Reconozco que estoy cansado. De leer artículos negros, desesperanzados, donde todos los políticos son malos, todos los ciudadanos ejemplares y cualquier posibilidad de construir otro modelo económico es escondida para no estropear un posible Trending Topic. Sí, estoy cansado de que la izquierda triste haga horas extras en las redes sociales para compartir fotografías de un país que se desmorona, de ciudadanos apaleados por la Policía o de víctimas de la crisis que son exhibidas como un trofeo de caza y que únicamente sirven para la alegría de los tristes.
Estoy cansado del lenguaje de la izquierda triste que, cómodamente, ha dimitido de encontrar un marco ganador para hacer frente a tanta maldad ideológica escondida en un falso objetivo de déficit, rediseñado a cambio de subir impuestos o de privatizar los sistemas de pensiones públicos.
Me sé todos los enemigos de esta crisis, conozco al dedillo todos los eslóganes facilones. Podría enumerar un catálogo de proclamas que comienzan por “no” y hasta sería capaz de elaborar un censo de militantes de la izquierda triste. Me sé la vida y milagros de todos los héroes que la indignación ha catapultado a la fama por decir “verdades como puños” que repiten cada día todos los presidentes de barra de bar.
Sufrimos de superávit de imágenes virales que hablan de los sueldos de los políticos, de los coches oficiales o de cuánto cuesta un gin tonic en el bar del Congreso de los Diputados. Material publicado por los diarios que han encontrado su rentabilidad en la izquierda triste y que lo usan como entretenimiento para que pensemos que el dinero que necesitamos está en el bar del Congreso, y no en los paraísos fiscales, donde duermen 550.000 millones de euros de origen español, la mitad del PIB español.
Echo de menos una izquierda alegre, intelectualmente honesta, con vocación de aspirar a algo más que a ir detrás de la pancarta y con un programa de gobierno, no para derrocar a la troika, al capitalismo o al PP –que también-, sino para inspirar ilusión y ganar la dignidad, la equidad y los sueños que esta crisis ideológica nos está robando en un vehículo que viaja a más velocidad que los coches oficiales.
Estoy cansado de que la izquierda se diga a sí misma “izquierda alternativa”, como si existiera otra izquierda; me desespera que la izquierda no sea capaz de señalar el camino de salida a la crisis, que existe; porque no es una maldición divina que tengamos que empobrecernos ni exiliarnos para salvar España en detrimento de sus ciudadanos.
Los tristes de izquierda usan los eslóganes que el anarcocapitalismo quiere que usemos: todos los políticos son iguales, no hay posibilidad de cambio, todos los políticos cambian cuando llegan al poder, la culpa de la crisis es de los coches oficiales, del número de diputados autonómicos o de las comunidades autónomas despilfarradoras –a pesar de que el 70 por ciento de la deuda española está manos del Estado y no de las autonomías-.
La izquierda, lejos de haber encontrado un marco ganador de mayorías, sigue anclada en su dinámica minoritaria en la que toda alternativa se reduce a un eslogan precedido de un “no”, que corea un triste que está encantado de que la tristeza se haya convertido en mayoría absoluta y absolutista.
Nos hemos indignado, hemos resistido mejor o peor los embates, hemos coreado eslóganes y hemos sacado la pancarta, pero ya no es suficiente, aunque la pancarta siga siendo una tarea noble e imprescindible. Necesitamos construir, aspirar a ser mayoría, a ganar las elecciones para que el mejor escrache que le hagamos al neoliberalismo sea un proceso constituyente que democratice el sector financiero, las empresas españolas, los impuestos, los partidos políticos, el patrimonio ecológico, la Unión Europea, la Sanidad, la Educación y todos los agujeros negros a los que la izquierda triste señala sin mirar qué levantar el día después de derribar todo lo que nos estorba. Ningún triste gana elecciones. Ni convence, ni persuade, ni logra cambiar el mundo.
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Me sé todos los enemigos de esta crisis, conozco al dedillo todos los eslóganes facilones. Podría enumerar un catálogo de proclamas que comienzan por “no” y hasta sería capaz de elaborar un censo de militantes de la izquierda triste. Me sé la vida y milagros de todos los héroes que la indignación ha catapultado a la fama por decir “verdades como puños” que repiten cada día todos los presidentes de barra de bar.
Sufrimos de superávit de imágenes virales que hablan de los sueldos de los políticos, de los coches oficiales o de cuánto cuesta un gin tonic en el bar del Congreso de los Diputados. Material publicado por los diarios que han encontrado su rentabilidad en la izquierda triste y que lo usan como entretenimiento para que pensemos que el dinero que necesitamos está en el bar del Congreso, y no en los paraísos fiscales, donde duermen 550.000 millones de euros de origen español, la mitad del PIB español.
Echo de menos una izquierda alegre, intelectualmente honesta, con vocación de aspirar a algo más que a ir detrás de la pancarta y con un programa de gobierno, no para derrocar a la troika, al capitalismo o al PP –que también-, sino para inspirar ilusión y ganar la dignidad, la equidad y los sueños que esta crisis ideológica nos está robando en un vehículo que viaja a más velocidad que los coches oficiales.
Estoy cansado de que la izquierda se diga a sí misma “izquierda alternativa”, como si existiera otra izquierda; me desespera que la izquierda no sea capaz de señalar el camino de salida a la crisis, que existe; porque no es una maldición divina que tengamos que empobrecernos ni exiliarnos para salvar España en detrimento de sus ciudadanos.
Los tristes de izquierda usan los eslóganes que el anarcocapitalismo quiere que usemos: todos los políticos son iguales, no hay posibilidad de cambio, todos los políticos cambian cuando llegan al poder, la culpa de la crisis es de los coches oficiales, del número de diputados autonómicos o de las comunidades autónomas despilfarradoras –a pesar de que el 70 por ciento de la deuda española está manos del Estado y no de las autonomías-.
La izquierda, lejos de haber encontrado un marco ganador de mayorías, sigue anclada en su dinámica minoritaria en la que toda alternativa se reduce a un eslogan precedido de un “no”, que corea un triste que está encantado de que la tristeza se haya convertido en mayoría absoluta y absolutista.
Nos hemos indignado, hemos resistido mejor o peor los embates, hemos coreado eslóganes y hemos sacado la pancarta, pero ya no es suficiente, aunque la pancarta siga siendo una tarea noble e imprescindible. Necesitamos construir, aspirar a ser mayoría, a ganar las elecciones para que el mejor escrache que le hagamos al neoliberalismo sea un proceso constituyente que democratice el sector financiero, las empresas españolas, los impuestos, los partidos políticos, el patrimonio ecológico, la Unión Europea, la Sanidad, la Educación y todos los agujeros negros a los que la izquierda triste señala sin mirar qué levantar el día después de derribar todo lo que nos estorba. Ningún triste gana elecciones. Ni convence, ni persuade, ni logra cambiar el mundo.
RAÚL SOLÍS