Como era de esperar, la universidad se encuentra azotada por ese vendaval neoliberal que arrasa todo lo que signifique organismo o institución pública que está al servicio de los ciudadanos, independientemente de su extracción social. Y es que, al igual que el caballo de Atila que, según la tradición lingüística, no dejaba crecer la hierba a su paso, el ministro Wert se ha empeñado en desmantelar segando una por una las conquistas que a lo largo de décadas de lucha, trabajo y esfuerzo habíamos logrado.
Para los entusiastas defensores de este señor (si es que todavía le queda alguno) yo les diría que la escuela y la universidad públicas sí tienen problemas, ¡claro que los tienen!, pero no en la línea de segregación y exclusión que se ha empeñado introducir.
Y quien afirma esto no lo hace desde una posición sin apenas fundamento, pues llevo 36 años trabajando en la universidad pública, por lo que podría exponer todo un conjunto de males que aqueja a una institución que está necesitada una renovación para que verdaderamente cumpliera su función de formación de buenos profesionales al servicio a la sociedad; no de servidumbre a los mercados ni a los intereses empresariales (para eso están otras entidades llamadas universidades privadas).
Tantos años han dado lugar a que conozca de primera mano los diferentes planes de estudio que se han sucedido unos a otros; en algunos casos con claras mejoras, aunque hay un problema que he comprobado que no ha tenido todavía solución: la calidad docente en las aulas universitarias, desde mi punto de vista, sigue siendo una de las partes más débiles de la universidad española.
Su mayor logro, no obstante, fue que a partir de la década de los ochenta del siglo pasado la universidad pública dejó de ser un espacio reservado, mayoritariamente, para los hijos de aquellas familias que pudieran costear esos estudios. La política llevada a cabo de aumentar el número y la cuantía de becas dio lugar a que a las aulas llegaran estudiantes que, tiempo atrás, no hubieran podido acceder por faltas de recursos económicos.
Se comenzó a hablar de “masificación”, cuando esta nueva realidad demandaba la creación de nuevos campus universitarios para atender el aumento de alumnado. Bien es cierto que se crearon universidades o facultades en casi todas las capitales de provincias (algunas no hubieran sido necesarias), con el fin de dar satisfacción a ciertos intereses políticos de tipo clientelar de los grandes partidos.
Por entonces, se podían contar con los dedos de la mano el número de universidades privadas que había en nuestro país. Hoy sin embargo, la relación es de 50 universidades públicas y 29 privadas. Y es que mientras que el número de las primeras se ha estabilizado en las últimas décadas, las segundas no han dejado de crecer como la espuma.
El arranque de la crisis que sufre la universidad española como servicio a la sociedad (y no como servicio a los mercados y a las empresas privadas, tal como he apuntado) comienza con el denominado Plan Bolonia, que se inicia el 1999, aunque en nuestro país empezara de forma tardía.
Cierto que ese plan tenía aspectos muy defendibles, como era que las titulaciones de los países europeos tuvieran similitudes para no tener que convalidarse de unos a otros. También que el modelo pedagógico estuviera centrado en los aprendizajes del alumnado, sustituyendo las clases magistrales por otro modelo de evaluación continua, a base de trabajos y tutorías con los estudiantes.
No obstante, a lo que nos oponíamos una parte significativa del profesorado y de los estudiantes que conocían bien este plan era que los estudios estuvieran enfocados a las demandas del mercado y del mundo empresarial, con la introducción de la competitividad entre las propias universidades para poder recibir financiación, pues ya no se financiarían según el número de alumnos, sino a partir de ciertos proyectos y de lo que pudiera obtenerse de corporaciones y entidades económicas ajenas a la Universidad.
Una vez que se puso en marcha en nuestro país el denominado Espacio Europeo de Educación Superior (la forma oficial del denominar al Plan Bolonia), en el que se enterraban las diplomaturas y licenciaturas a favor de los grados y los másteres, asoma la crisis económica de todos conocida.
Ello ha dado lugar a que se hayan arrinconado los aspectos pedagógicos favorables del Plan Bolonia, puesto que ahora no se pueden dar clases con menos alumnos, tal como se deducía de ese plan, pues conllevaba la necesidad de mayor profesorado para ser atendidos de manera más personal.
En cambio se ha agudizado el carácter mercantil de la enseñanza universitaria, con drásticos ajustes, que ha supuesto, entre otras cosas, prescindir de un número alto de profesorado contratado. También con la subida de las tasas de las matrículas; con la reducción considerable de becas, puesto que ahora las exigencias requeridas las cumplen menos estudiantes; y, especialmente, con la puesta en marcha de los masteres para los que no hay becas (excepto en casos muy excepcionales).
No olvidemos que las matrículas de los másteres oscilan entre los 2.000 y los 3.500 euros anuales, dependiendo de las universidades y las carreras.
Si a ello le añadimos que el ministro Wert quiere que los grados se reduzcan de cuatro a tres cursos, al tiempo que los masteres pasen de uno a dos años, cabe preguntarse: ¿qué familia trabajadora podría pagar entre los 4.000 y los 7.000 euros que costaría a sus hijos estos estudios casi necesarios para que en el futuro trabajaran con ciertas garantías?
Y es que como me decía un amigo, vicerrector de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, las familias que contaran con esos recursos mandarían a sus hijos a estudiar a las universidades privadas, pues, aunque no está garantizado que tuvieran mejores profesores, evitarían estar al lado de sectores “tan poco recomendables” como son los hijos de familias trabajadoras que todavía pueden estudiar en la universidad pública.
De este modo, la brecha entre las clases sociales empieza a ser cada vez mayor. El neofranquismo que estamos viendo (paradójicamente en una sociedad que se llama democrática) lo están palpando las generaciones más jóvenes a las que les sonaba a historias muy lejanas lo que les contaban sus padres de sus años de infancia y juventud.
Tristemente, la sombra del dictador no ha desaparecido de nuestro país. Y es que un ministro con un rechazo generalizado en la población española está dispuesto a llevar adelante, contra viento y marea, planes educativos que, a los que pintamos canas, nos traen esos tristes aires rancios y clasistas que creíamos borrados del mapa.
Por suerte, la enorme respuesta que el pasado 9 de mayo ofrecieron profesorado, estudiantes y padres por todo el país ha dado lugar a que, de momento, no entre aún a debate ese engendro denominado LOMCE. Con todo, no hay que bajar la guardia, pues estamos viendo cómo las medidas más antipopulares se están aprobando y llevando a cabo originando sentimientos de impotencia e indignación en una mayoría de españoles.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Para los entusiastas defensores de este señor (si es que todavía le queda alguno) yo les diría que la escuela y la universidad públicas sí tienen problemas, ¡claro que los tienen!, pero no en la línea de segregación y exclusión que se ha empeñado introducir.
Y quien afirma esto no lo hace desde una posición sin apenas fundamento, pues llevo 36 años trabajando en la universidad pública, por lo que podría exponer todo un conjunto de males que aqueja a una institución que está necesitada una renovación para que verdaderamente cumpliera su función de formación de buenos profesionales al servicio a la sociedad; no de servidumbre a los mercados ni a los intereses empresariales (para eso están otras entidades llamadas universidades privadas).
Tantos años han dado lugar a que conozca de primera mano los diferentes planes de estudio que se han sucedido unos a otros; en algunos casos con claras mejoras, aunque hay un problema que he comprobado que no ha tenido todavía solución: la calidad docente en las aulas universitarias, desde mi punto de vista, sigue siendo una de las partes más débiles de la universidad española.
Su mayor logro, no obstante, fue que a partir de la década de los ochenta del siglo pasado la universidad pública dejó de ser un espacio reservado, mayoritariamente, para los hijos de aquellas familias que pudieran costear esos estudios. La política llevada a cabo de aumentar el número y la cuantía de becas dio lugar a que a las aulas llegaran estudiantes que, tiempo atrás, no hubieran podido acceder por faltas de recursos económicos.
Se comenzó a hablar de “masificación”, cuando esta nueva realidad demandaba la creación de nuevos campus universitarios para atender el aumento de alumnado. Bien es cierto que se crearon universidades o facultades en casi todas las capitales de provincias (algunas no hubieran sido necesarias), con el fin de dar satisfacción a ciertos intereses políticos de tipo clientelar de los grandes partidos.
Por entonces, se podían contar con los dedos de la mano el número de universidades privadas que había en nuestro país. Hoy sin embargo, la relación es de 50 universidades públicas y 29 privadas. Y es que mientras que el número de las primeras se ha estabilizado en las últimas décadas, las segundas no han dejado de crecer como la espuma.
El arranque de la crisis que sufre la universidad española como servicio a la sociedad (y no como servicio a los mercados y a las empresas privadas, tal como he apuntado) comienza con el denominado Plan Bolonia, que se inicia el 1999, aunque en nuestro país empezara de forma tardía.
Cierto que ese plan tenía aspectos muy defendibles, como era que las titulaciones de los países europeos tuvieran similitudes para no tener que convalidarse de unos a otros. También que el modelo pedagógico estuviera centrado en los aprendizajes del alumnado, sustituyendo las clases magistrales por otro modelo de evaluación continua, a base de trabajos y tutorías con los estudiantes.
No obstante, a lo que nos oponíamos una parte significativa del profesorado y de los estudiantes que conocían bien este plan era que los estudios estuvieran enfocados a las demandas del mercado y del mundo empresarial, con la introducción de la competitividad entre las propias universidades para poder recibir financiación, pues ya no se financiarían según el número de alumnos, sino a partir de ciertos proyectos y de lo que pudiera obtenerse de corporaciones y entidades económicas ajenas a la Universidad.
Una vez que se puso en marcha en nuestro país el denominado Espacio Europeo de Educación Superior (la forma oficial del denominar al Plan Bolonia), en el que se enterraban las diplomaturas y licenciaturas a favor de los grados y los másteres, asoma la crisis económica de todos conocida.
Ello ha dado lugar a que se hayan arrinconado los aspectos pedagógicos favorables del Plan Bolonia, puesto que ahora no se pueden dar clases con menos alumnos, tal como se deducía de ese plan, pues conllevaba la necesidad de mayor profesorado para ser atendidos de manera más personal.
En cambio se ha agudizado el carácter mercantil de la enseñanza universitaria, con drásticos ajustes, que ha supuesto, entre otras cosas, prescindir de un número alto de profesorado contratado. También con la subida de las tasas de las matrículas; con la reducción considerable de becas, puesto que ahora las exigencias requeridas las cumplen menos estudiantes; y, especialmente, con la puesta en marcha de los masteres para los que no hay becas (excepto en casos muy excepcionales).
No olvidemos que las matrículas de los másteres oscilan entre los 2.000 y los 3.500 euros anuales, dependiendo de las universidades y las carreras.
Si a ello le añadimos que el ministro Wert quiere que los grados se reduzcan de cuatro a tres cursos, al tiempo que los masteres pasen de uno a dos años, cabe preguntarse: ¿qué familia trabajadora podría pagar entre los 4.000 y los 7.000 euros que costaría a sus hijos estos estudios casi necesarios para que en el futuro trabajaran con ciertas garantías?
Y es que como me decía un amigo, vicerrector de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, las familias que contaran con esos recursos mandarían a sus hijos a estudiar a las universidades privadas, pues, aunque no está garantizado que tuvieran mejores profesores, evitarían estar al lado de sectores “tan poco recomendables” como son los hijos de familias trabajadoras que todavía pueden estudiar en la universidad pública.
De este modo, la brecha entre las clases sociales empieza a ser cada vez mayor. El neofranquismo que estamos viendo (paradójicamente en una sociedad que se llama democrática) lo están palpando las generaciones más jóvenes a las que les sonaba a historias muy lejanas lo que les contaban sus padres de sus años de infancia y juventud.
Tristemente, la sombra del dictador no ha desaparecido de nuestro país. Y es que un ministro con un rechazo generalizado en la población española está dispuesto a llevar adelante, contra viento y marea, planes educativos que, a los que pintamos canas, nos traen esos tristes aires rancios y clasistas que creíamos borrados del mapa.
Por suerte, la enorme respuesta que el pasado 9 de mayo ofrecieron profesorado, estudiantes y padres por todo el país ha dado lugar a que, de momento, no entre aún a debate ese engendro denominado LOMCE. Con todo, no hay que bajar la guardia, pues estamos viendo cómo las medidas más antipopulares se están aprobando y llevando a cabo originando sentimientos de impotencia e indignación en una mayoría de españoles.
AURELIANO SÁINZ