Hagan la prueba. Una semana sin noticias. Sin asomarse a una tele, ni escuchar una radio, ni ojear un periódico. Y prohibido Internet. Con la condición, además, de andar perdidos por algún lugar remoto –pongamos que por la Patagonia argentina, pero vale también una aldea serrana de Guadalajara-. Y amén de que les vendrá muy bien para el espíritu, les servirá para adquirir una nueva dimensión de la realidad y de la importancia de la cosas.
La revelación primera es que aquello que nos tiene en un sinvivir no es en realidad para tanto; que todas esas cosas que nos obsesionan –y no digamos a los que vivimos la información- pues tampoco son ni el fin del mundo y, en muchos casos, ni siquiera trascendentales. Que las broncas políticas y hasta el rescate de Chipre son, las unas, perfectamente prescindibles y, el otro, gajes duros del oficio.
Con ello me marché a la Patagonia y me imagino que, a la vuelta, en ello andaremos. Pero confío en que me dure algún tiempo. Este cada vez más necesario distanciamiento y esta sensación de liberarme durante todo lo que pueda de esa especie de opresión de cuestiones que se nos pretende presentar como definitivas, como el filo del abismo o el bálsamo de Fierabrás que nos dará el remedio a todos nuestros males.
Porque, en verdad, pocas lo son. En realidad, casi ninguna. La magnificación de todas ellas –importantes algunas pero no para abrirse las venas de continuo por los debates- está creando un clima irrespirable que extendemos a todos los ámbitos.
A la vuelta, a uno le da la sensación una vez más que toda esta marabunta no debe ocultar lo que es de veras lo que nos devolverá un mínimo el ánimo o nos sumirá en la depresión colectiva: darle la vuelta al paro. Lo demás, gárgaras.
Y otra cosa. Esta que emerge con particular desagrado comparativo: el nivel de enconamiento y hasta de encanallamiento de la vida política, comunicacional y social. Los españoles nos estamos odiando por siglas, por ideologías en muchos casos impostadas y que están siendo irresponsablemente alentadas.
Esa sí que puede ser la peor de nuestras vueltas atrás y lo que nos suponga asomarnos a dramas en el futuro. Esa sensación es la que más me duele al regresar a España. Fue el lunes, cuando me enteré que le ganamos al fútbol a Francia y que, otra vez, somos primeros de grupo. Y de algo.
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Con ello me marché a la Patagonia y me imagino que, a la vuelta, en ello andaremos. Pero confío en que me dure algún tiempo. Este cada vez más necesario distanciamiento y esta sensación de liberarme durante todo lo que pueda de esa especie de opresión de cuestiones que se nos pretende presentar como definitivas, como el filo del abismo o el bálsamo de Fierabrás que nos dará el remedio a todos nuestros males.
Porque, en verdad, pocas lo son. En realidad, casi ninguna. La magnificación de todas ellas –importantes algunas pero no para abrirse las venas de continuo por los debates- está creando un clima irrespirable que extendemos a todos los ámbitos.
A la vuelta, a uno le da la sensación una vez más que toda esta marabunta no debe ocultar lo que es de veras lo que nos devolverá un mínimo el ánimo o nos sumirá en la depresión colectiva: darle la vuelta al paro. Lo demás, gárgaras.
Y otra cosa. Esta que emerge con particular desagrado comparativo: el nivel de enconamiento y hasta de encanallamiento de la vida política, comunicacional y social. Los españoles nos estamos odiando por siglas, por ideologías en muchos casos impostadas y que están siendo irresponsablemente alentadas.
Esa sí que puede ser la peor de nuestras vueltas atrás y lo que nos suponga asomarnos a dramas en el futuro. Esa sensación es la que más me duele al regresar a España. Fue el lunes, cuando me enteré que le ganamos al fútbol a Francia y que, otra vez, somos primeros de grupo. Y de algo.
ANTONIO PÉREZ HENARES