En noviembre cumplirá los 71 años, pero a efectos de la percepción de su pensión de jubilación poco creo que le importe a Alfredo Sáenz Abad, hasta ahora consejero delegado del Banco de Santader y mano derecha de Emilio Botín en la entidad bancaria. El economista y abogado vasco, número uno en Deusto y con una brillante carrera profesional en el mundo de la banca, tiene solucionado lo que le quede de vida, al menos económicamente, con esos 15.000 millones de las antiguas pesetas que va a percibir en concepto de plan de pensiones.
La cifra roza la ordinariez, máxime cuando conocemos que, a lo largo de los últimos años, ha venido percibiendo un salario medio de alrededor de 1.700 millones de pesetas anuales. Cantidad que, digo yo, no toda habrá ido destinada a comprar el pan, la leche, los huevos y el fondo de armario.
Es cierto que trabajaba en una empresa privada, no sujeta al control salarial que en la pública se da, pero, en todo caso, no me dirán ustedes que la cifra no rechina en unos momentos en los que vivimos grandes ajustes que en muchas familias se convierten además en graves cuando los mismos afectan al empleo.
No soy yo de los que defiendan la uniformidad de salarios, la comunista visión –habría que conocer los patrimonios de mucha de la clase dirigente comunista en el mundo- de que todos, hagamos lo que hagamos y asumamos la responsabilidad que asumamos, hemos de cobrar los mismo por nuestro trabajo.
Muy al contrario, me identifico con las posturas liberales y pretendo ser liberal en mi pensamiento personal. Pero creo también en la justicia y en la equidad social, y no pienso que sea justo ni equitativo que alguien perciba como salario o como jubilación las cantidades que ha recibido y va a recibir Alfredo Sáenz, por mucho que haya sido número uno de su promoción o bajo su mandato el Banco de Santander haya obtenido importantes beneficios.
Una cosa es pagar bien a quienes asumen grandes responsabilidades –por cierto, las asume a diario un cirujano cardiovascular, número uno de su promoción, en el quirófano, y por ello no percibe un sueldo base que vaya más allá de los 1.200 euros mensuales- y otra bien distinta es dilapidar con desmesura aquello que aunque sea propio y privado, de alguna manera lo es también de toda la sociedad dado el papel que las entidades financieras están jugando en la actual crisis.
Pero es que, además, existe un principio de estética social que, como me decía hace unos días un economista, debiera haber llevado al señor Sáenz a haberse rebajado esa escandalosa cifra hasta niveles más razonables, compatibles con las sensibilidades que hoy, con toda lógica, pueden verse heridas por tanta desproporción.
Tal vez la percepción de emolumentos y el reparto de beneficios que en la empresa privada se ha venido haciendo en los últimos veinte o treinta años nos haya llevado a tener en la actualidad un tejido empresarial enfermizo, cuando no destruido, ávido de destruir empleo para cuadrar los balances –el Banco de Santander no es ajeno a ello con el cierre de numerosas oficinas y el despido o la jubilación anticipada de sus trabajadores-, descapitalizado y escasamente competitivo. Seis millones de parados así lo atestiguan.
No es bueno el exhibicionismo de Sáenz, ni el del Santander, por mucho que con ello resuelvan sus cuitas jurídicas y sus diferencias con el Banco de España. Este país necesita un poco más de recato porque son demasiados los que difícilmente tienen con qué abrigarse.
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Es cierto que trabajaba en una empresa privada, no sujeta al control salarial que en la pública se da, pero, en todo caso, no me dirán ustedes que la cifra no rechina en unos momentos en los que vivimos grandes ajustes que en muchas familias se convierten además en graves cuando los mismos afectan al empleo.
No soy yo de los que defiendan la uniformidad de salarios, la comunista visión –habría que conocer los patrimonios de mucha de la clase dirigente comunista en el mundo- de que todos, hagamos lo que hagamos y asumamos la responsabilidad que asumamos, hemos de cobrar los mismo por nuestro trabajo.
Muy al contrario, me identifico con las posturas liberales y pretendo ser liberal en mi pensamiento personal. Pero creo también en la justicia y en la equidad social, y no pienso que sea justo ni equitativo que alguien perciba como salario o como jubilación las cantidades que ha recibido y va a recibir Alfredo Sáenz, por mucho que haya sido número uno de su promoción o bajo su mandato el Banco de Santander haya obtenido importantes beneficios.
Una cosa es pagar bien a quienes asumen grandes responsabilidades –por cierto, las asume a diario un cirujano cardiovascular, número uno de su promoción, en el quirófano, y por ello no percibe un sueldo base que vaya más allá de los 1.200 euros mensuales- y otra bien distinta es dilapidar con desmesura aquello que aunque sea propio y privado, de alguna manera lo es también de toda la sociedad dado el papel que las entidades financieras están jugando en la actual crisis.
Pero es que, además, existe un principio de estética social que, como me decía hace unos días un economista, debiera haber llevado al señor Sáenz a haberse rebajado esa escandalosa cifra hasta niveles más razonables, compatibles con las sensibilidades que hoy, con toda lógica, pueden verse heridas por tanta desproporción.
Tal vez la percepción de emolumentos y el reparto de beneficios que en la empresa privada se ha venido haciendo en los últimos veinte o treinta años nos haya llevado a tener en la actualidad un tejido empresarial enfermizo, cuando no destruido, ávido de destruir empleo para cuadrar los balances –el Banco de Santander no es ajeno a ello con el cierre de numerosas oficinas y el despido o la jubilación anticipada de sus trabajadores-, descapitalizado y escasamente competitivo. Seis millones de parados así lo atestiguan.
No es bueno el exhibicionismo de Sáenz, ni el del Santander, por mucho que con ello resuelvan sus cuitas jurídicas y sus diferencias con el Banco de España. Este país necesita un poco más de recato porque son demasiados los que difícilmente tienen con qué abrigarse.
ENRIQUE BELLIDO