Hay un libro que nunca he podido terminar, porque el dolor me ha podido más que la necesidad de alcanzar la última página. Hablo del informe sobre los desaparecidos de Argentina, más conocido como Informe Sabato. Una sucesión inabarcable de desatinos y estricta en sus descripciones sobre la tortura y el crimen en aquel país hermano.
Hace unos días murió Jorge Rafael Videla, y quería haber escrito unas líneas sobre este hijo de puta que falleció a los 87 años en la cárcel del municipio argentino de Marco Paz, a 50 kilómetros de Buenos Aires. Nunca se arrepintió de los crímenes que cometió u ordenó que otros cometieran, ni durante los diez años que sufrió arresto domiciliario ni durante los otros diez que estuvo encarcelado.
Más de 30.000 personas desaparecieron, más de 400 bebés robados en los centros de torturas y un periodo de terror que presidió con mano de hierro y teñida de sangre entre 1976 y 1983. No estuvo solo en el poder. Le apoyaron el poder económico y financiero, y la Iglesia católica, que bendijo la represión en esa curiosamente llamada “cruzada por la fe”.
Era católico, y tuvo la oportunidad, en este largo periodo de tiempo, de haberse arrepentido, de haber borrado públicamente su culpa ante su pueblo y de haber perdido perdón por la sangre derramada. No lo hizo. La Iglesia, tampoco. También ocurrió en España. A fin de cuentas, somos hermanos de leche.
Cuesta entender que estos fascistas de mierda comulguen y que la hostia no se les atragante en la garganta. Y cuesta entender que la Iglesia dé la comunión a estos asesinos irredentos, incapaces de arrepentirse de sus propios pecados.
De qué materia están hechos estos pobres hombres que, vulnerando la letra pequeña de sus mismos anatemas, matan en nombre de ese mismo dios que, si es como ellos dicen que es, estará temblando, escondido detrás de cualquier nube, por miedo a la furia del general, por miedo de que implante a escala el infierno en los álamos puros y tiernos del paraíso que no existe.
Murió sin arrepentirse. Lo pienso y me pongo a temblar.
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Más de 30.000 personas desaparecieron, más de 400 bebés robados en los centros de torturas y un periodo de terror que presidió con mano de hierro y teñida de sangre entre 1976 y 1983. No estuvo solo en el poder. Le apoyaron el poder económico y financiero, y la Iglesia católica, que bendijo la represión en esa curiosamente llamada “cruzada por la fe”.
Era católico, y tuvo la oportunidad, en este largo periodo de tiempo, de haberse arrepentido, de haber borrado públicamente su culpa ante su pueblo y de haber perdido perdón por la sangre derramada. No lo hizo. La Iglesia, tampoco. También ocurrió en España. A fin de cuentas, somos hermanos de leche.
Cuesta entender que estos fascistas de mierda comulguen y que la hostia no se les atragante en la garganta. Y cuesta entender que la Iglesia dé la comunión a estos asesinos irredentos, incapaces de arrepentirse de sus propios pecados.
De qué materia están hechos estos pobres hombres que, vulnerando la letra pequeña de sus mismos anatemas, matan en nombre de ese mismo dios que, si es como ellos dicen que es, estará temblando, escondido detrás de cualquier nube, por miedo a la furia del general, por miedo de que implante a escala el infierno en los álamos puros y tiernos del paraíso que no existe.
Murió sin arrepentirse. Lo pienso y me pongo a temblar.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO