La expectación entre los asistentes era evidente. Numerosos vendedores ambulantes ofrecían sus mercancías: altramuces, avellanas, pipas de girasol, de calabaza, chufas, garbanzos, cacahuetes, maíz tostado, trozos de coco en agua, manzanas recubiertas de caramelo, garrapiñadas y caramelos. Sus voces coreaban las ofertas en un acorde asonante, mientras el bisbiseo del gentío le daba profundidad, como un monótono aullido que destacaba la musicalidad de los murmullos acompasados.
Como todos los años se reunían en la pequeña plaza para conocer cuándo acabaría el invierno. Todo dependía de si era visible su sombra o por el contrario se difuminaba en el pavimento sin contornos definidos. La simpleza del método agradaba a la enorme concurrencia, que como siempre fingía descreimiento, pero anhelante del momento del anuncio. Albergaban en el fondo de su ser que todo fuera cierto. De otro modo, el desánimo y el escepticismo habrían ganado la batalla que libraban contra este tiempo tan adverso.
Todavía no se conocía el resultado y por esa misma razón todos miraban hacia el fondo de la plaza con un brillo en los ojos que iluminaba el estrado, como si de faroles parpadeantes se tratara. En realidad nadie quería saber más allá de disfrutar de esa sensación de venturosa esperanza. No es tan importante saber como creer, o al menos esperar creer. Esa era la verdad que flotaba en el ambiente.
Los dos presentadores aparecieron. El pequeño hombrecillo de orejas caídas y dientes de conejo encabezaba la fila, mirando de soslayo a través de sus gafas de contable. Le seguía el hombretón calvo de aire aristocrático, estirado como de costumbre y sonriendo entre dientes, apabullado por la multitud, escondiéndose tras las alzadas comisuras. Se situaron a ambos lados de ese rectángulo a modo de oráculo de Delfos redivivo.
Tras un primer suspiro de alivio el silencio más absoluto se posó sobre la audiencia. El chisporroteo del equipo de sonido corroía la quietud como una gran termita eléctrica. Lo siguió un carraspeo que resonó en la plaza, mientras el pequeño hombre daba indicaciones a un operario oculto en un lateral del estrado. El calvo apretó su nudo de la corbata, tratando siempre de mostrarse infranqueable pero afable, cercano pero superior, ante su audiencia.
La voz estridente del hombre con cara de conejo astuto surgió por todas partes, retumbando en las paredes con un eco envolvente, y a continuación un agudo pitido saturó los oídos de la concurrencia. Un técnico azorado sufrió la mirada asesina del hombrecillo. Comenzó a toquetear botones y ruedas, interruptores y pulsadores hasta que consiguió hacer callar el molesto silbido. Después no se atrevió a mirar al estrado, pensando encontrar una risa maliciosa antesala de un despido inmediato.
De nuevo el pequeño hombre tomó la palabra, esta vez sin más estridencia que su propia voz, y anunció con pompa y circunstancia que por fin se desvelaría si acabaría el invierno o aún se demoraría por más tiempo. El público vitoreó las esperadas palabras y calló al instante, aguardando tan deseada proclama. Todas las miradas se centraron en la caja. En ese preciso momento se iluminó el plasma y el presidente anunció: «El invierno se ha acabado».
Pero nadie vio su sombra.
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Todavía no se conocía el resultado y por esa misma razón todos miraban hacia el fondo de la plaza con un brillo en los ojos que iluminaba el estrado, como si de faroles parpadeantes se tratara. En realidad nadie quería saber más allá de disfrutar de esa sensación de venturosa esperanza. No es tan importante saber como creer, o al menos esperar creer. Esa era la verdad que flotaba en el ambiente.
Los dos presentadores aparecieron. El pequeño hombrecillo de orejas caídas y dientes de conejo encabezaba la fila, mirando de soslayo a través de sus gafas de contable. Le seguía el hombretón calvo de aire aristocrático, estirado como de costumbre y sonriendo entre dientes, apabullado por la multitud, escondiéndose tras las alzadas comisuras. Se situaron a ambos lados de ese rectángulo a modo de oráculo de Delfos redivivo.
Tras un primer suspiro de alivio el silencio más absoluto se posó sobre la audiencia. El chisporroteo del equipo de sonido corroía la quietud como una gran termita eléctrica. Lo siguió un carraspeo que resonó en la plaza, mientras el pequeño hombre daba indicaciones a un operario oculto en un lateral del estrado. El calvo apretó su nudo de la corbata, tratando siempre de mostrarse infranqueable pero afable, cercano pero superior, ante su audiencia.
La voz estridente del hombre con cara de conejo astuto surgió por todas partes, retumbando en las paredes con un eco envolvente, y a continuación un agudo pitido saturó los oídos de la concurrencia. Un técnico azorado sufrió la mirada asesina del hombrecillo. Comenzó a toquetear botones y ruedas, interruptores y pulsadores hasta que consiguió hacer callar el molesto silbido. Después no se atrevió a mirar al estrado, pensando encontrar una risa maliciosa antesala de un despido inmediato.
De nuevo el pequeño hombre tomó la palabra, esta vez sin más estridencia que su propia voz, y anunció con pompa y circunstancia que por fin se desvelaría si acabaría el invierno o aún se demoraría por más tiempo. El público vitoreó las esperadas palabras y calló al instante, aguardando tan deseada proclama. Todas las miradas se centraron en la caja. En ese preciso momento se iluminó el plasma y el presidente anunció: «El invierno se ha acabado».
Pero nadie vio su sombra.
ENRIQUE F. GRANADOS