Está en un pasillo, frente a un ascensor. El suelo es de moqueta gris y las paredes blancas, con un zócalo en la parte superior con forma de arcos ojivales. A su espalda sabe que hay ventanas que dan a un cielo grisáceo. Es de día y fuera sólo hay eso. Nubes. Pero no como si fuera un vacío, sino como si al asomarse supiera que allí abajo va a estar la ciudad. Pero lo cierto es que no se asoma.
Está en un pasillo, frente a un ascensor. Espera a que éste llegue. Las puertas están mal cerradas, hay una rendija de oscuridad. De repente, algo se mueve allí dentro, hacia arriba. Una corriente de aire frío le golpea el rostro. El pánico comienza a retorcerse en sus entrañas, pero no se mueve. Escudriña la oscuridad. No quiere saber qué era eso, pero tampoco puede evitarlo. Entonces el ascensor llega y las puertas se abren y ella entra.
El ascensor es de metal. Muy silencioso. Las puertas se cierran antes de que pueda darse la vuelta. No le ha dado a ningún botón, pero sabe que a algún sitio tiene que ir. No hay ningún ruido y permanece quieta. No sabe cuánto tiempo ha estado allí hasta que las puertas se abren de nuevo.
Hay otro pasillo, esta vez en línea recta desde ella. Está a oscuras. Las paredes son de ladrillo y, al fondo, hay una reja. De allí viene la única luz. Camina hacia allí, las puertas del ascensor se cierran y a su alrededor hay una oscuridad cobriza. Traspasa la reja.
Sus pies se hunden en la arena y están desnudos. Ella recuerda que no se ha depilado, pero no hay nadie y le da igual. Frente a ella el mismo cielo blanquecino que el que se veía por las ventanas. Sigue teniendo el pánico agarrado a sus intestinos. El mar está gris, con espuma blanca como los huesos. Es como un enorme ser marino. Calmado y fuerte.
Sabe que si entra en el mar éste se la llevará. Pero no puede evitarlo y empieza a caminar hacia él. El agua está fría, helada. Y cierra los ojos, muerta de miedo. El agua la zarandea. Entonces hay una distorsión en el sonido. Como si hubiera entrado en el fondo del mar.
A su alrededor todo se vuelve cálido y color azul oscuro. Hay luces brillando a su alrededor. No, nadando. Son medusas. Unas veinte medusas flotando en el mar, brillando en la oscuridad. No se pregunta por qué no se ahoga. Simplemente se deja llevar. El pánico huye y deja de tener frío en los huesos.
Abre los ojos. Siente el agua en la piel. Se da cuenta de que es su propio sudor. Nota los latidos de su corazón en los oídos. El sol pálido se cuela entre las cortinas. Algo cálido está en el hueco de sus rodillas. Es su gato, que bosteza mirándola. Martina se incorpora y estira en su cama. El reloj de la mesilla marca las once y cincuenta y tres minutos. Su padre está guardando la compra y su madre leyendo el periódico en la tableta. Su gato maúlla y lo recoge.
—¿No habías quedado hoy con Rubén? –pregunta su padre. Ella abre la nevera y saca una botella de zumo de naranja.
—Sí, pero a la una.
—¿Necesitas dinero? –pregunta su madre. Martina se sirve zumo en una taza. Su gato le clava las uñas a través del pijama. Se intenta sentar en su hombro.
—No, estoy bien.
Cuando llega Rubén ya está allí. Se ha hecho un nuevo piercing en la oreja. Las cadenas de sus pantalones tintinean al andar. Martina le saluda. Todavía se nota extraña, como si no hubiera terminado de salir de su sueño.
—¿Te importa que vayamos a una exposición? –pregunta Rubén. Sus gafas reflejan el sol.
—¿Sobre qué? –pregunta Martina. Se muerde las uñas y se sube los vaqueros.
—Medusas –responde Rubén con una sonrisa. Se pasa una mano por la cresta-. Ya sabes que me gustan.
Martina no lo mira. Su vista está fija en los coches que pasan por la calle. No quiere dar a entender cómo algo dentro de ella ha saltado. Algo ha hecho “clic” y ha encajado.
—Vale –responde. Rubén le revuelve el pelo corto. Es más bajito que ella, pero siempre lo hace. Caminan hasta llegar a un edificio de forma circular, de tres plantas y paredes de color hueso. Detrás de él hay varios edificios parecidos, más bajos, y algunas piscinas.
En el interior, en el vestíbulo, hay un esqueleto de ballena colgando del techo. Rubén compra dos pases y atraviesan las puertas de cristal y metal. No hay nadie dentro. Es un martes cerca de las dos de la tarde, febrero, y ni siquiera hay una excursión escolar. Martina observa las grandes peceras.
Las medusas no son las de su sueño, pero aun así le gustan. Observa a Rubén. Su amigo lee lentamente las fichas de las medusas. Luego se queda siguiendo sus movimientos dentro del acuario. Tiene una expresión seria. No se da prisa, no actúa como un turista, no pasa corriendo tras hacer unas cuantas fotos. No. Él se toma su tiempo. Martina se sienta en los bancos que hay en torno a una columna.
Apenas han hablado desde que se saludaron. Martina se da cuenta ahora, en aquel banco. Normalmente él habla por los codos. De todo. De cómo están las cosas en su clase, en su casa, con sus amigos. Lo último que hizo el fin de semana, las noticias del día, aquella historia que se le ocurrió en la ducha. Pero hoy ha permanecido callado. Tal vez es por ella, se dice. Puede que la hubiera notado extraña, distante.
Martina respira hondo. Es como volver a su sueño. La tenue oscuridad, las medusas. Se siente en paz. Apoya la cabeza en la columna y cierra los ojos. El sonido es amortiguado, de agua, las suaves pisadas de Rubén. El tintineo de sus cadenas.
No sabe cuánto tiempo ha estado así, pero de repente alguien se sienta a su lado. Abre los ojos y Rubén la mira con evidente preocupación.
—¿Estás bien? –le pregunta. Martina sonríe por primera vez.
—Sí. Creo que acabo de encontrar a mi animal totémico –responde, y Rubén ríe y es como si la realidad volviera a fluir. No, piensa ella, es como si acabara de emerger de un profundo lago. Mira a su alrededor y, de repente, las medusas le parecen los seres más bellos de la Tierra.
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El ascensor es de metal. Muy silencioso. Las puertas se cierran antes de que pueda darse la vuelta. No le ha dado a ningún botón, pero sabe que a algún sitio tiene que ir. No hay ningún ruido y permanece quieta. No sabe cuánto tiempo ha estado allí hasta que las puertas se abren de nuevo.
Hay otro pasillo, esta vez en línea recta desde ella. Está a oscuras. Las paredes son de ladrillo y, al fondo, hay una reja. De allí viene la única luz. Camina hacia allí, las puertas del ascensor se cierran y a su alrededor hay una oscuridad cobriza. Traspasa la reja.
Sus pies se hunden en la arena y están desnudos. Ella recuerda que no se ha depilado, pero no hay nadie y le da igual. Frente a ella el mismo cielo blanquecino que el que se veía por las ventanas. Sigue teniendo el pánico agarrado a sus intestinos. El mar está gris, con espuma blanca como los huesos. Es como un enorme ser marino. Calmado y fuerte.
Sabe que si entra en el mar éste se la llevará. Pero no puede evitarlo y empieza a caminar hacia él. El agua está fría, helada. Y cierra los ojos, muerta de miedo. El agua la zarandea. Entonces hay una distorsión en el sonido. Como si hubiera entrado en el fondo del mar.
A su alrededor todo se vuelve cálido y color azul oscuro. Hay luces brillando a su alrededor. No, nadando. Son medusas. Unas veinte medusas flotando en el mar, brillando en la oscuridad. No se pregunta por qué no se ahoga. Simplemente se deja llevar. El pánico huye y deja de tener frío en los huesos.
Abre los ojos. Siente el agua en la piel. Se da cuenta de que es su propio sudor. Nota los latidos de su corazón en los oídos. El sol pálido se cuela entre las cortinas. Algo cálido está en el hueco de sus rodillas. Es su gato, que bosteza mirándola. Martina se incorpora y estira en su cama. El reloj de la mesilla marca las once y cincuenta y tres minutos. Su padre está guardando la compra y su madre leyendo el periódico en la tableta. Su gato maúlla y lo recoge.
—¿No habías quedado hoy con Rubén? –pregunta su padre. Ella abre la nevera y saca una botella de zumo de naranja.
—Sí, pero a la una.
—¿Necesitas dinero? –pregunta su madre. Martina se sirve zumo en una taza. Su gato le clava las uñas a través del pijama. Se intenta sentar en su hombro.
—No, estoy bien.
Cuando llega Rubén ya está allí. Se ha hecho un nuevo piercing en la oreja. Las cadenas de sus pantalones tintinean al andar. Martina le saluda. Todavía se nota extraña, como si no hubiera terminado de salir de su sueño.
—¿Te importa que vayamos a una exposición? –pregunta Rubén. Sus gafas reflejan el sol.
—¿Sobre qué? –pregunta Martina. Se muerde las uñas y se sube los vaqueros.
—Medusas –responde Rubén con una sonrisa. Se pasa una mano por la cresta-. Ya sabes que me gustan.
Martina no lo mira. Su vista está fija en los coches que pasan por la calle. No quiere dar a entender cómo algo dentro de ella ha saltado. Algo ha hecho “clic” y ha encajado.
—Vale –responde. Rubén le revuelve el pelo corto. Es más bajito que ella, pero siempre lo hace. Caminan hasta llegar a un edificio de forma circular, de tres plantas y paredes de color hueso. Detrás de él hay varios edificios parecidos, más bajos, y algunas piscinas.
En el interior, en el vestíbulo, hay un esqueleto de ballena colgando del techo. Rubén compra dos pases y atraviesan las puertas de cristal y metal. No hay nadie dentro. Es un martes cerca de las dos de la tarde, febrero, y ni siquiera hay una excursión escolar. Martina observa las grandes peceras.
Las medusas no son las de su sueño, pero aun así le gustan. Observa a Rubén. Su amigo lee lentamente las fichas de las medusas. Luego se queda siguiendo sus movimientos dentro del acuario. Tiene una expresión seria. No se da prisa, no actúa como un turista, no pasa corriendo tras hacer unas cuantas fotos. No. Él se toma su tiempo. Martina se sienta en los bancos que hay en torno a una columna.
Apenas han hablado desde que se saludaron. Martina se da cuenta ahora, en aquel banco. Normalmente él habla por los codos. De todo. De cómo están las cosas en su clase, en su casa, con sus amigos. Lo último que hizo el fin de semana, las noticias del día, aquella historia que se le ocurrió en la ducha. Pero hoy ha permanecido callado. Tal vez es por ella, se dice. Puede que la hubiera notado extraña, distante.
Martina respira hondo. Es como volver a su sueño. La tenue oscuridad, las medusas. Se siente en paz. Apoya la cabeza en la columna y cierra los ojos. El sonido es amortiguado, de agua, las suaves pisadas de Rubén. El tintineo de sus cadenas.
No sabe cuánto tiempo ha estado así, pero de repente alguien se sienta a su lado. Abre los ojos y Rubén la mira con evidente preocupación.
—¿Estás bien? –le pregunta. Martina sonríe por primera vez.
—Sí. Creo que acabo de encontrar a mi animal totémico –responde, y Rubén ríe y es como si la realidad volviera a fluir. No, piensa ella, es como si acabara de emerger de un profundo lago. Mira a su alrededor y, de repente, las medusas le parecen los seres más bellos de la Tierra.
CARMEN SUÁREZ