderamente preocupante de la actual encrucijada política, no sólo económica.
Después de innumerables “reformas” y “ajustes”, ya nadie duda de que la crisis que padecemos ha sido tomada como excusa para transformar radicalmente el modelo de sociedad con que nos habíamos dotado hasta el día de hoy, construido a imagen y semejanza del Estado de Bienestar que permitió, tras la Segunda Guerra Mundial, la cohesión social y la prosperidad en las naciones de un continente arrasado por las bombas.
Entonces se pensó en las personas antes que en la economía, por lo que se elaboraron políticas que garantizaban una igualdad de oportunidades en el origen mediante la provisión de servicios públicos universales, gratuitos y calidad. Aquello dio lugar a la época más longeva de prosperidad, paz y libertad vivida nunca en Europa, y a una economía equilibrada y sin grandes quebrantos.
Durante más de 30 años, las democracias occidentales disfrutaron de una estabilidad social y económica hasta prácticamente los años ochenta, en que cambia el paradigma. Para investigadores de la Universidad de Princeton, entre los años 1940 y 1980 no se produjo ninguna crisis financiera en el mundo porque los mercados estuvieron muy intervenidos, controlados por la política para evitar inequidades.
Esos estudiosos demuestran que fue precisamente la desregulación de los mercados y las finanzas lo que ha engendrado la recesión de 2008, parecida a la de 1930 por los mismos motivos. El nuevo paradigma consiste, pues, en la supremacía de la economía frente a la política, promovida por el resurgir de un liberalismo descarnado que supedita la acción política a las reglas inmanentes del mercado, lo que posibilita el enriquecimiento de unas élites a cambio del empobrecimiento brutal de la mayoría de la población.
Eso es justamente lo que está sucediendo en España en estos momentos gracias a la excusa de la crisis. Estamos retrocediendo casi a los tiempos de las sociedades estamentales, donde no podías escapar de tu condición social de nacimiento, por culpa de medidas como las que propugna el ministro José Ignacio Wert, que condicionan las becas a un rendimiento que sólo los pudientes, costeándose clases y profesores de apoyo, pueden permitirse. Y recuperando la religión como asignatura troncal con peso académico, pero eliminando Educación para la Ciudadanía por su declarado propósito de fomentar el razonamiento crítico, laico y respetuoso con los derechos que asisten a todos, incluidas las minorías.
Es de esta manera cómo el Gobierno conservador del Partido Popular está consumando una transformación de la Sociedad como nadie se habría imaginado, menos aún si hubiera confiado en el Programa con que se había presentado –y ganado- las elecciones.
Sus iniciativas legislativas, como las comentadas, son sumamente regresivas, salvo en lo económico, donde predica ese neoliberalismo que beneficia a los privilegiados que detentan el Poder (económico, político y social). Una “marcha atrás” de tal envergadura que podría afirmarse sin exagerar que el de Mariano Rajoy es el Gobierno de la Contrarreforma. Pura y dura.
Para conseguirlo le ha bastado una palabra: sostenibilidad. Todo lo que no sea “sostenible”, a juicio del Gobierno, debe ser “reformado”, es decir, recortado, reducido o eliminado, sin importar si son servicios públicos esenciales, prestaciones sociales o derechos fundamentales, aunque pagues más impuestos de manera directa o indirecta como nunca antes en la historia.
Todo puede ser medido según el baremo de la sostenibilidad y, por tanto, puede y debe ser “ajustado” al condicionamiento de la financiación sostenible. Sólo en un contexto de crisis, tal detracción de una riqueza, que debía distribuirse entre los ciudadanos en forma de servicios públicos, puede materializarse en favor de los intereses del Capital sin que despierte el rechazo generalizado de los damnificados, esa mayoría social que les dio el voto e incluso su consentimiento para que les arrebataran derechos y socorros públicos, gracias al engaño de la “sostenibilidad”.
No es difícil elaborar la lista de despropósitos contrarreformistas efectuados por este Gobierno. Al contrario, es fácil pero sumamente triste, porque afecta a las capas más vulnerables de la población, aquellas que dependen de un Estado eficiente que regule los mercados y frene los abusos que cometen, prestando aquellas ayudas que incentivan la igualdad de oportunidades y la justicia social. Contra todo ello arremete Mariano Rajoy con la excusa que le brinda la crisis.
Primero nos convence de que hemos pecado de vivir por encima de nuestras posibilidades para aplicarnos después la penitencia de los recortes y los ajustes que se ceban sobre las capas más desfavorecidas de la sociedad. Porque en vez de corregir la excesiva desregulación de los mercados, la falta de control del sistema financiero y la suicida subordinación de la política a los intereses económicos, como causas demostradas que generaron esta crisis, el Gobierno actúa justamente en dirección contraria: traslada a los ciudadanos la culpa de la crisis y les endosa el peso de las medidas para intentar solventarla, sin que los verdaderos culpables asuman su responsabilidad.
Así desaparecen de la vista los actores que nos han conducido a esta situación: un sistema financiero que, carente de todo control, se dedicó a una especulación desenfrenada que acabó provocando el endeudamiento de los Estados.
Como resultado de una hábil prestidigitación, los bancos se convierten en destino de ingentes ayudas, a pesar de ser los causantes de este estropicio, y son los países los que deben pagar la factura, que se la descuentan a los ciudadanos. Para ello, se les acusa de derroches y despilfarros que pocas familias reconocen en su humilde proceder, dependiente casi en su totalidad de salarios laborales sin apenas capacidad de ahorro. Sin embargo, sobre ellos recae todo el peso de las medidas que el Gobierno implementa para presuntamente combatir la crisis.
Derechos laborales, cuyo reconocimiento costaron décadas de lucha, cárcel y muerte, son barridos del mapa por una “reforma” que entrega al empresario todo el poder para definir condiciones laborales, remuneraciones, cargas laborales y demás aspectos empresariales de forma unilateral y arbitraria, dotándolo de oportunidades legales para reducir plantillas, despedir empleados, reducir sueldos, flexibilizar las condiciones de contratación e, incluso, no atenerse a los convenios colectivos, junto a otras muchas ventajas que los exoneran de compartir sus beneficios con la sociedad mediante el derecho al trabajo.
La consecuencia de todo ello es cada vez más paro, precariedad laboral, salarios de miseria y el empobrecimiento generalizado de la población, lo que agranda la exclusión social y empeora la brecha entre ricos y pobres. La tasa de pobreza laboral (personas cuyo sueldo apenas satisface sus necesidades básicas) ha pasado del 10,7 por ciento en 2007 al 12,7 en 2012.
Pero, por si no tener un trabajo digno no fuera suficiente, la contrarreforma que práctica este Gobierno también empeora las condiciones de vida de los españoles al poner trabas al acceso a la educación, a la sanidad, a la dependencia y las pensiones.
Todo un cúmulo de ataques que reducen drásticamente las prestaciones que el Estado debía garantizar en forma de grandes servicios públicos, cuyo deterioro los predispone si no a la desaparición, sí a la privatización de todo o en parte de los mismos.
Y todo ello gracias a la repetida “sostenibilidad” de un sistema que no está escaso de recursos, sino que se transfieren a la iniciativa privada, ávida de ocupar el espacio atendido por el sector público. Esa es la gran estrategia neoliberal del nuevo paradigma, que desvela Rosa María Artal en un artículo reciente: “propiciar el lucro ilimitado de unos pocos a costa de la gran mayoría (y) en idiotizar a la sociedad”.
Si a todo lo anterior se le añade el retroceso que representa la “reforma” de la ley del aborto, que convierte en delito lo que era un derecho, el tutelaje moral de la acción política y el comportamiento social por parte de la Conferencia Episcopal española, la supresión de las inversiones en la cultura, investigación y ciencia, excepto en los toros, la eliminación de la atención médica a los inmigrantes y, en definitiva, toda la poda que se ha acometido en la red de protección de los ciudadanos, difícilmente no puede reconocerse que estamos sufriendo una evidente contrarreforma en España, no para prepararnos a vivir mejor, sino para transformarnos en una sociedad más desigual e injusta que nunca antes en democracia.
Y todo en nombre de una crisis que ha proporcionado la “mejora relativa en los hogares más ricos y el drástico empeoramiento en los hogares más pobres”, según el último informe Foessa de 2013. ¿Es este el sentido de las “contrarreformas” del Gobierno?
Si lo desea, puede compartir este contenido: Se sabe en cambio que la economía, como actividad social, mantiene una dinámica marcada por ciclos: unas veces va bien y otras mal, sin unas causas “objetivas” que puedan ayudar a predecir con precisión cada período.
En los cálculos del presidente del Gobierno estaba el poder beneficiarse de una fase de expansión que todos estiman, al fin, próxima, pero que nadie es capaz de datar con exactitud: el último trimestre del año, a principios del que viene, etc. A lo más que se aventuran los que saben de esto es que "se nota ya una mejoría", que "hay señales de brotes verdes", que "el comportamiento empieza a cambiar", que "lo más duro ya ha pasado", que "es cuestión de confianza" y otras frases por el estilo, sin ninguna concreción.
En cualquier caso, la crisis no es lo más peligroso que le sucede a la sociedad española en la actualidad. A pesar de su duración y gravedad, se trata de una situación coyuntural que tiene arreglo. Las medidas para combatirla son diversas, factibles, coyunturales o estructurales, aunque todas ellas vienen motivadas por fines que trascienden la corrección de los factores económicos alterados. Y esa finalidad no declarada, que forma parte de los planes ocultos que se están aplicando, es lo verdaderamente preocupante de la actual encrucijada política, no sólo económica.
Después de innumerables “reformas” y “ajustes”, ya nadie duda de que la crisis que padecemos ha sido tomada como excusa para transformar radicalmente el modelo de sociedad con que nos habíamos dotado hasta el día de hoy, construido a imagen y semejanza del Estado de Bienestar que permitió, tras la Segunda Guerra Mundial, la cohesión social y la prosperidad en las naciones de un continente arrasado por las bombas.
Entonces se pensó en las personas antes que en la economía, por lo que se elaboraron políticas que garantizaban una igualdad de oportunidades en el origen mediante la provisión de servicios públicos universales, gratuitos y calidad. Aquello dio lugar a la época más longeva de prosperidad, paz y libertad vivida nunca en Europa, y a una economía equilibrada y sin grandes quebrantos.
Durante más de 30 años, las democracias occidentales disfrutaron de una estabilidad social y económica hasta prácticamente los años ochenta, en que cambia el paradigma. Para investigadores de la Universidad de Princeton, entre los años 1940 y 1980 no se produjo ninguna crisis financiera en el mundo porque los mercados estuvieron muy intervenidos, controlados por la política para evitar inequidades.
Esos estudiosos demuestran que fue precisamente la desregulación de los mercados y las finanzas lo que ha engendrado la recesión de 2008, parecida a la de 1930 por los mismos motivos. El nuevo paradigma consiste, pues, en la supremacía de la economía frente a la política, promovida por el resurgir de un liberalismo descarnado que supedita la acción política a las reglas inmanentes del mercado, lo que posibilita el enriquecimiento de unas élites a cambio del empobrecimiento brutal de la mayoría de la población.
Eso es justamente lo que está sucediendo en España en estos momentos gracias a la excusa de la crisis. Estamos retrocediendo casi a los tiempos de las sociedades estamentales, donde no podías escapar de tu condición social de nacimiento, por culpa de medidas como las que propugna el ministro José Ignacio Wert, que condicionan las becas a un rendimiento que sólo los pudientes, costeándose clases y profesores de apoyo, pueden permitirse. Y recuperando la religión como asignatura troncal con peso académico, pero eliminando Educación para la Ciudadanía por su declarado propósito de fomentar el razonamiento crítico, laico y respetuoso con los derechos que asisten a todos, incluidas las minorías.
Es de esta manera cómo el Gobierno conservador del Partido Popular está consumando una transformación de la Sociedad como nadie se habría imaginado, menos aún si hubiera confiado en el Programa con que se había presentado –y ganado- las elecciones.
Sus iniciativas legislativas, como las comentadas, son sumamente regresivas, salvo en lo económico, donde predica ese neoliberalismo que beneficia a los privilegiados que detentan el Poder (económico, político y social). Una “marcha atrás” de tal envergadura que podría afirmarse sin exagerar que el de Mariano Rajoy es el Gobierno de la Contrarreforma. Pura y dura.
Para conseguirlo le ha bastado una palabra: sostenibilidad. Todo lo que no sea “sostenible”, a juicio del Gobierno, debe ser “reformado”, es decir, recortado, reducido o eliminado, sin importar si son servicios públicos esenciales, prestaciones sociales o derechos fundamentales, aunque pagues más impuestos de manera directa o indirecta como nunca antes en la historia.
Todo puede ser medido según el baremo de la sostenibilidad y, por tanto, puede y debe ser “ajustado” al condicionamiento de la financiación sostenible. Sólo en un contexto de crisis, tal detracción de una riqueza, que debía distribuirse entre los ciudadanos en forma de servicios públicos, puede materializarse en favor de los intereses del Capital sin que despierte el rechazo generalizado de los damnificados, esa mayoría social que les dio el voto e incluso su consentimiento para que les arrebataran derechos y socorros públicos, gracias al engaño de la “sostenibilidad”.
No es difícil elaborar la lista de despropósitos contrarreformistas efectuados por este Gobierno. Al contrario, es fácil pero sumamente triste, porque afecta a las capas más vulnerables de la población, aquellas que dependen de un Estado eficiente que regule los mercados y frene los abusos que cometen, prestando aquellas ayudas que incentivan la igualdad de oportunidades y la justicia social. Contra todo ello arremete Mariano Rajoy con la excusa que le brinda la crisis.
Primero nos convence de que hemos pecado de vivir por encima de nuestras posibilidades para aplicarnos después la penitencia de los recortes y los ajustes que se ceban sobre las capas más desfavorecidas de la sociedad. Porque en vez de corregir la excesiva desregulación de los mercados, la falta de control del sistema financiero y la suicida subordinación de la política a los intereses económicos, como causas demostradas que generaron esta crisis, el Gobierno actúa justamente en dirección contraria: traslada a los ciudadanos la culpa de la crisis y les endosa el peso de las medidas para intentar solventarla, sin que los verdaderos culpables asuman su responsabilidad.
Así desaparecen de la vista los actores que nos han conducido a esta situación: un sistema financiero que, carente de todo control, se dedicó a una especulación desenfrenada que acabó provocando el endeudamiento de los Estados.
Como resultado de una hábil prestidigitación, los bancos se convierten en destino de ingentes ayudas, a pesar de ser los causantes de este estropicio, y son los países los que deben pagar la factura, que se la descuentan a los ciudadanos. Para ello, se les acusa de derroches y despilfarros que pocas familias reconocen en su humilde proceder, dependiente casi en su totalidad de salarios laborales sin apenas capacidad de ahorro. Sin embargo, sobre ellos recae todo el peso de las medidas que el Gobierno implementa para presuntamente combatir la crisis.
Derechos laborales, cuyo reconocimiento costaron décadas de lucha, cárcel y muerte, son barridos del mapa por una “reforma” que entrega al empresario todo el poder para definir condiciones laborales, remuneraciones, cargas laborales y demás aspectos empresariales de forma unilateral y arbitraria, dotándolo de oportunidades legales para reducir plantillas, despedir empleados, reducir sueldos, flexibilizar las condiciones de contratación e, incluso, no atenerse a los convenios colectivos, junto a otras muchas ventajas que los exoneran de compartir sus beneficios con la sociedad mediante el derecho al trabajo.
La consecuencia de todo ello es cada vez más paro, precariedad laboral, salarios de miseria y el empobrecimiento generalizado de la población, lo que agranda la exclusión social y empeora la brecha entre ricos y pobres. La tasa de pobreza laboral (personas cuyo sueldo apenas satisface sus necesidades básicas) ha pasado del 10,7 por ciento en 2007 al 12,7 en 2012.
Pero, por si no tener un trabajo digno no fuera suficiente, la contrarreforma que práctica este Gobierno también empeora las condiciones de vida de los españoles al poner trabas al acceso a la educación, a la sanidad, a la dependencia y las pensiones.
Todo un cúmulo de ataques que reducen drásticamente las prestaciones que el Estado debía garantizar en forma de grandes servicios públicos, cuyo deterioro los predispone si no a la desaparición, sí a la privatización de todo o en parte de los mismos.
Y todo ello gracias a la repetida “sostenibilidad” de un sistema que no está escaso de recursos, sino que se transfieren a la iniciativa privada, ávida de ocupar el espacio atendido por el sector público. Esa es la gran estrategia neoliberal del nuevo paradigma, que desvela Rosa María Artal en un artículo reciente: “propiciar el lucro ilimitado de unos pocos a costa de la gran mayoría (y) en idiotizar a la sociedad”.
Si a todo lo anterior se le añade el retroceso que representa la “reforma” de la ley del aborto, que convierte en delito lo que era un derecho, el tutelaje moral de la acción política y el comportamiento social por parte de la Conferencia Episcopal española, la supresión de las inversiones en la cultura, investigación y ciencia, excepto en los toros, la eliminación de la atención médica a los inmigrantes y, en definitiva, toda la poda que se ha acometido en la red de protección de los ciudadanos, difícilmente no puede reconocerse que estamos sufriendo una evidente contrarreforma en España, no para prepararnos a vivir mejor, sino para transformarnos en una sociedad más desigual e injusta que nunca antes en democracia.
Y todo en nombre de una crisis que ha proporcionado la “mejora relativa en los hogares más ricos y el drástico empeoramiento en los hogares más pobres”, según el último informe Foessa de 2013. ¿Es este el sentido de las “contrarreformas” del Gobierno?
DANIEL GUERRERO