Siempre recordaré mi primer encuentro con el amor y sus olores, entre las calles del pueblo. Fueron las fragancias perdidas en mi memoria, las que me abrieron un largo camino hacia el recuerdo esta tarde, en la playa. Ahora estoy frente al mar. Oliendo el mar. Lo que les voy a contar ocurrió en la primavera de 1973. Es una historia de olores santos. Como dije, iba paseando al atardecer por la playa y el perfume de un naranjo solitario me condujo hacia otros tiempos.
Me llegó a la nariz la misma fragancia de aquel Viernes Santo. La esencia de la vida convertida en una breve emanación de azahar que volvía para castigarme y recordarme quién era y hacia dónde iba.
Los nazarenos y los costaleros de aquel Viernes Santo de 1973 fueron testigos mudos de tiempos muertos y vivos. De aquellas primeras caricias escondidas y de los besos más tímidos. La Semana Santa pertenece a los adolescentes que saben oler y tocar las fragancias.
En los primeros años de la juventud todo se revela como nuevo, como ajeno a nuestro propio cuerpo. Todo es locura por vivir y por sentir. En los comienzos, los olores son más físicos. Con la vejez, al igual que nuestras carnes se marchitan, también lo hace la nariz y sus ganas de oler. Afortunadamente, queda en la memoria el olfato perdido.
Y entre otras presencias no se me olvidan los perfumes de los días de procesiones, incienso y aromas de primavera. La Semana Santa es la semana de los perfumes más sagrados y más profanos. En esos días, los jóvenes están abiertos al misterio que les ofrece la naturaleza viva que los conducen hacia la pasión. Esas noches apremian para amar oliendo. En el callejón estrecho, inundado de sudores de santos.
Con la curiosidad del joven que comenzaba a buscar los placeres más primitivos, recuerdo el perfume del incienso y del azahar estallando entre mis sentidos, y el brillo de ella y de sus ojos escondiendo sus curvas de mujer en el traje viril de un nazareno desconocido.
En las noches de abril las fragancias se entremezclaban y se perdonaba casi todo. Incluso, los pecados más veniales, que por aquellos años, eran casi mortales.
Yo tenía 15 años en esa noche santa de viernes, cuando descubrí a la joven que me invitó a conocer sus secretos nunca revelados. Aquella niña ya era mujer y se llamaba de alguna manera. Ahora la niña ya no tiene nombre porque murió entre mis recuerdos.
Ni siquiera evoco su rostro. Sólo percibo la sensación de su piel y de aquellos ojos que miraban curiosos. Recuerdo que sus pechos olían a virgen y que sus manos blancas eran como la cera derretida.
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Los nazarenos y los costaleros de aquel Viernes Santo de 1973 fueron testigos mudos de tiempos muertos y vivos. De aquellas primeras caricias escondidas y de los besos más tímidos. La Semana Santa pertenece a los adolescentes que saben oler y tocar las fragancias.
En los primeros años de la juventud todo se revela como nuevo, como ajeno a nuestro propio cuerpo. Todo es locura por vivir y por sentir. En los comienzos, los olores son más físicos. Con la vejez, al igual que nuestras carnes se marchitan, también lo hace la nariz y sus ganas de oler. Afortunadamente, queda en la memoria el olfato perdido.
Y entre otras presencias no se me olvidan los perfumes de los días de procesiones, incienso y aromas de primavera. La Semana Santa es la semana de los perfumes más sagrados y más profanos. En esos días, los jóvenes están abiertos al misterio que les ofrece la naturaleza viva que los conducen hacia la pasión. Esas noches apremian para amar oliendo. En el callejón estrecho, inundado de sudores de santos.
Con la curiosidad del joven que comenzaba a buscar los placeres más primitivos, recuerdo el perfume del incienso y del azahar estallando entre mis sentidos, y el brillo de ella y de sus ojos escondiendo sus curvas de mujer en el traje viril de un nazareno desconocido.
En las noches de abril las fragancias se entremezclaban y se perdonaba casi todo. Incluso, los pecados más veniales, que por aquellos años, eran casi mortales.
Yo tenía 15 años en esa noche santa de viernes, cuando descubrí a la joven que me invitó a conocer sus secretos nunca revelados. Aquella niña ya era mujer y se llamaba de alguna manera. Ahora la niña ya no tiene nombre porque murió entre mis recuerdos.
Ni siquiera evoco su rostro. Sólo percibo la sensación de su piel y de aquellos ojos que miraban curiosos. Recuerdo que sus pechos olían a virgen y que sus manos blancas eran como la cera derretida.
GONZALO PÉREZ PONFERRADA