Solía comprar billetes de tren aleatorios como terapia autoimpuesta para un tipo de vida extraordinariamente corriente. Así, obligado por las restricciones de fecha y hora que figuraban en los billetes, me montaba en el vagón correspondiente y, desde mi asiento, contemplaba de manera indirecta a quienes me rodeaban fingiendo permanecer absorto en el paisaje.
Durante el trayecto asignaba minuciosamente una vida a cada pasajero: un motivo para leer sin marearse ese libro del que apenas distinguía el título; el porqué de ese gesto tan fruncido; o aquella manera de vestir tan desafiante a lo estereotipado. Lo más complicado de todo este entramado que urdía mentalmente mientras simulaba mirar el paisaje era, sin duda, asignar un motivo concreto a la huida inconsciente por la que aquellos personajes anónimos se desplazaban hasta su destino.
Por aquel entonces tenía la teoría de que viajar en tren era la forma de huir más bohemia que pudiera imaginarse. El autobús resultaba a tal efecto muy poco glamuroso y el avión demasiado sofisticado.
Sin embargo, la aparición del teléfono móvil arruinó de un plumazo mi insana liturgia ferroviaria. En un punto indeterminado del trayecto del media distancia entre Sevilla y Granada, justo cuando había logrado montar y defender en silencio mi teoría sobre los motivos por los que la chica del 149v había roto su relación sentimental con aquel chico que tan poco le convenía, causa irrefutable de unas ojeras no acordes con la edad ni el insomnio, un irreverente y hasta de mal gusto tono de llamada interrumpió mis pensamientos.
La conversación posterior no dejó lugar a dudas: la joven no soportaba las continuas atenciones que su madre pretendía procurarle y buscaba un poco de libertad cada fin de semana que pasaba con su novio fuera de casa.
En otra ocasión supe, por otra llamada que escuché casi por obligación, dado que al sujeto en cuestión aún le quedaban un par de turnos para su asignación vital correspondiente, que el notable empeoramiento de la salud del tío Rafael lo había forzado a un viaje inaplazable. Después de conocer los detalles de un parte médico involuntariamente adulterado, no tuve más remedio que desearle telepáticamente una pronta mejoría al enfermo, por mucho que dudara de la utilidad de aquella entrometida espontaneidad.
Mi vida cambió el día que coincidí en el vagón con la editora de un importante periódico que comentaba con su interlocutor los detalles de su próxima incorporación al medio como columnista. Después de las presentaciones protocolarias y una serie de correos electrónicos, encontré trabajo como eterna promesa del periodismo literario psicológicamente inestable.
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Por aquel entonces tenía la teoría de que viajar en tren era la forma de huir más bohemia que pudiera imaginarse. El autobús resultaba a tal efecto muy poco glamuroso y el avión demasiado sofisticado.
Sin embargo, la aparición del teléfono móvil arruinó de un plumazo mi insana liturgia ferroviaria. En un punto indeterminado del trayecto del media distancia entre Sevilla y Granada, justo cuando había logrado montar y defender en silencio mi teoría sobre los motivos por los que la chica del 149v había roto su relación sentimental con aquel chico que tan poco le convenía, causa irrefutable de unas ojeras no acordes con la edad ni el insomnio, un irreverente y hasta de mal gusto tono de llamada interrumpió mis pensamientos.
La conversación posterior no dejó lugar a dudas: la joven no soportaba las continuas atenciones que su madre pretendía procurarle y buscaba un poco de libertad cada fin de semana que pasaba con su novio fuera de casa.
En otra ocasión supe, por otra llamada que escuché casi por obligación, dado que al sujeto en cuestión aún le quedaban un par de turnos para su asignación vital correspondiente, que el notable empeoramiento de la salud del tío Rafael lo había forzado a un viaje inaplazable. Después de conocer los detalles de un parte médico involuntariamente adulterado, no tuve más remedio que desearle telepáticamente una pronta mejoría al enfermo, por mucho que dudara de la utilidad de aquella entrometida espontaneidad.
Mi vida cambió el día que coincidí en el vagón con la editora de un importante periódico que comentaba con su interlocutor los detalles de su próxima incorporación al medio como columnista. Después de las presentaciones protocolarias y una serie de correos electrónicos, encontré trabajo como eterna promesa del periodismo literario psicológicamente inestable.
PABLO POÓ