El obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, en su última carta pastoral, titulada Laicismo y religión, he metido el dedo en la herida de una sociedad como la cordobesa –supongo que sucede igual en el resto de España-, que marca una frontera muy clara entre catolicismo militante y catolicismo practicante.
Se ha referido monseñor a la actitud de ciertos católicos –en este caso aquellos que participan del mundo cofrade- que propugnan, al mismo tiempo, la eliminación de todo lo religioso de la vida pública.
No creo que haya quien dude de las bondades de la doctrina de Cristo, recogida en sus diez mandamientos. Son principios asumidos por la inmensa mayoría de las culturas modernas y de las propias religiones.
Otra cosa bien distinta es que la Iglesia Católica, como organización humana que es, cuente con similar número de adhesiones, en función de los vaivenes que ha venido protagonizando a lo largo de su historia.
Singular también lo es que la población española, al igual que sucede con la cordobesa, acuda mayoritariamente al rito del bautismo –en 2010, los bautizados en España representaban el 92 por ciento de la población- cuando, a posteriori, sólo un 29,2 por ciento de ella se considera católica practicante, según un estudio de la empresa Obradoiro de Socioloxia que establecía, así mismo, en un 51,3 por ciento el porcentaje de católicos no practicantes; el de no creyentes en un 8,9 por ciento; el de ateos en el 7,6 por ciento; y el de creyentes de otras religiones, en el 2,1 por ciento.
Datos estos que sería bueno poner en relación con la evolución del número de matrimonios en nuestro país, dado que entre 2000 y 2009, el número de matrimonios católicos descendió más del 50 por ciento, mientras que los matrimonios civiles aumentaron un 80 por ciento, casi duplicando estos últimos en el 2012 a los religiosos.
Por ello, esa disociación que se produce en una sociedad como la nuestra en la que existiendo más de un 80 por ciento de ciudadanos que se declaran católicos –sean o no practicantes- estos lo son más por tradición cultural que por convicción personal, lo que hace muy difícil que la Iglesia encuentre la unanimidad que desea hacia sus postulados.
Estoy convencido, como denuncia monseñor Fernández en su pastoral, que, efectivamente, muchos de los cofrades de nuestra Semana Santa se manifestarán, en otros foros civiles, a favor del laicismo en el marco de las instituciones públicas y no sé si, también, en nuestro sistema educativo. En cualquier caso, el cristianismo no nació unido al poder político sino con una muy clara separación del mismo, explicitada por Cristo al marcar las diferencias entre Dios y el César.
Por ello, que la Iglesia Católica, del mismo modo que debiera ocurrir con el resto de las Iglesias –el Islam se mueve en el círculo de lo político hasta límites extremos-, habría de dirigir sus esfuerzos no tanto a la búsqueda de complicidades públicas, como a la captación de apoyos individuales a través de un desarrollo ilusionante de la doctrina cristiana y la adaptación de sus mecanismos orgánicos y de relación con la sociedad a las demandas reales de esta.
La necesidad de espiritualidad en una sociedad cada vez más materialista e impersonal como la nuestra resulta evidente. Pero también el espíritu tiene matices y ha de corresponder a quienes se ocupan de él el abordarlo de forma adecuada.
Tal vez en ello no esté acertando la Iglesia Católica y, tal vez por ello, y aunque parezca una contradicción, debiera hacerse más laica, menos litúrgica, para poder contactar en un plano de mayor cercanía y confianza con quienes diciéndose "católicos" se reconocen "no practicantes".
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No creo que haya quien dude de las bondades de la doctrina de Cristo, recogida en sus diez mandamientos. Son principios asumidos por la inmensa mayoría de las culturas modernas y de las propias religiones.
Otra cosa bien distinta es que la Iglesia Católica, como organización humana que es, cuente con similar número de adhesiones, en función de los vaivenes que ha venido protagonizando a lo largo de su historia.
Singular también lo es que la población española, al igual que sucede con la cordobesa, acuda mayoritariamente al rito del bautismo –en 2010, los bautizados en España representaban el 92 por ciento de la población- cuando, a posteriori, sólo un 29,2 por ciento de ella se considera católica practicante, según un estudio de la empresa Obradoiro de Socioloxia que establecía, así mismo, en un 51,3 por ciento el porcentaje de católicos no practicantes; el de no creyentes en un 8,9 por ciento; el de ateos en el 7,6 por ciento; y el de creyentes de otras religiones, en el 2,1 por ciento.
Datos estos que sería bueno poner en relación con la evolución del número de matrimonios en nuestro país, dado que entre 2000 y 2009, el número de matrimonios católicos descendió más del 50 por ciento, mientras que los matrimonios civiles aumentaron un 80 por ciento, casi duplicando estos últimos en el 2012 a los religiosos.
Por ello, esa disociación que se produce en una sociedad como la nuestra en la que existiendo más de un 80 por ciento de ciudadanos que se declaran católicos –sean o no practicantes- estos lo son más por tradición cultural que por convicción personal, lo que hace muy difícil que la Iglesia encuentre la unanimidad que desea hacia sus postulados.
Estoy convencido, como denuncia monseñor Fernández en su pastoral, que, efectivamente, muchos de los cofrades de nuestra Semana Santa se manifestarán, en otros foros civiles, a favor del laicismo en el marco de las instituciones públicas y no sé si, también, en nuestro sistema educativo. En cualquier caso, el cristianismo no nació unido al poder político sino con una muy clara separación del mismo, explicitada por Cristo al marcar las diferencias entre Dios y el César.
Por ello, que la Iglesia Católica, del mismo modo que debiera ocurrir con el resto de las Iglesias –el Islam se mueve en el círculo de lo político hasta límites extremos-, habría de dirigir sus esfuerzos no tanto a la búsqueda de complicidades públicas, como a la captación de apoyos individuales a través de un desarrollo ilusionante de la doctrina cristiana y la adaptación de sus mecanismos orgánicos y de relación con la sociedad a las demandas reales de esta.
La necesidad de espiritualidad en una sociedad cada vez más materialista e impersonal como la nuestra resulta evidente. Pero también el espíritu tiene matices y ha de corresponder a quienes se ocupan de él el abordarlo de forma adecuada.
Tal vez en ello no esté acertando la Iglesia Católica y, tal vez por ello, y aunque parezca una contradicción, debiera hacerse más laica, menos litúrgica, para poder contactar en un plano de mayor cercanía y confianza con quienes diciéndose "católicos" se reconocen "no practicantes".
ENRIQUE BELLIDO