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Autoestima y adolescencia

En entregas anteriores he tratado sobre unos valores considerados básicos para el mejor desarrollo del sujeto, tanto a nivel personal como colectivo-social. Hace ya tiempo que vengo utilizando aquella cantilena –también vale cantinela- que decía: “no está usted solo, Radio Popular le acompaña”, muletilla que siempre me ha valido para recordar en clase que somos parte de un todo, popular -social, en el que incide nuestro modo de actuar y, a la par, nos condiciona a nosotros mismos.

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De aquellos doce valores, no excluyentes y sí necesarios para caminar por los senderos de la vida, hoy quiero centrarme en la autoestima. Importante es que los hijos se acepten a sí mismos, pero sobre todo es básico que se perciban aceptados. Decía que no son ni pueden ser una proyección de lo que hubiéramos querido ser nosotros e insistía en que cierta dosis de frustración también es necesaria, a la par que remachaba la necesidad de ser capaces de utilizar el no para educar.

Valores imprescindibles para poder llegar a ser unas “buenas personas”, máxime cuando se están desdibujando los posibles modelos a imitar. Valores a trasferir desde la familia necesariamente. Perdonen que sea tan machacón.

El adolescente es uno más de la familia, no un grano que nos ha salido en cierta parte del cuerpo y por tanto debemos hacer que participe de la vida familiar, tanto en lo bueno como en lo malo. Con demasiada frecuencia, los padres, para evitarles que sufran, les camuflamos la verdadera situación, un problema económico, una enfermedad, una adversidad cualquiera.

Hablamos entre nosotros y nos callamos cuando entran en la habitación, musitando quedamente un “que no se enteren los niños…”. ¡Craso error! Hagamos que participen de las alegrías y preocupaciones familiares. Tienen derecho a ello. Una actitud participativa colaborará a que sean responsables.

Razonemos con ellos en un ejercicio de transmisión de pautas de actuación para así fomentar una actitud de compromiso y poder exigirles, en el plano moral y social, una postura consecuente y comprometida. El ordeno y mando no vale para educar, como tampoco vale el síndrome del avestruz consistente en hacer la vista gorda para así eludir problemas. ¿Ojos que no ven, manta que me llevo? Me temo que no.

En esta etapa educativa los problemas son como golondrinos: problema que eludo hoy, saldrá mañana y además infestado de pus. La obediencia ciega, que nos inculcaron a nosotros, ya no vale para las generaciones posteriores, pero esconder la cabeza bajo el ala tampoco. Es claro que si pedimos que nos escuchen también tienen derecho a ser escuchados. Esta dualidad en la comunicación es necesaria para conquistar la confianza del adolescente porque constituye el verdadero meollo del diálogo.

Escuchar a los hijos, sus opiniones, sentimientos, alegrías y dificultades constituye sólo un aspecto de la comunicación. Por ende, los mayores somos libres de expresarles o no nuestros sentimientos, alegrías, cansancios, frustraciones. Cada cual en su casa hace lo que cree mejor, ¡faltaría más!

La adolescencia es una etapa muy especial y sobre todo muy difícil. Están saliendo de la infancia y aún no son adultos. A partir de aquí empiezan a volar, unos quieren hacerlo solos, otros no se atreven a salir del nido; pese a que todos dan muestras de suficiencia, aun no son capaces de soltar un “dejarme solo que esto ya sé yo cómo hacerlo”.

En líneas anteriores he hecho referencia a unas exigencias en el plano moral y social, exigencias que podríamos explicitar en los siguientes términos sin ser exhaustivos: una mentira manifiesta, por muy pequeña que sea, coger dinero sin permiso, la incorrección ante otras personas, faltas de respeto, tanto a los de casa como a los de fuera, etc., etc., no deben ser nunca pasadas por alto.

Ante este tipo de conducta es urgente ser inflexibles, porque el adolescente necesita que le marquemos territorio. Si le pasamos por alto un comportamiento inconveniente lo traducirá como indiferencia o que no nos importa y, en el peor de los casos, pensará que ¡ancha es Castilla!

En estas circunstancias debemos comunicarles cómo nos sentimos. Se hace necesario que nos vean como personas con todas las virtudes y defectos y no por ello vamos a perder nuestro prestigio como padres.

Un adolescente que quiere a sus padres puede desobedecerles, pero se sentirá muy mal al hacerlo; el cariño que siente por ellos hará que él mismo se proponga rectificar. No bastaría con pedir perdón y aquí entraría de lleno un diálogo constructivo acompañado de una estrategia adecuada por la que se les exige algo a cambio.

Insistíamos en otro artículo que se hace necesario formar un frente unido padre-madre, sobre todo en cuestiones consideradas básicas. Las normas de obligado cumplimiento hay que delimitarlas bien para no quemarse ni gastar cartuchos en balde y sobre todo no crear fricciones en la pareja. En todas las edades, pero aún más en la adolescencia, es importante que los hijos vean que padre y madre van en la misma línea de exigencia.

Mal asunto es que aparezcamos como el bueno y el malo ¿Dónde entra el feo? Los hijos aprenden muy pronto la divisa “divide y vencerás”. También saben distinguir muy bien cuál de las partes, ese día, está dispuesta a ceder. ¿Chantaje emocional? No, gracias.

Recapitulando, doy unas breves pinceladas sobre la autoestima y sobre algunos aspectos positivos y negativos de la misma en relación con la adolescencia.

Se suele entender la autoestima como la capacidad que tiene cada persona de valorarse, apreciarse y aceptarse a sí misma como resultado de sensaciones y experiencias que va incorporando a lo largo de la vida. Por un lado se cimenta en el autoconceto, entendido como la opinión que tenemos de nosotros mismos, por otro en un marcado autorespeto que comporta un necesario autoconocimiento.

Existen indicadores que marcan una posible baja o alta autoestima en cada sujeto. Una persona con baja autoestima miente con frecuencia, no suele respetar al otro, necesita destacar, descuida la imagen o se obsesiona con ella, vive a salto de mata, es presa fácil de adicciones, actúa agresivamente, le concome la envidia, necesita seguir la moda de la tropa para sentirse integrado.

Algunos comportamientos que revelan autoestima alta podrían ser el deseo de aprender, agradecer, reflexionar, valorar el tiempo, actuar honestamente, aceptarse, confiar en las propias capacidades, cumplir los acuerdos. Aquí hay que añadir los contrarios citados en la baja autoestima. En ninguno de los dos casos dichos indicadores son absolutos.

A más seguridad en sí mimos mejor actuación, mejor integración; más inseguridad trae problemas tanto para ellos como para los que le rodean. Será en la adolescencia cuando se forjen las claves del futuro adulto. Es la época en la que pasan de la dependencia de las personas a las que aman -la familia-, a la autonomía personal que les encaminará a confiar en sus propios recursos.

Que actúen con confianza, responsabilidad, coherencia, autonomía, perseverancia, flexibilidad, etc., depende en buena medida de la familia que es el colchón emocional donde mejor pueden dormir. Finalmente recordar que la obediencia está relacionada con el cariño y el cariño se fomenta con el conocimiento real de su persona.

PEPE CANTILLO
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