Tenía ciertos aires de chulo de barrio pijo que le conferían unas injustificadas dosis de autosuficiencia y complacencia personal. Marcaba tendencia allá por donde pisaba o, al menos, eso pretendía, presumiendo en todo momento de haber creado un estilo de vida sobre elevado respecto a la mundana población que tenía la suerte de compartir barrio, ciudad y país con él.
Nunca tuvo suficiente con el ático en pleno barrio de Salamanca que sus acaudalados padres le regalaron una vez hubo alcanzado la mayoría de edad, de modo que con unos ahorros más debidos a las generosas pagas semanales de adolescente que al salario de un trabajo que nunca realizó, mandó que le construyeran un sobreático a modo de coqueta suite personal.
Las frecuentes horas que su inactividad laboral le procuraba solía invertirlas en uno de los gimnasios más populares de la ciudad. Esta sobre inversión calórica diaria solía compensarla con una última comida diaria después de la cena a la que tuvo a bien bautizar como sobrecena a la vez que se vanagloriaba de ser uno de los pocos mortales que podían permitirse tamaño exceso dietético.
Conocido, como lo era, por su impecable imagen personal, objeto de pregunta en las muchas entrevistas que le realizaron en la hueca prensa rosa, siempre achacó su gentil donaire a la sobreducha que se daba, diariamente, después de haberse secado de la ducha, única medida de higiene corporal completa a la que nos veíamos recluidos los del populacho.
Con semejante biografía, nadie se extrañó de que el día que aquel juez parcial y descarado lo acusó de cobrar ilícitamente sobresueldos, saliera a la palestra a defenderse de tales acusaciones argumentando que, para él y el resto de sus compañeros, era normal este sobre aporte económico mensual en concepto de, por qué no, indemnización por el ejercicio de cargo público. Sus allegados comentaron que esperó sin sobresaltos el sobreseimiento del caso.
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Nunca tuvo suficiente con el ático en pleno barrio de Salamanca que sus acaudalados padres le regalaron una vez hubo alcanzado la mayoría de edad, de modo que con unos ahorros más debidos a las generosas pagas semanales de adolescente que al salario de un trabajo que nunca realizó, mandó que le construyeran un sobreático a modo de coqueta suite personal.
Las frecuentes horas que su inactividad laboral le procuraba solía invertirlas en uno de los gimnasios más populares de la ciudad. Esta sobre inversión calórica diaria solía compensarla con una última comida diaria después de la cena a la que tuvo a bien bautizar como sobrecena a la vez que se vanagloriaba de ser uno de los pocos mortales que podían permitirse tamaño exceso dietético.
Conocido, como lo era, por su impecable imagen personal, objeto de pregunta en las muchas entrevistas que le realizaron en la hueca prensa rosa, siempre achacó su gentil donaire a la sobreducha que se daba, diariamente, después de haberse secado de la ducha, única medida de higiene corporal completa a la que nos veíamos recluidos los del populacho.
Con semejante biografía, nadie se extrañó de que el día que aquel juez parcial y descarado lo acusó de cobrar ilícitamente sobresueldos, saliera a la palestra a defenderse de tales acusaciones argumentando que, para él y el resto de sus compañeros, era normal este sobre aporte económico mensual en concepto de, por qué no, indemnización por el ejercicio de cargo público. Sus allegados comentaron que esperó sin sobresaltos el sobreseimiento del caso.
PABLO POÓ