Hoy voy a robar un banco. No soy un profesional del hampa, sino un parado arruinado y con familia. Llevo tres años sin trabajar. Empecé con 16 años de botones en el desaparecido Banco Hispano Americano. Pasé por todas las fusiones bancarias de la anterior década y, al cumplir los 45 años, me echaron. Lo llamaron "reestructuración laboral".
Es la primera vez que atraco un banco. Son las ocho de la mañana y estoy a punto de asaltar al empleado que está en la caja. Yo podría estar ahí de cajero. De hecho fue mi último puesto. Los últimos diez años, antes de que prescindieran de mí, estuve en la caja.
Con la indemnización del despido no me dio ni para vivir dos meses. Ahora soy muy pobre, y ellos, cada día que pasa, son más ricos. Los banqueros tienen mucho dinero, el dinero de todos. En tiempos de crisis todos pasamos necesidades menos ellos. Y dicen que esta crisis la han provocado los bancos. Pero yo no veo a ningún banquero en el paro.
Por eso estoy aquí, para llevarme el dinero. Me lo voy a llevar crudo. Ahora sí. No tengo sentimientos de culpa. No hay remedio. Además, tengo que alimentar a mi familia.
La pistola se la compré a un tipo. No he disparado en mi vida. Bueno, sí, en la mili. Todavía lo recuerdo como si fuera la primera vez. El blanco estaba como a unos cien metros, pero la bala se encasquilló. Me volví con el fusil apuntando a todo el mundo para pedir ayuda. Aún veo a toda aquella compañía de soldados tirándose al suelo para evitar ser acribillados por mi torpeza. Todavía recuerdo el guantazo que me dio el capitán en la cara.
Tengo que conseguir dinero. Mi hijo de diez años celebró el domingo su cumpleaños gracias a los puntos que nos dan en el supermercado. Creo que le dio para unos chicles y unos refrescos. Ayer comimos patatas asadas con cebolla, pero mañana no sé lo que podré conseguir para mi familia.
Son las ocho de la mañana. A estas horas en el banco hay muy poca gente. Solo un hombre de unos treinta años muy bien vestido y una señora mayor. La directora del banco está hablando con ella. La misma directiva que me denegó la semana pasada un préstamo para ir tirando estos meses. El hombre trajeado está sentado y tiene puesto un abrigo de Cachemira. Parece que espera a alguien. Estoy desesperado pero no se me debe notar.
Tengo que decidirme ya. Creo que ahora es el momento. Tengo frío. No, más bien es un escalofrío que me recorre la espalda. La pistola la tengo agarrada por dentro del bolsillo. Me siento más seguro así.
Me acerco a la ventanilla y saco la pistola intentando que no me vea el señor bien vestido. El hombre que está en la caja me mira incrédulo. Al principio esbozó una sonrisa. Debo de tener una cara de chiste patética. Creyó que era una broma.
“Venga no te hagas el héroe y no te haré daño”. Caray, me salió igual que en la película Atraco perfecto de Kubrick. Era la primera vez en mi vida que interpretaba el papel de malo. Siempre fui el bueno, o mejor dicho, el imbécil de la familia. Pero ahora soy un bandido. “Venga, dame todo el dinero que tengas y disimula. No mires a nadie. Si intentas algo te abraso con este revólver”. No estoy pensando lo que digo. Me sale automáticamente. Todos los personajes favoritos de mis películas hablan por mí.
Ya sé la cara que pone un hombre cuando piensa que puede morir en los próximos segundos. Es una expresión que parecería normal sino fuera por la mirada de los ojos. Los ojos buscan los míos para adivinar si seré capaz de matarlo. De apretar el gatillo.
Me mira mientras cuenta los billetes. El hombre del abrigo se ha levantado del asiento. Me ha descubierto. Yo lo puedo ver a través de una ventana que refleja toda su imagen. Se acerca a mí mientras se mete la mano en su chaqueta. Ha sacado su pistola de marca Beretta. Es igualita a la que utiliza Keanu Reeves en Matrix.
Se identifica como policía y me pide que suelte la pistola. Me está apuntando. No puedo permitir que este tío me quite ahora mi dinero. Ya estaba haciendo planes. Iba a llevar a los chicos al parque de atracciones. Subiría del supermercado con dos carros cargados hasta arriba de cosas. Leche, galletas, arroz, pan de molde, judías, chorizo... Llevaría a mi mujercita al cine. Hace muchos años que no podemos ir a ver una película.
Me sigue apuntando y no le entiendo muy bien. No le hago caso. Es como si no quisiera oírle. Se está poniendo nervioso. No voy a permitirlo. Tengo que llevarme el dinero.
Hay que hacerlo muy deprisa. Ser más rápido que él. Como en las películas de vaqueros. Cuando Pat Garrett liquidó a Billy el Niño. Billy apenas percibió su final. Su último minuto estaba cerca y él siguió sonriendo hasta que le metieron una bala en la cabeza y otra en el corazón.
Me vuelvo con rapidez hacia el tipo bien vestido y aprieto el gatillo. No llegué a tiempo. Él fue más rápido que yo. Resulta que él es Pat Garret y yo estoy más muerto que Billy el Niño. Esto no estaba planeado.
No pensaba que alguien me iba a disparar. Que me iban a matar en esta mañana tan soleada de invierno. Me duele mucho el pecho. Maldita sea. Apenas puedo respirar. La vista se me está nublando y no quiero soltar el revólver.
Camino hacia la calle con el dinero que puedo coger con una mano. Pierdo los billetes por el camino. Ni siquiera llego a la puerta. Quiero salir. Me estoy cayendo. Me duele el pecho. Me ahogo.
La directora y la señora gritan histéricas. No puedo despedirme de mis hijos. No podré llevarlos jamás al parque de atracciones. Ni a mi mujer al cine. Los niños hoy no comerán galletas. Ya no podré comprar los dos carros del supermercado. Me duele mucho todo el pecho y me estoy asfixiando.
Dios mío. Pat Garret me ha ganado en este duelo. Me muero.
Me han disparado, pero yo soy Billy, Billy el Niño y no puedo morir. Por eso, antes de cerrar los ojos para siempre voy a enfundar mi revólver y abandonaré muy despacio a lomos de mi caballo este poblado tan polvoriento.
Es la primera vez que atraco un banco. Son las ocho de la mañana y estoy a punto de asaltar al empleado que está en la caja. Yo podría estar ahí de cajero. De hecho fue mi último puesto. Los últimos diez años, antes de que prescindieran de mí, estuve en la caja.
Con la indemnización del despido no me dio ni para vivir dos meses. Ahora soy muy pobre, y ellos, cada día que pasa, son más ricos. Los banqueros tienen mucho dinero, el dinero de todos. En tiempos de crisis todos pasamos necesidades menos ellos. Y dicen que esta crisis la han provocado los bancos. Pero yo no veo a ningún banquero en el paro.
Por eso estoy aquí, para llevarme el dinero. Me lo voy a llevar crudo. Ahora sí. No tengo sentimientos de culpa. No hay remedio. Además, tengo que alimentar a mi familia.
La pistola se la compré a un tipo. No he disparado en mi vida. Bueno, sí, en la mili. Todavía lo recuerdo como si fuera la primera vez. El blanco estaba como a unos cien metros, pero la bala se encasquilló. Me volví con el fusil apuntando a todo el mundo para pedir ayuda. Aún veo a toda aquella compañía de soldados tirándose al suelo para evitar ser acribillados por mi torpeza. Todavía recuerdo el guantazo que me dio el capitán en la cara.
Tengo que conseguir dinero. Mi hijo de diez años celebró el domingo su cumpleaños gracias a los puntos que nos dan en el supermercado. Creo que le dio para unos chicles y unos refrescos. Ayer comimos patatas asadas con cebolla, pero mañana no sé lo que podré conseguir para mi familia.
Son las ocho de la mañana. A estas horas en el banco hay muy poca gente. Solo un hombre de unos treinta años muy bien vestido y una señora mayor. La directora del banco está hablando con ella. La misma directiva que me denegó la semana pasada un préstamo para ir tirando estos meses. El hombre trajeado está sentado y tiene puesto un abrigo de Cachemira. Parece que espera a alguien. Estoy desesperado pero no se me debe notar.
Tengo que decidirme ya. Creo que ahora es el momento. Tengo frío. No, más bien es un escalofrío que me recorre la espalda. La pistola la tengo agarrada por dentro del bolsillo. Me siento más seguro así.
Me acerco a la ventanilla y saco la pistola intentando que no me vea el señor bien vestido. El hombre que está en la caja me mira incrédulo. Al principio esbozó una sonrisa. Debo de tener una cara de chiste patética. Creyó que era una broma.
“Venga no te hagas el héroe y no te haré daño”. Caray, me salió igual que en la película Atraco perfecto de Kubrick. Era la primera vez en mi vida que interpretaba el papel de malo. Siempre fui el bueno, o mejor dicho, el imbécil de la familia. Pero ahora soy un bandido. “Venga, dame todo el dinero que tengas y disimula. No mires a nadie. Si intentas algo te abraso con este revólver”. No estoy pensando lo que digo. Me sale automáticamente. Todos los personajes favoritos de mis películas hablan por mí.
Ya sé la cara que pone un hombre cuando piensa que puede morir en los próximos segundos. Es una expresión que parecería normal sino fuera por la mirada de los ojos. Los ojos buscan los míos para adivinar si seré capaz de matarlo. De apretar el gatillo.
Me mira mientras cuenta los billetes. El hombre del abrigo se ha levantado del asiento. Me ha descubierto. Yo lo puedo ver a través de una ventana que refleja toda su imagen. Se acerca a mí mientras se mete la mano en su chaqueta. Ha sacado su pistola de marca Beretta. Es igualita a la que utiliza Keanu Reeves en Matrix.
Se identifica como policía y me pide que suelte la pistola. Me está apuntando. No puedo permitir que este tío me quite ahora mi dinero. Ya estaba haciendo planes. Iba a llevar a los chicos al parque de atracciones. Subiría del supermercado con dos carros cargados hasta arriba de cosas. Leche, galletas, arroz, pan de molde, judías, chorizo... Llevaría a mi mujercita al cine. Hace muchos años que no podemos ir a ver una película.
Me sigue apuntando y no le entiendo muy bien. No le hago caso. Es como si no quisiera oírle. Se está poniendo nervioso. No voy a permitirlo. Tengo que llevarme el dinero.
Hay que hacerlo muy deprisa. Ser más rápido que él. Como en las películas de vaqueros. Cuando Pat Garrett liquidó a Billy el Niño. Billy apenas percibió su final. Su último minuto estaba cerca y él siguió sonriendo hasta que le metieron una bala en la cabeza y otra en el corazón.
Me vuelvo con rapidez hacia el tipo bien vestido y aprieto el gatillo. No llegué a tiempo. Él fue más rápido que yo. Resulta que él es Pat Garret y yo estoy más muerto que Billy el Niño. Esto no estaba planeado.
No pensaba que alguien me iba a disparar. Que me iban a matar en esta mañana tan soleada de invierno. Me duele mucho el pecho. Maldita sea. Apenas puedo respirar. La vista se me está nublando y no quiero soltar el revólver.
Camino hacia la calle con el dinero que puedo coger con una mano. Pierdo los billetes por el camino. Ni siquiera llego a la puerta. Quiero salir. Me estoy cayendo. Me duele el pecho. Me ahogo.
La directora y la señora gritan histéricas. No puedo despedirme de mis hijos. No podré llevarlos jamás al parque de atracciones. Ni a mi mujer al cine. Los niños hoy no comerán galletas. Ya no podré comprar los dos carros del supermercado. Me duele mucho todo el pecho y me estoy asfixiando.
Dios mío. Pat Garret me ha ganado en este duelo. Me muero.
Me han disparado, pero yo soy Billy, Billy el Niño y no puedo morir. Por eso, antes de cerrar los ojos para siempre voy a enfundar mi revólver y abandonaré muy despacio a lomos de mi caballo este poblado tan polvoriento.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA
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