Primero mis padres y luego, con machacona insistencia, mis abuelos, me enseñaron que la clave del éxito en la vida estaba en tener una educación adecuada y una amplia cultura, así que comencé por aprender a leer para poder descubrir todos los conocimientos que los libros contenían.
Unos años más tarde decidí aprender Historia de España para comprender e interpretar unos acontecimientos presentes que, si bien en el momento en que los vivía ya me parecían de por sí insólitos, mucho más increíbles se me presentaron cuando comprobé qué poco habíamos aprendido de nuestros errores con el paso de los siglos.
Convencido de que una rica expresión oral y escrita era fundamental para comunicar los propios pensamientos y que estos eran la esencia intrínseca del propio ser humano, aprendí los usos del Lenguaje y la Retórica que, a la postre, me servirían para combatir los absurdos argumentos lanzados desde los atriles y escaños a las masas, y para desenmascarar las verdaderas realidades que se escondían tras los maquiavélicos eufemismos con los que insultaban mi inteligencia casi a diario.
Para poder entender el enjambre de cifras económicas que parecía haber surgido de la nada para colocarse en la primera plana de todos los medios de comunicación, decidí aprender Matemáticas como escudo contra la manipulación económica y semántica de aquellos que teñían de negro las cifras del crecimiento negativo que nos habían abocado a una desaceleración económica de caballos.
Y fue así como a mis 23 años, si la memoria no me falla, portando todos estos conocimientos en una maleta junto con mi título de licenciado, me dispuse a salir al mar abierto del mundo laboral convencido de tener una preparación suficiente.
Pero en la vida las cosas muchas veces no suceden como habíamos planeado y, asumiendo que me sería imposible encontrar un puesto de trabajo digno en mi país con esta formación, no tuve más remedio que aplicar una dura terapia de choque.
Comencé a desaprender las derivadas y las integrales. En mi día a día, la verdad, es que tenían poco uso y para comprender la economía me comenzaron a bastar las noticias de apertura de los telediarios nacionales.
Unos meses más tarde tuve que desprender, a mi pesar, el Renacimiento al completo y algunos aspectos de la Ilustración. Santa María del Fiore quedaba muy lejos y la desamortización se me antojaba demasiado liberal en un estado laico donde la Iglesia ni siquiera pagaba el IBI.
Más tarde tuve que borrar a Bécquer, Quevedo y al Arcipreste de Hita acompañados de todas sus obras. No me sentía especialmente feliz por ello, pero, al fin y al cabo, suponían un pesado lastre en la maleta llena de currículums –había olvidado ya hasta el nominativo plural de la segunda declinación- que me acompañaba a todas partes.
Finalmente, cuando hube desaprendido casi todo y logré adquirir un nivel básico de formación, encontré trabajo como reponedor en un supermercado del litoral que necesitaba personal para el verano que con algo de retraso se avecinaba.
Ese mismo día, mientras apuraba la última patata frita de mi almuerzo esperando el comienzo de la sección de deportes del telediario, vi en las noticias al presidente del gobierno felicitarse por el éxito de sus políticas laborales, que habían hecho bajar el paro en el mes de mayo.
Di un sorbo a mi Coca-Cola, sin saber por qué, aquella patata se me había atragantado.
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Convencido de que una rica expresión oral y escrita era fundamental para comunicar los propios pensamientos y que estos eran la esencia intrínseca del propio ser humano, aprendí los usos del Lenguaje y la Retórica que, a la postre, me servirían para combatir los absurdos argumentos lanzados desde los atriles y escaños a las masas, y para desenmascarar las verdaderas realidades que se escondían tras los maquiavélicos eufemismos con los que insultaban mi inteligencia casi a diario.
Para poder entender el enjambre de cifras económicas que parecía haber surgido de la nada para colocarse en la primera plana de todos los medios de comunicación, decidí aprender Matemáticas como escudo contra la manipulación económica y semántica de aquellos que teñían de negro las cifras del crecimiento negativo que nos habían abocado a una desaceleración económica de caballos.
Y fue así como a mis 23 años, si la memoria no me falla, portando todos estos conocimientos en una maleta junto con mi título de licenciado, me dispuse a salir al mar abierto del mundo laboral convencido de tener una preparación suficiente.
Pero en la vida las cosas muchas veces no suceden como habíamos planeado y, asumiendo que me sería imposible encontrar un puesto de trabajo digno en mi país con esta formación, no tuve más remedio que aplicar una dura terapia de choque.
Comencé a desaprender las derivadas y las integrales. En mi día a día, la verdad, es que tenían poco uso y para comprender la economía me comenzaron a bastar las noticias de apertura de los telediarios nacionales.
Unos meses más tarde tuve que desprender, a mi pesar, el Renacimiento al completo y algunos aspectos de la Ilustración. Santa María del Fiore quedaba muy lejos y la desamortización se me antojaba demasiado liberal en un estado laico donde la Iglesia ni siquiera pagaba el IBI.
Más tarde tuve que borrar a Bécquer, Quevedo y al Arcipreste de Hita acompañados de todas sus obras. No me sentía especialmente feliz por ello, pero, al fin y al cabo, suponían un pesado lastre en la maleta llena de currículums –había olvidado ya hasta el nominativo plural de la segunda declinación- que me acompañaba a todas partes.
Finalmente, cuando hube desaprendido casi todo y logré adquirir un nivel básico de formación, encontré trabajo como reponedor en un supermercado del litoral que necesitaba personal para el verano que con algo de retraso se avecinaba.
Ese mismo día, mientras apuraba la última patata frita de mi almuerzo esperando el comienzo de la sección de deportes del telediario, vi en las noticias al presidente del gobierno felicitarse por el éxito de sus políticas laborales, que habían hecho bajar el paro en el mes de mayo.
Di un sorbo a mi Coca-Cola, sin saber por qué, aquella patata se me había atragantado.
PABLO POÓ