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La culpa es de los demás

En el griterío en que se ha convertido España, con todos echándole la culpa a todos y, sobre todo, a quien intenta hacer algo parar salir del agujero, surgen crecientes voces de que estamos ante el final de un tiempo y que es cuestión de días el colapso de todo el sistema. Y no voy a negar que ante el panorama que nos desayunamos cada día, no tenga la tentación de pensar lo mismo.

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No cabe duda de que el diagnóstico ante la situación es desolador y que va más allá y más hondo de la propia crisis que ha precipitado el desplome de pilares esenciales del entramado político-institucional que han presidido nuestra reciente y provechosa historia –aunque nadie quiera ahora ni mentarlo-. De la España del final del franquismo a ésta de nuestros días va un trecho y, a pesar de los pesares actuales, este es un país cuyo desarrollo económico y vital ha sido asombroso. Pero si quieren, ni lo comentamos.

Es cierto que los pilares esenciales de toda la estructura se tambalean. Lo hace la Corona, que tras confluir en el interés democrático con el pueblo español vivió años de vino, tabú y rosas, incuestionable e incuestionada. Hoy, a lo ojos de la opinión pública, está como una de sus infantas: imputada.

La representación política, los partidos, el propio voto ciudadano y las instituciones donde éste se refleja aparecen también como algo que se pretende obsoleto y en derribo. Más allá de las exaltaciones extremistas de una izquierda que pretende que el “pueblo” son ellos reunidos en asamblea y, los demás, no cuentan ni existen, lo preocupante es la distancia inmensa creada entre la población en su conjunto y los políticos a los que han votado.

Una sima enorme que un sistema de partidos, sus cúpulas, su configuración en casta cerrada y donde se medra por obediencia ciega y la corrupción es la esencia misma de la política: representación, no profesión, carrera y cargo, por un lado; y por el otro, corrupción a secas de personas, hábitos y comportamientos si no generales, sí muy generalizados.

Sin olvidar que ahora, que no conviene decirlo porque no es moda ni tendencia, la actitud de una masa, ese mismo pueblo, dado al auto de fe y a la hoguera –y mucho menos a la reflexión y a la propia autocrítica-. Porque esos comportamientos que se execran en la clase política y por los que se les quiere aplicar la ley de Linch, no son en absoluto ajenos a la inmensa mayoría y a la entraña de la sociedad española en su conjunto.

A la crisis institucional, a la representativa, se une también la territorial. El nacionalismo, oliendo la sangre de las heridas y viendo el cuerpo del Estado débil, enseña definitivamente colmillo y garras. Lo pretendió siempre, lo camufló hasta ahora.

Supone que no habrá voluntad ni fuerza para detener su traición y su golpe. Lo hace cuando el manto global del desaliento se abate sobre todos en forma de seis millones de parados, principio y fin de la situación anímica y dramática por la que atravesamos.

Ese es el panorama. Que sí, que es demoledor. Pero las diferencias que no quieren percibirse y que algunos ni siquiera valoran es que mientras allá por los setenta, cuando se dio a luz a este sistema, había al menos una voluntad extendida y un impulso poderoso de salir adelante unidos, de restañar odios y de alcanzar metas juntos, hoy es todo lo contrario.

No hay objetivo, no hay sueño, no hay horizonte en quienes nos dicen que lo derribemos todo, que lo quememos, que lo arrasemos, que no quede piedra sobre piedra. ¿Y luego qué? Eso parece que no importa. A lo que en muchas ocasiones se parece todo lo que cada día nos sucede es a una pasión nihilista y autodestructiva.

España necesita una profundísima regeneración, una inmisericorde limpieza y una auténtica catarsis colectiva de sus instituciones, de los hábitos, formas y maneras de la política. Sí. Pero de su sociedad, también. De sus gentes, también; de los comportamientos y sus pautas. De sus hechos.

Porque los hechos de nuestro pueblo, es hora de decirlo, contienen las virtudes –que las tiene, ya se las han aplaudido en demasía-, los defectos, las aranas, las trampas, las distorsiones, la confusión entre los derechos y los privilegios, amén de una escasa responsabilidad en la asunción de sus deberes, distando mucho de estar a la altura de las circunstancias cuando vienen mal dadas.

Y el exigir no es el remedio cuando lo que sucede es que no hay de dónde sacar y no hay chillido que valga para que salga algo de donde no hay nada. Lo del pozo, vamos. El clamor universal reclamando todos los derechos de riego cuando el problema es que el agua del pozo está agotada.

El pueblo español, aunque ahora los tenga como chivo expiatorio y los insulte en los bares o hasta en las puertas de sus casas, es lo más parecido a sus políticos: es lo más cercano en su funcionamiento a esas instituciones a las que denigra. Y es, tristemente, lo más igual a la incapacidad de sus representantes para dejar de lado siglas, banderías y odios y trabajar juntos por algo positivo. La culpa en España siempre es de los otros.

ANTONIO PÉREZ HENARES
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