A lo largo de la Historia ha habido grandes hombres (pensadores, científicos, políticos, legisladores…) que han sabido en su momento enfrentarse solos a los prejuicios sociales establecidos y defender con firmeza sus ideas, a pesar de sentir los inconvenientes de la soledad, del ostracismo o, incluso, la muerte.
Se me viene en estos momentos algunos nombres, como pudieran ser los de Sócrates, Galileo o Darwin, que, tras la dura oposición de los poderosos de su época fueron capaces de alumbrar el camino de las futuras generaciones, fuera en el campo de la moral, del pensamiento o de las ideas científicas.
Por ejemplo, Sócrates rompía con las ideas establecidas en la Atenas clásica cuando defendía que era cada persona la que tenía que pensar por sí mismo para encontrar la verdad, y establecía que de la duda o la incertidumbre era posible salir a través del debate con los que sostenían ideas opuestas, por lo que había que escuchar a todos para poder llegar a cierto criterio de verdad. Estaba tan convencido de ello, que no le importó pagar con su vida la defensa de esos principios en los que creía.
Galileo, por su parte, salvó el pellejo a última hora cuando se dio cuenta de que le esperaba nada menos que el Tribunal de la Santa Inquisición que le iba a juzgar por herejía al sostener que no era la Tierra el centro del Universo, sino que esta giraba alrededor del Sol y que, por lo tanto, se movía.
En el siglo diecinueve, Charles Darwin planteó que el ser humano procedía, nada más y nada menos, que de especies inferiores. Su obra El origen de las especies fue un auténtico bombazo para los que sostenían que el ser humano (que apoyaban que tenía alma) y los animales (que carecían de ella) no tenían ninguna relación entre sí. Por otro lado, defendía que el desarrollo de las especies se producía a través de la lucha por la supervivencia, de manera que sobrevivían los más aptos y aquellos que sabían adaptarse al medio.
Pues bien, en nuestros días hay una mente privilegiada, un auténtico genio, que se ha propuesto, contra viento y marea (especialmente “la verde”), llevar a cabo una auténtica revolución social que ponga las cosas en orden. Él solito ha pensado que había que hacer una reforma educativa, pues lo que había en España era insostenible.
Nos referimos a José Ignacio Wert, una mente verdaderamente científica, que defiende los principios darwinianos de que en la sociedad hay ricos y pobres, listos y tontos. Los primeros son los que trabajan duramente, los que compiten y, en consecuencia, los que triunfan, porque sus mayores coeficientes mentales son superiores y esa superioridad ya está inscrita en sus propios ADN que transmiten a sus descendientes.
Los otros, los pobres y los tontos, por desgracia, son apáticos, indolentes, carentes de imaginación y de iniciativa, siendo incapaces de sobrevivir por sus propios medios. Además, siguiendo el principio de la lucha por la supervivencia, están destinados a desaparecer o a realizar trabajos inferiores, bajo la iniciativa, claro está, de los más inteligentes.
Todo esto, que está tan claro como la ley de la gravedad que nos anunciara Newton, es lo que el ministro Wert quiere llevar adelante, en contra de todos aquellos que defienden ese principio de “igualdad de oportunidades” que, a fin de cuentas, es tirar el dinero, puesto que como nos dice El Roto en su viñeta, ya estudian los hijos de los ricos y poderosos, es decir, los inteligentes, ¿para qué quieren hacerlo los inútiles?
También el ministro Wert ha querido pasar a la Historia como lo hicieron los grandes hombres, que tras muchos años de investigación planteaban ciertos principios que acababan siendo leyes científicas. Como no podía ser menos, y tras mucho pensar, él se ha sacado de la manga la Lomce, también conocida como Ley Wert.
A pesar de que profesores, padres y madres, estudiantes, rectores, alumnos que recogen sus mejores diplomas o, por ejemplo, asistentes a conciertos en el Teatro Real, no le saludan, no le miran, le silban, le recriminan, le dicen que no quieren esa ley… él va a lo suyo, pues como todo genio, a pesar de lo digan los que defienden a los vagos e inútiles, tiene la razón.
Pero como en este país la gente no se entera de nada, el Gobierno, siguiendo los postulados que ya anunciara Joseph Goebbels, ha emprendido una campaña publicitaria para hacer un buen lavado de cerebro, a ver si es posible que todo ese gentío comulgue con ruedas de molino.
Y es que, como todos los genios, Wert es un gran incomprendido y siente el inmenso frío de la soledad, del desamor de todos esos que no quieren aceptar sus principios. Ya nos decía el escritor Fernando Arrabal que “él escribía para que la gente le quisiera”. Quizás, y en el fondo, todos hacemos las cosas para que nos quieran un poco.
Llegados a este punto, uno tiene que hacerse la pregunta que encabeza el artículo: ¿Es que no hay nadie que quiera al ministro Wert? ¿Somos tan duros de corazón que no estamos dispuestos ni siquiera a aceptar ese 6,5 para las becas de la Universidad? ¿Está entonces condenado al ostracismo y la soledad como aconteció con tantos y tantos a lo largo de la Historia?
Quizás estemos tentados a pensar que con ese pequeñísimo 1,7 que recibe de puntuación sobre diez en las encuestas del CIS es la persona más sola de esta piel de toro, la que no recoge ni un ápice de simpatía de la gente, la que no recibe ni una sola gota de aliento.
Pero no es verdad. Hay alguien que está incondicionalmente a su lado. No nos hemos enterado que cuenta con el amor y el cariño de monseñor Rouco Varela, que le ayuda, le anima y le sirve de guía espiritual para sobrellevar esta travesía del desierto a la que se ve sometido. Y para que no desfallezca, ahora le pide que también en el Bachillerato la religión sea una asignatura obligatoria. ¿Hay alguien que le pueda dar mayor amor, paz y comprensión a cambio de nada?
Si lo desea, puede compartir este contenido: Se me viene en estos momentos algunos nombres, como pudieran ser los de Sócrates, Galileo o Darwin, que, tras la dura oposición de los poderosos de su época fueron capaces de alumbrar el camino de las futuras generaciones, fuera en el campo de la moral, del pensamiento o de las ideas científicas.
Por ejemplo, Sócrates rompía con las ideas establecidas en la Atenas clásica cuando defendía que era cada persona la que tenía que pensar por sí mismo para encontrar la verdad, y establecía que de la duda o la incertidumbre era posible salir a través del debate con los que sostenían ideas opuestas, por lo que había que escuchar a todos para poder llegar a cierto criterio de verdad. Estaba tan convencido de ello, que no le importó pagar con su vida la defensa de esos principios en los que creía.
Galileo, por su parte, salvó el pellejo a última hora cuando se dio cuenta de que le esperaba nada menos que el Tribunal de la Santa Inquisición que le iba a juzgar por herejía al sostener que no era la Tierra el centro del Universo, sino que esta giraba alrededor del Sol y que, por lo tanto, se movía.
En el siglo diecinueve, Charles Darwin planteó que el ser humano procedía, nada más y nada menos, que de especies inferiores. Su obra El origen de las especies fue un auténtico bombazo para los que sostenían que el ser humano (que apoyaban que tenía alma) y los animales (que carecían de ella) no tenían ninguna relación entre sí. Por otro lado, defendía que el desarrollo de las especies se producía a través de la lucha por la supervivencia, de manera que sobrevivían los más aptos y aquellos que sabían adaptarse al medio.
Pues bien, en nuestros días hay una mente privilegiada, un auténtico genio, que se ha propuesto, contra viento y marea (especialmente “la verde”), llevar a cabo una auténtica revolución social que ponga las cosas en orden. Él solito ha pensado que había que hacer una reforma educativa, pues lo que había en España era insostenible.
Nos referimos a José Ignacio Wert, una mente verdaderamente científica, que defiende los principios darwinianos de que en la sociedad hay ricos y pobres, listos y tontos. Los primeros son los que trabajan duramente, los que compiten y, en consecuencia, los que triunfan, porque sus mayores coeficientes mentales son superiores y esa superioridad ya está inscrita en sus propios ADN que transmiten a sus descendientes.
Los otros, los pobres y los tontos, por desgracia, son apáticos, indolentes, carentes de imaginación y de iniciativa, siendo incapaces de sobrevivir por sus propios medios. Además, siguiendo el principio de la lucha por la supervivencia, están destinados a desaparecer o a realizar trabajos inferiores, bajo la iniciativa, claro está, de los más inteligentes.
Todo esto, que está tan claro como la ley de la gravedad que nos anunciara Newton, es lo que el ministro Wert quiere llevar adelante, en contra de todos aquellos que defienden ese principio de “igualdad de oportunidades” que, a fin de cuentas, es tirar el dinero, puesto que como nos dice El Roto en su viñeta, ya estudian los hijos de los ricos y poderosos, es decir, los inteligentes, ¿para qué quieren hacerlo los inútiles?
También el ministro Wert ha querido pasar a la Historia como lo hicieron los grandes hombres, que tras muchos años de investigación planteaban ciertos principios que acababan siendo leyes científicas. Como no podía ser menos, y tras mucho pensar, él se ha sacado de la manga la Lomce, también conocida como Ley Wert.
A pesar de que profesores, padres y madres, estudiantes, rectores, alumnos que recogen sus mejores diplomas o, por ejemplo, asistentes a conciertos en el Teatro Real, no le saludan, no le miran, le silban, le recriminan, le dicen que no quieren esa ley… él va a lo suyo, pues como todo genio, a pesar de lo digan los que defienden a los vagos e inútiles, tiene la razón.
Pero como en este país la gente no se entera de nada, el Gobierno, siguiendo los postulados que ya anunciara Joseph Goebbels, ha emprendido una campaña publicitaria para hacer un buen lavado de cerebro, a ver si es posible que todo ese gentío comulgue con ruedas de molino.
Y es que, como todos los genios, Wert es un gran incomprendido y siente el inmenso frío de la soledad, del desamor de todos esos que no quieren aceptar sus principios. Ya nos decía el escritor Fernando Arrabal que “él escribía para que la gente le quisiera”. Quizás, y en el fondo, todos hacemos las cosas para que nos quieran un poco.
Llegados a este punto, uno tiene que hacerse la pregunta que encabeza el artículo: ¿Es que no hay nadie que quiera al ministro Wert? ¿Somos tan duros de corazón que no estamos dispuestos ni siquiera a aceptar ese 6,5 para las becas de la Universidad? ¿Está entonces condenado al ostracismo y la soledad como aconteció con tantos y tantos a lo largo de la Historia?
Quizás estemos tentados a pensar que con ese pequeñísimo 1,7 que recibe de puntuación sobre diez en las encuestas del CIS es la persona más sola de esta piel de toro, la que no recoge ni un ápice de simpatía de la gente, la que no recibe ni una sola gota de aliento.
Pero no es verdad. Hay alguien que está incondicionalmente a su lado. No nos hemos enterado que cuenta con el amor y el cariño de monseñor Rouco Varela, que le ayuda, le anima y le sirve de guía espiritual para sobrellevar esta travesía del desierto a la que se ve sometido. Y para que no desfallezca, ahora le pide que también en el Bachillerato la religión sea una asignatura obligatoria. ¿Hay alguien que le pueda dar mayor amor, paz y comprensión a cambio de nada?
AURELIANO SÁINZ