El pasado 14 de abril se cumplía el 82º aniversario de la proclamación de la II República española (1931-39), cuya memoria adquiere con el tiempo, más allá de la idealización nostálgica, la viveza de un proyecto capaz de entusiasmar todavía a quienes incluso no la conocieron. Y como era de esperar, ese día proliferaron las loas y los denuestos que suelen sustanciar las reseñas conmemorativas de una fecha que, quiérase o no, forma parte destacada de la Historia de España.
Cualquier partidario de la democracia y de la razón sucumbe a la atracción que despierta una Jefatura del Estado vinculada exclusivamente a la voluntad democrática de los depositarios de la soberanía popular en lugar de a la perpetuación de su existencia por transmisión hereditaria.
Una opción que se ve reforzada si, por intensa y brillante que haya sido la hoja de servicios prestados al país, la gratitud y la adhesión hacia quien encarna esa Jefatura -en este caso, el rey-, parece que deba ser de perenne obligatoriedad, aún cuando su comportamiento ya no se corresponda con las altas exigencias y responsabilidades que conlleva la representación institucional del cargo y/o no inspire la confianza mayoritaria de los ciudadanos, que no súbditos.
He dejado pasar unos días para no sumarme al coro de comentarios que genera dicha efemérides y poder subrayar, ya sin la presión de la actualidad, lo que supuso aquella brevísima República en el combate que libran en España dos corrientes de pensamiento diametralmente opuestas: las reformistas y las conservadoras.
Se trata de un enfrentamiento tan permanente que, aún hoy, continúa desarrollándose, hasta el punto de que cada una de ellas configura el sentido de las políticas que implementan los Gobiernos en todos los órdenes de la vida colectiva (social, cultural, moral, económico, político, etc.), en virtud de la corriente predominante en cada momento.
De esta manera, resulta fácil observar que, a lo largo de los siglos, la confrontación de estas fuerzas ha significado que, ante cada paso propiciado por las ideas reformistas en pos del progreso y la modernidad de España, le sucedieran dos pasos hacia atrás de resistencia y “corrección” por aquellas fuerzas conservadoras no dispuestas a permitir ninguna evolución progresista.
Así, por ejemplo, tras una II República que, con todos sus defectos, procuró la instauración de la libertad y el reconocimiento de derechos a los ciudadanos, devino una Guerra Civil que implantó una dictadura que negaría tanto la libertad como los derechos humanos básicos de cualquier sociedad contemporánea.
Es una pugna que viene sucediéndose, al menos, desde el siglo XVIII, cuando la entronización de la dinastía de los Borbones, con Felipe de Anjou y sobre todo con Carlos III, supuso el inicio de una serie de reformas económicas, sociales y administrativas que perseguían la modernización del país, pero sin alterar al carácter absolutista de la monarquía.
Las ideas ilustradas que trajo consigo el monarca francés fueron abrazadas por los que depositaban la confianza en la razón y no en las tradiciones, dando lugar a lo que se denominó el “despotismo ilustrado” (Todo para el pueblo pero sin el pueblo), originando el recelo y la oposición de grupos o sectores que gozaban de poder y privilegios que estaban siendo puestos en cuestión o perdían influencia, como la nobleza y el clero.
Gracias a ese impulso reformista, durante aquel período se crearon las principales Academias para la difusión del conocimiento (de la Lengua, la Medicina, Bellas Artes, etc.), se estableció el Derecho de nueva planta y se aplicaron políticas que trataban de elevar el nivel económico y cultural del país.
Aquella “apertura” ilustrada acabaría, no obstante, inmediatamente abortada en cuanto, hacia finales de la centuria, una revolución en el país vecino guillotinó la real cabeza de Luis XVI, lo que encendió las alarmas en España, paralizó las reformas y acabó cerrando a cal y canto las fronteras españolas, en un intento por evitar cualquier contagio revolucionario.
Por avatares de la Historia, Francia vuelve a ser el espejo donde se miren las fuerzas que ansían modernizar el país frente al oscurantismo y absolutismo de los partidarios del Antiguo Régimen. Los “afrancesados”, en tiempos de la Guerra de la Independencia, intentaron servir de puente entre los liberales y los absolutistas, siendo finalmente repudiados por unos y otros, acusados de “franceses” o de “españoles”, según el bando.
En cualquier caso, son herederos del espíritu de una ilustración que también alumbró a los liberales y demás partidarios en limitar los poderes de la monarquía y de confiar a la razón y en los ciudadanos las decisiones que incumben a todos, dando lugar en las Cortes de Cádiz a la Constitución de 1812, que establece que la soberanía la detenta la Nación, integrada por ciudadanos todos iguales en derechos y sujetos a las mismas leyes, sin privilegios estamentales que caracterizan al Antiguo Régimen.
La Inquisición queda abolida, se suprimen los diezmos y desaparecen los señoríos jurisdiccionales y mayorazgos. También reconoce por primera vez la libertad de imprenta, anulando la censura previa que ejercían el Gobierno y la Iglesia sobre cualquier publicación.
Sólo dos años duró en vigor La Pepa antes de que retornase al Poder el absolutismo de Fernando VII, restablecido en el trono gracias precisamente a Napoleón, y volviese a imperar la sociedad estamental y sus antiguos fueros. Pero la semilla de los reformistas ilustrados quedaba sembrada en una tierra propicia a cosechas de conservadurismo antes que a plantas de progreso y libertad.
Todo el XIX y XX fueron siglos de alternancias interesadas en formar gobiernos que se adecuan a las circunstancias políticas. Monarquías que pactan ora con liberales moderados, ora con militares y conservadores, en función de la coyuntura.
Se sucedieron constituciones y asonadas por partidarios de una corriente u otra hasta que finalmente se proclama la II República, tan dividida en su germen como lo estaba la sociedad de la que emergía. Su empeño en orientar el rumbo histórico de España y de transformar el Estado en un sentido moderno, laico y democrático, conforme a los viejos ideales ilustrados, tropezó enseguida contra las fuerzas y los problemas seculares que la hicieron caer.
“Rectificar lo tradicional por lo racional” sería el compendio del programa reformista que quiso impulsar Manuel Azaña y que caracterizó a la República. Incapaz de conseguirlo, el levantamiento militar del general Francisco Franco le asestaría el golpe mortal, tras una Guerra Civil de tres años de duración y una represión tan cruenta que, hasta 1948, no sería suprimido el estado de guerra y los tribunales militares tardarían aún más de 40 años en dejar de funcionar.
Hoy continúa el enfrentamiento entre esas dos corrientes de pensamiento, con igual saña y semejante virulencia, que impulsan ideas progresistas y conservadoras. Son dos visiones del mundo y de la vida en común que se debaten por imponerse esquivando, en algunas ocasiones, los procedimientos democráticos.
El matrimonio homosexual, el aborto como derecho, la aconfesionalidad del Estado, la enseñanza laica y pública, la estricta separación de poderes, los derechos sociales, etc., son ejemplos que expresan los avances y retrocesos de estas ideas, y que se materializan en virtud de la ideología dominante. Se avanza o retrocede de acuerdo con la opción imperante.
Y aunque los absolutismos ya han sido definitivamente erradicados como forma de Gobierno, el conservadurismo y el reformismo siguen tratando de modificar la realidad de la sociedad actual e imponer sus respectivos valores fundacionales.
Queda la monarquía como resto de un pasado ampliamente superado por la razón y un poder eclesiástico que continúa exigiendo el tutelaje moral de los ciudadanos, más allá de sus creencias privadas, para disponer de los privilegios y prebendas que ello acarrea (enseñanza religiosa, financiación pública del clero, etc.).
Conmemorar la República, por tanto, no es sólo una cuestión nostálgica, sino una decisión crítica por la democracia como forma de elección de la Jefatura del Estado, y una apuesta por razón y la libertad, en vez de por la tradición. Es un recuerdo democrático.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Cualquier partidario de la democracia y de la razón sucumbe a la atracción que despierta una Jefatura del Estado vinculada exclusivamente a la voluntad democrática de los depositarios de la soberanía popular en lugar de a la perpetuación de su existencia por transmisión hereditaria.
Una opción que se ve reforzada si, por intensa y brillante que haya sido la hoja de servicios prestados al país, la gratitud y la adhesión hacia quien encarna esa Jefatura -en este caso, el rey-, parece que deba ser de perenne obligatoriedad, aún cuando su comportamiento ya no se corresponda con las altas exigencias y responsabilidades que conlleva la representación institucional del cargo y/o no inspire la confianza mayoritaria de los ciudadanos, que no súbditos.
He dejado pasar unos días para no sumarme al coro de comentarios que genera dicha efemérides y poder subrayar, ya sin la presión de la actualidad, lo que supuso aquella brevísima República en el combate que libran en España dos corrientes de pensamiento diametralmente opuestas: las reformistas y las conservadoras.
Se trata de un enfrentamiento tan permanente que, aún hoy, continúa desarrollándose, hasta el punto de que cada una de ellas configura el sentido de las políticas que implementan los Gobiernos en todos los órdenes de la vida colectiva (social, cultural, moral, económico, político, etc.), en virtud de la corriente predominante en cada momento.
De esta manera, resulta fácil observar que, a lo largo de los siglos, la confrontación de estas fuerzas ha significado que, ante cada paso propiciado por las ideas reformistas en pos del progreso y la modernidad de España, le sucedieran dos pasos hacia atrás de resistencia y “corrección” por aquellas fuerzas conservadoras no dispuestas a permitir ninguna evolución progresista.
Así, por ejemplo, tras una II República que, con todos sus defectos, procuró la instauración de la libertad y el reconocimiento de derechos a los ciudadanos, devino una Guerra Civil que implantó una dictadura que negaría tanto la libertad como los derechos humanos básicos de cualquier sociedad contemporánea.
Es una pugna que viene sucediéndose, al menos, desde el siglo XVIII, cuando la entronización de la dinastía de los Borbones, con Felipe de Anjou y sobre todo con Carlos III, supuso el inicio de una serie de reformas económicas, sociales y administrativas que perseguían la modernización del país, pero sin alterar al carácter absolutista de la monarquía.
Las ideas ilustradas que trajo consigo el monarca francés fueron abrazadas por los que depositaban la confianza en la razón y no en las tradiciones, dando lugar a lo que se denominó el “despotismo ilustrado” (Todo para el pueblo pero sin el pueblo), originando el recelo y la oposición de grupos o sectores que gozaban de poder y privilegios que estaban siendo puestos en cuestión o perdían influencia, como la nobleza y el clero.
Gracias a ese impulso reformista, durante aquel período se crearon las principales Academias para la difusión del conocimiento (de la Lengua, la Medicina, Bellas Artes, etc.), se estableció el Derecho de nueva planta y se aplicaron políticas que trataban de elevar el nivel económico y cultural del país.
Aquella “apertura” ilustrada acabaría, no obstante, inmediatamente abortada en cuanto, hacia finales de la centuria, una revolución en el país vecino guillotinó la real cabeza de Luis XVI, lo que encendió las alarmas en España, paralizó las reformas y acabó cerrando a cal y canto las fronteras españolas, en un intento por evitar cualquier contagio revolucionario.
Por avatares de la Historia, Francia vuelve a ser el espejo donde se miren las fuerzas que ansían modernizar el país frente al oscurantismo y absolutismo de los partidarios del Antiguo Régimen. Los “afrancesados”, en tiempos de la Guerra de la Independencia, intentaron servir de puente entre los liberales y los absolutistas, siendo finalmente repudiados por unos y otros, acusados de “franceses” o de “españoles”, según el bando.
En cualquier caso, son herederos del espíritu de una ilustración que también alumbró a los liberales y demás partidarios en limitar los poderes de la monarquía y de confiar a la razón y en los ciudadanos las decisiones que incumben a todos, dando lugar en las Cortes de Cádiz a la Constitución de 1812, que establece que la soberanía la detenta la Nación, integrada por ciudadanos todos iguales en derechos y sujetos a las mismas leyes, sin privilegios estamentales que caracterizan al Antiguo Régimen.
La Inquisición queda abolida, se suprimen los diezmos y desaparecen los señoríos jurisdiccionales y mayorazgos. También reconoce por primera vez la libertad de imprenta, anulando la censura previa que ejercían el Gobierno y la Iglesia sobre cualquier publicación.
Sólo dos años duró en vigor La Pepa antes de que retornase al Poder el absolutismo de Fernando VII, restablecido en el trono gracias precisamente a Napoleón, y volviese a imperar la sociedad estamental y sus antiguos fueros. Pero la semilla de los reformistas ilustrados quedaba sembrada en una tierra propicia a cosechas de conservadurismo antes que a plantas de progreso y libertad.
Todo el XIX y XX fueron siglos de alternancias interesadas en formar gobiernos que se adecuan a las circunstancias políticas. Monarquías que pactan ora con liberales moderados, ora con militares y conservadores, en función de la coyuntura.
Se sucedieron constituciones y asonadas por partidarios de una corriente u otra hasta que finalmente se proclama la II República, tan dividida en su germen como lo estaba la sociedad de la que emergía. Su empeño en orientar el rumbo histórico de España y de transformar el Estado en un sentido moderno, laico y democrático, conforme a los viejos ideales ilustrados, tropezó enseguida contra las fuerzas y los problemas seculares que la hicieron caer.
“Rectificar lo tradicional por lo racional” sería el compendio del programa reformista que quiso impulsar Manuel Azaña y que caracterizó a la República. Incapaz de conseguirlo, el levantamiento militar del general Francisco Franco le asestaría el golpe mortal, tras una Guerra Civil de tres años de duración y una represión tan cruenta que, hasta 1948, no sería suprimido el estado de guerra y los tribunales militares tardarían aún más de 40 años en dejar de funcionar.
Hoy continúa el enfrentamiento entre esas dos corrientes de pensamiento, con igual saña y semejante virulencia, que impulsan ideas progresistas y conservadoras. Son dos visiones del mundo y de la vida en común que se debaten por imponerse esquivando, en algunas ocasiones, los procedimientos democráticos.
El matrimonio homosexual, el aborto como derecho, la aconfesionalidad del Estado, la enseñanza laica y pública, la estricta separación de poderes, los derechos sociales, etc., son ejemplos que expresan los avances y retrocesos de estas ideas, y que se materializan en virtud de la ideología dominante. Se avanza o retrocede de acuerdo con la opción imperante.
Y aunque los absolutismos ya han sido definitivamente erradicados como forma de Gobierno, el conservadurismo y el reformismo siguen tratando de modificar la realidad de la sociedad actual e imponer sus respectivos valores fundacionales.
Queda la monarquía como resto de un pasado ampliamente superado por la razón y un poder eclesiástico que continúa exigiendo el tutelaje moral de los ciudadanos, más allá de sus creencias privadas, para disponer de los privilegios y prebendas que ello acarrea (enseñanza religiosa, financiación pública del clero, etc.).
Conmemorar la República, por tanto, no es sólo una cuestión nostálgica, sino una decisión crítica por la democracia como forma de elección de la Jefatura del Estado, y una apuesta por razón y la libertad, en vez de por la tradición. Es un recuerdo democrático.
DANIEL GUERRERO