Existe en Andalucía un tipo de ayuda denominada “salario social”. Es una ayuda económica destinada a las familias más desfavorecidas equivalente al 62 por ciento del Salario Mínimo Interprofesional, cantidad que aumenta en un 8 por ciento por cada miembro de la unidad familiar, hasta alcanzar un máximo del 100 por cien de dicho salario.
Uno de los requisitos para la obtención de esta subvención es la certificación de escolarización y asistencia regular a clase de aquellos miembros de la unidad familiar que se encuentren en edad de escolarización obligatoria, expedido por la Dirección del centro educativo correspondiente.
Hasta ahí, creo que podríamos llegar al acuerdo más o menos generalizado de que la idea es buena y solidaria, pues combina la ayuda a familias necesitadas con la obligación de la escolarización de sus hijos, quizá única tabla de salvación a la que puedan aferrarse estas criaturas que no eligieron dónde nacer.
El problema es que, a menudo, nos olvidamos de que el modo de vida civilizado no siempre es la aspiración de todos los seres humanos y que muchos se encuentran cómodos dentro de una especie de salvajismo social autorregulado por el que rechazan cualquier clase de educación, ya sea en forma de conocimientos o buenos modales.
A la búsqueda de este certificado de escolarización acuden, obligados por las familias, unas veces para obtener la renta de la que vivir, y otras para obtener unos mínimos ingresos legales que complementen los obtenidos por otras vías (en los pueblos todo se sabe), verdaderas hordas de individuos a los que es difícil definir con un adjetivo que no resulte mínimamente ofensivo.
Son aquellos alumnos que acuden a clase sin material, con un nivel de tercero de Primaria en los mejores casos; aquellos que la única educación que entienden es la que marca su instinto. Son los que revientan con la misma facilidad una clase que las narices de su compañero y los que obligan a retrasar la formación de su grupo dos años, el tiempo necesario para alcanzar la edad en la que la escolarización ya no es obligatoria y el certificado deja de ser un requisito imprescindible.
No es justo que tengamos que recluir en los institutos a semejantes ejemplares que dinamitan el proceso de aprendizaje de todo un grupo, porque son inmunes al cariño, al razonamiento y a la comprensión. Son individuos sacados de su hábitat que reaccionan de manera violenta en un mundo en el que se sienten extraños.
Su estancia en clase se cuenta por los días que transcurren entre expulsión y expulsión sin que se produzca la más mínima señal de vida de la familia ante los requerimientos del centro y las súplicas del asistente social para que no llegue ese parte definitivo que lo obligue a realizar la visita a la casa del alumno.
Pero allí seguirán hasta que a algún defensor de la escuela pública inclusiva –cuyos hijos estudien en cualquier colegio privado bilingüe- le dé por darse cuenta de una situación que se hace insostenible, y decida revisar ese criterio del certificado de escolarización y sustituirlo por uno real de aprovechamiento escolar que tenga en cuenta el comportamiento del alumno en el centro y el número de veces que ha sido expulsado.
Y así, cuando las familias vean que los únicos ingresos mensuales dependen de la actitud en clase de su angelito particular, otro gallo bien distinto nos cantará. Por cierto, por si lo habían pensado: pobre del director que no firme el certificado.
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Hasta ahí, creo que podríamos llegar al acuerdo más o menos generalizado de que la idea es buena y solidaria, pues combina la ayuda a familias necesitadas con la obligación de la escolarización de sus hijos, quizá única tabla de salvación a la que puedan aferrarse estas criaturas que no eligieron dónde nacer.
El problema es que, a menudo, nos olvidamos de que el modo de vida civilizado no siempre es la aspiración de todos los seres humanos y que muchos se encuentran cómodos dentro de una especie de salvajismo social autorregulado por el que rechazan cualquier clase de educación, ya sea en forma de conocimientos o buenos modales.
A la búsqueda de este certificado de escolarización acuden, obligados por las familias, unas veces para obtener la renta de la que vivir, y otras para obtener unos mínimos ingresos legales que complementen los obtenidos por otras vías (en los pueblos todo se sabe), verdaderas hordas de individuos a los que es difícil definir con un adjetivo que no resulte mínimamente ofensivo.
Son aquellos alumnos que acuden a clase sin material, con un nivel de tercero de Primaria en los mejores casos; aquellos que la única educación que entienden es la que marca su instinto. Son los que revientan con la misma facilidad una clase que las narices de su compañero y los que obligan a retrasar la formación de su grupo dos años, el tiempo necesario para alcanzar la edad en la que la escolarización ya no es obligatoria y el certificado deja de ser un requisito imprescindible.
No es justo que tengamos que recluir en los institutos a semejantes ejemplares que dinamitan el proceso de aprendizaje de todo un grupo, porque son inmunes al cariño, al razonamiento y a la comprensión. Son individuos sacados de su hábitat que reaccionan de manera violenta en un mundo en el que se sienten extraños.
Su estancia en clase se cuenta por los días que transcurren entre expulsión y expulsión sin que se produzca la más mínima señal de vida de la familia ante los requerimientos del centro y las súplicas del asistente social para que no llegue ese parte definitivo que lo obligue a realizar la visita a la casa del alumno.
Pero allí seguirán hasta que a algún defensor de la escuela pública inclusiva –cuyos hijos estudien en cualquier colegio privado bilingüe- le dé por darse cuenta de una situación que se hace insostenible, y decida revisar ese criterio del certificado de escolarización y sustituirlo por uno real de aprovechamiento escolar que tenga en cuenta el comportamiento del alumno en el centro y el número de veces que ha sido expulsado.
Y así, cuando las familias vean que los únicos ingresos mensuales dependen de la actitud en clase de su angelito particular, otro gallo bien distinto nos cantará. Por cierto, por si lo habían pensado: pobre del director que no firme el certificado.
PABLO POÓ