La polémica desatada por la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), más conocida como "Ley Wert", ha vuelto a enfrentar a la sociedad española en un debate antiguo pero polémico: las relaciones Iglesia-Estado. Unas relaciones no carentes de mitos, confusiones y malentendidos, que llevan a plantear el modelo confesional del estado español.
Una de las críticas clásicas a las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica es que se pone a la confesión católica por encima del resto. Aunque cierta, esta afirmación es algo inexacta. Ciertamente, la religión católica tiene unos privilegios que las demás religiones difícilmente pueden llegar a tener. Pero no es la confesión católica la que cuenta con esos privilegios –ya que sería inconstitucional- sino el Estado de la Ciudad del Vaticano.
Por tanto, para entender las relaciones entre la Iglesia y el Estado es esencial comprender que no es la relación entre una religión y un Estado, sino entre dos estados soberanos reconocidos a nivel internacional. La Nunciatura Apostólica vendría a ser la "embajada" de este Estado. La Conferencia Episcopal es el máximo órgano de gobierno del clero en España y, por tanto, un importante grupo de presión, pero no es la encargada de mediar en las relaciones entre España y la Santa Sede.
La pregunta es la causa por la que existe una relación especial con el Estado de la Ciudad del Vaticano. La respuesta que dieron las autoridades en su momento se encuentra en el primero de los acuerdos con la Santa Sede: “Dado que el Estado español recogió en sus leyes la libertad religiosa, fundado en la dignidad de la persona humana (Ley de 1 de julio de 1967), y reconoció en su mismo ordenamiento que debe haber normas adecuadas al hecho de que la mayoría del pueblo español profesa la Religión Católica, juzga necesario regular mediante Acuerdos específicos las materias de interés común que en las nuevas circunstancias surgidas después de la firma del Concordato de 27 de agosto de 1953 requieren una nueva reglamentación”. Una justificación que en la época pareció suficiente al gobierno preconstitucional de Adolfo Suárez.
Dicho lo anterior, conviene comprender el contexto en el que se tomaron dichos acuerdos. La ruptura no era ni buscada ni deseada en un momento en el que España bailaba entre una democracia o un complejo retorno desde la "dictablanda" a la dictadura más reaccionaria. Una situación difícilmente salvable sin un mínimo apoyo de la Iglesia Católica. Todo ello en un país definido por Menéndez Pelayo como “Luz de Trento, martillo de herejes, espada de Roma”. Una definición ya no aplicable a 1976, pero que sí lo había sido poco tiempo atrás.
Durante el régimen nacionalcatólico de Francisco Franco prevaleció en España el mencionado Concordato de 1953, que regulaba las relaciones entre ambas instituciones, partiendo de la base de que la religión católica era la confesión oficial del Estado.
Tras el fallecimiento del dictador, se hizo necesario el replanteamiento de estas relaciones “a la vista del profundo proceso de transformación que la sociedad española ha experimentado en estos últimos años aun en lo que concierne a las relaciones entre la comunidad política y las confesiones religiosas y entre la Iglesia Católica y el Estado”.
La regulación de estas relaciones no podía esperar a la aprobación de la Carta Magna de 1978, por lo que Marcelino Oreja Aguirre, ministro de Asuntos Exteriores, empezó las negociaciones con el cardenal Jean-Marie Villot en 1976. Así, en julio de este año se llega al primero de los cinco acuerdos que regulan las relaciones Iglesia-Estado en la actualidad.
El primer acuerdo sienta las bases de las futuras relaciones y las justifica. En cuanto a su contenido, que se dispone en dos artículos, se centra en la no intervención del Estado en los asuntos de la Iglesia española, reservándose para sí el derecho a nombrar cargos eclesiásticos, si bien acepta que el Estado tenga conocimiento previo de estas designaciones. Más poder se le deja al Estado para escoger al vicario general castrense, que ha de salir de una terna de nombres elaborada en conjunto por el Ministerio de Asuntos Exteriores y la Santa Sede, si bien la última palabra es de la Iglesia.
El resto de acuerdos se toman en 1979, aunque cuentan con los mismos protagonistas. El segundo es un acuerdo sobre asuntos jurídicos y trata de toda una serie de concesiones que el Estado realiza en favor de la Iglesia Católica, entre las cuales destacan el reconocimiento de la Conferencia Episcopal; la inviolabilidad por parte del Estado de los archivos y documentos eclesiásticos; el reconocimiento de los días festivos; la cooperación para actos de beneficencia o asistencia; la facultad para que las bodas religiosas puedan constar en el registro civil y otras disposiciones básicas.
El tercer acuerdo viene a tratar del papel de la Iglesia en el sector educativo y cultural. Así, la asignatura de religión se mantiene en las escuelas a través del artículo II de este pacto:”Por respeto a la libertad de conciencia, dicha enseñanza no tendrá carácter obligatorio para los alumnos. Se garantiza, sin embargo, el derecho a recibirla”.
En cambio, a diferencia de otros países, donde el Estado impone los contenidos: “A la Jerarquía eclesiástica corresponde señalar los contenidos de la enseñanza y formación religiosa católica, así como proponer los libros de texto y material didáctico relativos a dicha enseñanza y formación”. Ahora bien, el Ministerio de Educación se reserva el derecho a adecuar estos privilegios a un marco normativo.
El cuarto acuerdo viene a referirse a la relación de la Iglesia con las Fuerzas Armadas. En este caso, en un momento en el que el Servicio Militar era obligatorio, se hace una excepción, manteniéndose ese antiguo privilegio: “A fin de asegurar la debida atención pastoral del pueblo, se exceptúan del cumplimiento de las obligaciones militares, en toda circunstancia, los obispos y asimilados en derecho”.
Finalmente, el quinto acuerdo viene a referirse a una de las cuestiones más espinosas: el tema económico. Así, el Estado deja claro que no puede darle las cuantías que daba en el pasado, pero reconoce la necesidad de llegar a un acuerdo: “Por una parte, el Estado no puede ni desconocer ni prolongar indefinidamente obligaciones jurídicas contraídas en el pasado. Por otra parte, dado el espíritu que informa las relaciones entre Iglesia y Estado, en España resulta necesario dar nuevo sentido tanto a los títulos de la aportación económica como al sistema según el cual dicha aportación se lleve a cabo”.
Así, en su artículo II, apartado 1, la Iglesia consigue el apoyo económico que reclamaba: “El Estado se compromete a colaborar con la Iglesia católica en la consecución de su adecuado sostenimiento económico, con respeto absoluto del principio de libertad religiosa”.
Estos son algunos de los principales puntos de los cinco acuerdos que derogaron en la práctica al Concordato de 1953. Unos acuerdos manifiestamente favorables para la Iglesia, pero bastante restrictivas si se tiene en cuenta los antecedentes de este país.
Su posible modificación o derogación ha sido objeto de debate desde entonces, aunque hay que comprender que no sería, por tanto, la modificación de unas concesiones, sino de un acuerdo internacional, con sus lógicas implicaciones en la política exterior de nuestro país.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Una de las críticas clásicas a las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica es que se pone a la confesión católica por encima del resto. Aunque cierta, esta afirmación es algo inexacta. Ciertamente, la religión católica tiene unos privilegios que las demás religiones difícilmente pueden llegar a tener. Pero no es la confesión católica la que cuenta con esos privilegios –ya que sería inconstitucional- sino el Estado de la Ciudad del Vaticano.
Por tanto, para entender las relaciones entre la Iglesia y el Estado es esencial comprender que no es la relación entre una religión y un Estado, sino entre dos estados soberanos reconocidos a nivel internacional. La Nunciatura Apostólica vendría a ser la "embajada" de este Estado. La Conferencia Episcopal es el máximo órgano de gobierno del clero en España y, por tanto, un importante grupo de presión, pero no es la encargada de mediar en las relaciones entre España y la Santa Sede.
La pregunta es la causa por la que existe una relación especial con el Estado de la Ciudad del Vaticano. La respuesta que dieron las autoridades en su momento se encuentra en el primero de los acuerdos con la Santa Sede: “Dado que el Estado español recogió en sus leyes la libertad religiosa, fundado en la dignidad de la persona humana (Ley de 1 de julio de 1967), y reconoció en su mismo ordenamiento que debe haber normas adecuadas al hecho de que la mayoría del pueblo español profesa la Religión Católica, juzga necesario regular mediante Acuerdos específicos las materias de interés común que en las nuevas circunstancias surgidas después de la firma del Concordato de 27 de agosto de 1953 requieren una nueva reglamentación”. Una justificación que en la época pareció suficiente al gobierno preconstitucional de Adolfo Suárez.
Dicho lo anterior, conviene comprender el contexto en el que se tomaron dichos acuerdos. La ruptura no era ni buscada ni deseada en un momento en el que España bailaba entre una democracia o un complejo retorno desde la "dictablanda" a la dictadura más reaccionaria. Una situación difícilmente salvable sin un mínimo apoyo de la Iglesia Católica. Todo ello en un país definido por Menéndez Pelayo como “Luz de Trento, martillo de herejes, espada de Roma”. Una definición ya no aplicable a 1976, pero que sí lo había sido poco tiempo atrás.
Durante el régimen nacionalcatólico de Francisco Franco prevaleció en España el mencionado Concordato de 1953, que regulaba las relaciones entre ambas instituciones, partiendo de la base de que la religión católica era la confesión oficial del Estado.
Tras el fallecimiento del dictador, se hizo necesario el replanteamiento de estas relaciones “a la vista del profundo proceso de transformación que la sociedad española ha experimentado en estos últimos años aun en lo que concierne a las relaciones entre la comunidad política y las confesiones religiosas y entre la Iglesia Católica y el Estado”.
La regulación de estas relaciones no podía esperar a la aprobación de la Carta Magna de 1978, por lo que Marcelino Oreja Aguirre, ministro de Asuntos Exteriores, empezó las negociaciones con el cardenal Jean-Marie Villot en 1976. Así, en julio de este año se llega al primero de los cinco acuerdos que regulan las relaciones Iglesia-Estado en la actualidad.
El primer acuerdo sienta las bases de las futuras relaciones y las justifica. En cuanto a su contenido, que se dispone en dos artículos, se centra en la no intervención del Estado en los asuntos de la Iglesia española, reservándose para sí el derecho a nombrar cargos eclesiásticos, si bien acepta que el Estado tenga conocimiento previo de estas designaciones. Más poder se le deja al Estado para escoger al vicario general castrense, que ha de salir de una terna de nombres elaborada en conjunto por el Ministerio de Asuntos Exteriores y la Santa Sede, si bien la última palabra es de la Iglesia.
El resto de acuerdos se toman en 1979, aunque cuentan con los mismos protagonistas. El segundo es un acuerdo sobre asuntos jurídicos y trata de toda una serie de concesiones que el Estado realiza en favor de la Iglesia Católica, entre las cuales destacan el reconocimiento de la Conferencia Episcopal; la inviolabilidad por parte del Estado de los archivos y documentos eclesiásticos; el reconocimiento de los días festivos; la cooperación para actos de beneficencia o asistencia; la facultad para que las bodas religiosas puedan constar en el registro civil y otras disposiciones básicas.
El tercer acuerdo viene a tratar del papel de la Iglesia en el sector educativo y cultural. Así, la asignatura de religión se mantiene en las escuelas a través del artículo II de este pacto:”Por respeto a la libertad de conciencia, dicha enseñanza no tendrá carácter obligatorio para los alumnos. Se garantiza, sin embargo, el derecho a recibirla”.
En cambio, a diferencia de otros países, donde el Estado impone los contenidos: “A la Jerarquía eclesiástica corresponde señalar los contenidos de la enseñanza y formación religiosa católica, así como proponer los libros de texto y material didáctico relativos a dicha enseñanza y formación”. Ahora bien, el Ministerio de Educación se reserva el derecho a adecuar estos privilegios a un marco normativo.
El cuarto acuerdo viene a referirse a la relación de la Iglesia con las Fuerzas Armadas. En este caso, en un momento en el que el Servicio Militar era obligatorio, se hace una excepción, manteniéndose ese antiguo privilegio: “A fin de asegurar la debida atención pastoral del pueblo, se exceptúan del cumplimiento de las obligaciones militares, en toda circunstancia, los obispos y asimilados en derecho”.
Finalmente, el quinto acuerdo viene a referirse a una de las cuestiones más espinosas: el tema económico. Así, el Estado deja claro que no puede darle las cuantías que daba en el pasado, pero reconoce la necesidad de llegar a un acuerdo: “Por una parte, el Estado no puede ni desconocer ni prolongar indefinidamente obligaciones jurídicas contraídas en el pasado. Por otra parte, dado el espíritu que informa las relaciones entre Iglesia y Estado, en España resulta necesario dar nuevo sentido tanto a los títulos de la aportación económica como al sistema según el cual dicha aportación se lleve a cabo”.
Así, en su artículo II, apartado 1, la Iglesia consigue el apoyo económico que reclamaba: “El Estado se compromete a colaborar con la Iglesia católica en la consecución de su adecuado sostenimiento económico, con respeto absoluto del principio de libertad religiosa”.
Estos son algunos de los principales puntos de los cinco acuerdos que derogaron en la práctica al Concordato de 1953. Unos acuerdos manifiestamente favorables para la Iglesia, pero bastante restrictivas si se tiene en cuenta los antecedentes de este país.
Su posible modificación o derogación ha sido objeto de debate desde entonces, aunque hay que comprender que no sería, por tanto, la modificación de unas concesiones, sino de un acuerdo internacional, con sus lógicas implicaciones en la política exterior de nuestro país.
RAFAEL SOTO