Cuando la República combatía contra las tropas franquistas, los anarquistas, trotskistas y separatistas catalanes tuvieron la brillante idea de hacer estallar una revolución en Cataluña para separarse de España y alcanzar allí, antes que en ningún lugar, el paraíso proletario. Los resultados fueron los conocidos con la conclusión de haber ayudado lo suyo a Franco a ganar la guerra y, a la postre, a conseguir la muerte de la Republica.
Nuestra guerra, salvando por supuesto todas las distancias, es la crisis y algunos suponen que es el momento de intentar su revolución, de que el sistema implosione, estalle todo y luego ya veremos. Esos son unos y es comprensible: siempre han estado en esas y ahora atisban una buena posibilidad de que su mensaje cuaje. Sorprende en otros que parecen apuntarse al carro y, sin llegar a tanto, sí creen que ha llegado el momento de ponerlo todo patas arriba porque lo cierto es que está todo patas abajo.
Sin duda, hay razones y hasta urgencias, si no de revolución sí de regeneración de nuestro actual sistema. Son obvias, necesarias, evidentes y trascendentales. Eso no puede a estas alturas ponerlo nadie en duda. Y van desde las actuales fórmulas electorales, a la articulación y funcionamiento de los partidos, pasando por la vertebración territorial y la forma de Estado, Corona incluida.
Pero lo primero que tenemos que ganar es nuestra “guerra”. O sea, salir de este trance atroz de paro y angustia que va ya para los seis años. Eso es lo prioritario y la pregunta inmediata y pertinente es si es ahora el momento de meternos de hoz y coz a abrirnos en canal.
Porque muchos miran ahora a los tiempos de la Transición y, tras dar por agotado modelo e impulso, plantean volver a unas nuevas constituyentes y comenzar un nuevo ciclo. Puede que haya cierta razón en el diagnóstico pero algunas recetas propuestas pueden ser peor que la enfermedad. Y, sobre todo, porque de fondo hay una diferencia esencial y nefasta con aquel otro tiempo.
Un nuevo marco constitucional puede y debe construirse siempre buscando los acuerdos, el mínimo común denominador entre todos, y contando con un apoyo muy mayoritario de la población. No puede ser la imposición de un sector sobre otro, de una parte de los españoles sobre los demás. No puede ser el viejo “trágala”, porque eso también sabemos dónde nos ha conducido en la historia.
Y este es el clima, esta es la tentación. La de imponer un sistema, una fórmula, una idea, una manera de entender España o hasta de deshacerla. Y eso puede valer para ganar una elecciones y hasta para formar un Gobierno, pero no para construir o reconstruir un Estado. Con un añadido. Vamos, cuando toque, a regenerar lo atrofiado, a cambiar lo podrido y a reparar lo roto. Pero a ver si nos vamos a cargar lo que bajo ningún concepto puede estar en cuestión y lo están poniendo: la democracia, los derechos y libertades de los ciudadanos.
Y el principio de la democracia es el voto. Los adjetivos –aquello de “orgánica” o “popular”- significan precisamente que no son democracias. Y las libertades y los derechos son también los de los demás y nadie puede avasallarlos como algunos pretenden y algunos jueces alucinados parecen admitir.
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Sin duda, hay razones y hasta urgencias, si no de revolución sí de regeneración de nuestro actual sistema. Son obvias, necesarias, evidentes y trascendentales. Eso no puede a estas alturas ponerlo nadie en duda. Y van desde las actuales fórmulas electorales, a la articulación y funcionamiento de los partidos, pasando por la vertebración territorial y la forma de Estado, Corona incluida.
Pero lo primero que tenemos que ganar es nuestra “guerra”. O sea, salir de este trance atroz de paro y angustia que va ya para los seis años. Eso es lo prioritario y la pregunta inmediata y pertinente es si es ahora el momento de meternos de hoz y coz a abrirnos en canal.
Porque muchos miran ahora a los tiempos de la Transición y, tras dar por agotado modelo e impulso, plantean volver a unas nuevas constituyentes y comenzar un nuevo ciclo. Puede que haya cierta razón en el diagnóstico pero algunas recetas propuestas pueden ser peor que la enfermedad. Y, sobre todo, porque de fondo hay una diferencia esencial y nefasta con aquel otro tiempo.
Un nuevo marco constitucional puede y debe construirse siempre buscando los acuerdos, el mínimo común denominador entre todos, y contando con un apoyo muy mayoritario de la población. No puede ser la imposición de un sector sobre otro, de una parte de los españoles sobre los demás. No puede ser el viejo “trágala”, porque eso también sabemos dónde nos ha conducido en la historia.
Y este es el clima, esta es la tentación. La de imponer un sistema, una fórmula, una idea, una manera de entender España o hasta de deshacerla. Y eso puede valer para ganar una elecciones y hasta para formar un Gobierno, pero no para construir o reconstruir un Estado. Con un añadido. Vamos, cuando toque, a regenerar lo atrofiado, a cambiar lo podrido y a reparar lo roto. Pero a ver si nos vamos a cargar lo que bajo ningún concepto puede estar en cuestión y lo están poniendo: la democracia, los derechos y libertades de los ciudadanos.
Y el principio de la democracia es el voto. Los adjetivos –aquello de “orgánica” o “popular”- significan precisamente que no son democracias. Y las libertades y los derechos son también los de los demás y nadie puede avasallarlos como algunos pretenden y algunos jueces alucinados parecen admitir.
ANTONIO PÉREZ HENARES