Hace dos años que se materializó una respuesta colectiva callejera de miles de ciudadanos hartos de ser las víctimas propiciatorias de un Sistema que preserva el Capital a costa de lo social y lo público. Era el Movimiento del 15-M, que canalizó la indignación en plazas y calles de España, en lo que su apóstol, Stéphane Hessel, llamaba “insurrección pacífica”, contra la dictadura del mercado, los recortes del Estado de Bienestar y, especialmente, las iniciativas de una clase política cuyo comportamiento, falto de transparencia y sobrado de corrupción, provoca la desafección de los ciudadanos, a quienes teóricamente debían representar y rendir cuentas de su labor.
En estos dos años transcurridos, el movimiento del 15-M, aquella acampada multitudinaria en la Puerta del Sol de Madrid y todas las que la emularon en otras ciudades, ha perdido consistencia unitaria al carecer de una estructura orgánica que la convirtiera en lo que tanto denostaban: un ente, un partido o un instrumento dependiente e integrado, finalmente, del Estado. Sin embargo, no le han faltado motivos para la protesta y de estímulo para la participación ciudadana.
Hoy hay más de 6 millones de razones para combatir unas políticas económicas que empobrecen a la población y abandonan en el paro a ese número de españoles. Hay motivos para luchar contra una Reforma Laboral que hace recaer todos los sacrificios en la clase trabajadora frente a la empresarial cuando hay que dinamizar la actividad de las empresas. Más de 6.200.000 personas sin trabajo es el balance actual de esas políticas aplicadas al mundo del trabajo al dictado del mercado.
También hay una “marea blanca” que se subleva por una sanidad que se está privatizando en busca del lucro en vez de satisfacer las necesidades de la población. La salud de los españoles es puesta en manos de gestores que están más pendientes de la cuenta de resultados. Una salud medida al peso de la rentabilidad, único parámetro que mide la viabilidad de derechos reconocidos en la Constitución.
Incluso la educación se une en su totalidad –desde primaria hasta la Universidad, desde profesores y alumnos hasta las asociaciones de padres- para mostrar su repudio a reformas legales que persiguen, de igual modo, el desmantelamiento progresivo de un sistema educativo que, aún en su imperfección, procuraba que las desigualdades sociales no fueran obstáculos para acceder a una enseñanza de calidad, obligatoria y hasta cierto punto gratuita. Tampoco es rentable según los parámetros de sostenibilidad del mercado.
Un mercado que, sin embargo, dota de ayudas ingentes a la banca para rescatarla de las quiebras que ella misma generó, pero que no puede permitir la dación en pago cuando los ciudadanos, abandonados sin recursos en la cuneta, no pueden hacer frente a hipotecas abusivas y son amenazados con desalojarlos de sus casas.
La indignación por contemplar a la Policía sacar por la fuerza a la gente de sus casas, mientras los directivos de los bancos rescatados se reparten fortunas por despido o se conceden multimillonarias indemnizaciones a causa de una jubilación obligatoria por motivos penales, ha dado lugar a los famosos escraches (para unos una presión inadmisible y para otros simple libertad de manifestación) frente al domicilio de aquellos políticos que favorecen este sistema injusto y no están dispuestos a modificar ni la ley hipotecaria –criticada por Europa- ni las leyes que posibilitan el desahucio de las viviendas.
Han sido dos años, pues, en que más que indignados, estamos ya francamente enrabietados y enfurecidos contra unas políticas y un sistema capitalista que sólo protege al dinero y no a las personas. Hartos de asistir sumisos a la eliminación de las protecciones que las políticas sociales públicas brindaban a los más desfavorecidos de la Sociedad.
Y, como decía José Luis Sampedro en la introducción de ¡Indignaos!, el libro escrito por Stéphane Hessel, no queremos “sucumbir bajo el huracán destructor del consumismo voraz y la distracción mediática mientras nos aplican los recortes”. Por eso, si se ha desvanecido y atomizado el movimiento del 15-M, habrá que refundarlo para luchar por lo que no es más que la participación cívica y pacífica de la sociedad en asuntos que le conciernen: su orden y el rumbo de lo que nos es común, nuestro modelo de convivencia. Y si a Dolores de Cospedal le parece mal, porque no nos limitamos como corderitos a votar cada cuatro años, allá ella. Es su problema.
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Hoy hay más de 6 millones de razones para combatir unas políticas económicas que empobrecen a la población y abandonan en el paro a ese número de españoles. Hay motivos para luchar contra una Reforma Laboral que hace recaer todos los sacrificios en la clase trabajadora frente a la empresarial cuando hay que dinamizar la actividad de las empresas. Más de 6.200.000 personas sin trabajo es el balance actual de esas políticas aplicadas al mundo del trabajo al dictado del mercado.
También hay una “marea blanca” que se subleva por una sanidad que se está privatizando en busca del lucro en vez de satisfacer las necesidades de la población. La salud de los españoles es puesta en manos de gestores que están más pendientes de la cuenta de resultados. Una salud medida al peso de la rentabilidad, único parámetro que mide la viabilidad de derechos reconocidos en la Constitución.
Incluso la educación se une en su totalidad –desde primaria hasta la Universidad, desde profesores y alumnos hasta las asociaciones de padres- para mostrar su repudio a reformas legales que persiguen, de igual modo, el desmantelamiento progresivo de un sistema educativo que, aún en su imperfección, procuraba que las desigualdades sociales no fueran obstáculos para acceder a una enseñanza de calidad, obligatoria y hasta cierto punto gratuita. Tampoco es rentable según los parámetros de sostenibilidad del mercado.
Un mercado que, sin embargo, dota de ayudas ingentes a la banca para rescatarla de las quiebras que ella misma generó, pero que no puede permitir la dación en pago cuando los ciudadanos, abandonados sin recursos en la cuneta, no pueden hacer frente a hipotecas abusivas y son amenazados con desalojarlos de sus casas.
La indignación por contemplar a la Policía sacar por la fuerza a la gente de sus casas, mientras los directivos de los bancos rescatados se reparten fortunas por despido o se conceden multimillonarias indemnizaciones a causa de una jubilación obligatoria por motivos penales, ha dado lugar a los famosos escraches (para unos una presión inadmisible y para otros simple libertad de manifestación) frente al domicilio de aquellos políticos que favorecen este sistema injusto y no están dispuestos a modificar ni la ley hipotecaria –criticada por Europa- ni las leyes que posibilitan el desahucio de las viviendas.
Han sido dos años, pues, en que más que indignados, estamos ya francamente enrabietados y enfurecidos contra unas políticas y un sistema capitalista que sólo protege al dinero y no a las personas. Hartos de asistir sumisos a la eliminación de las protecciones que las políticas sociales públicas brindaban a los más desfavorecidos de la Sociedad.
Y, como decía José Luis Sampedro en la introducción de ¡Indignaos!, el libro escrito por Stéphane Hessel, no queremos “sucumbir bajo el huracán destructor del consumismo voraz y la distracción mediática mientras nos aplican los recortes”. Por eso, si se ha desvanecido y atomizado el movimiento del 15-M, habrá que refundarlo para luchar por lo que no es más que la participación cívica y pacífica de la sociedad en asuntos que le conciernen: su orden y el rumbo de lo que nos es común, nuestro modelo de convivencia. Y si a Dolores de Cospedal le parece mal, porque no nos limitamos como corderitos a votar cada cuatro años, allá ella. Es su problema.
DANIEL GUERRERO