Decidió viajar al extranjero buscando algo lo más parecido posible a una especie de retiro espiritual con el que expiar las culpas que el contacto cotidiano con sus conciudadanos le había obligado a contraer día tras día. Se imaginaba un modelo distinto de civilización, casi con tintes nietzscheanos, de la que impregnarse hasta saciarse para volver a su cruda realidad teniendo, al menos, una esperanza de algún mundo mejor en el horizonte, por lejano que pareciese.
El primer aviso, sin embargo, le llegó poco después de aterrizar, justo cuando se disponía a tomar el tren con dirección al centro de aquella ciudad nórdica y todavía disfrutaba del agradable sabor de boca que la falta de tornos en los que picar el billete a la entrada de la estación le había dejado. Justo al terminar la bajada de las escaleras mecánicas, cerca de una treintena de personas se agolpaban, desordenada e impacientemente, aguardando la llegada del mismo tren que habría de tomar él.
Esquivando aquel rebaño humano con las dificultades propias que el moverse con una maleta de grandes dimensiones acarrea, consiguió llegar a una zona de andén, unos metros más allá, en la que no había absolutamente nadie.
"No te sulfures –pensó-, si no existieran personas como esas que se agolpan en unos cuantos metros cuadrados esperando inermes la llegada del tren, las personas como tú no disfrutarían de los asientos libres que ofrecen los primeros vagones".
Unos días más tarde, en el museo nacional, mientras buscaba el sitio exacto en el que colocarse delante de aquella reseña que explicaba una de las obras del periodo parisino de Van Gogh de modo que no molestase a nadie en su lectura y se asegurara, de paso, la correcta visión de las letras, varias personas, como un goteo nocturno de ducha mal cerrada que te obliga con la impertinencia de un niño a levantarte a cerrarlo, se situaron indiscriminadamente al azar delante de él y los otros lectores. "Deben de ser miopes", reflexionó para sus adentros: "nadie puede ser tan egoísta o tan zopenco por estos lares; al menos no tan al norte, por favor".
Pero, a su pesar, pasaban los días y las escenas cotidianas se repetían a 2.242 kilómetros de distancia. Seguía teniendo la sensación de que los viandantes se dirigían hacia él como misiles destinados a algún punto perdido en el horizonte que arrasaban en su paso con todo lo que se interpusiera en su camino.
"Me da, me da, me da… si no me quito me da". Y, efectivamente, de no efectuar un preciso movimiento de cadera en el momento oportuno, nada en el mundo hubiera evitado aquella colisión humana tan absurda y gratuita.
Hubo un lunes, a la postre el último día que habría de pasar en aquel gélido país extranjero, que no consiguió salir del ascensor hasta que todo aquel tropel de nórdicos hizo entrada en el mismo. "Animales", susurró mientras se dirigía a su habitación dispuesto a hacer las maletas. "Si realmente somos todos iguales, al menos, que hablen mi idioma".
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Esquivando aquel rebaño humano con las dificultades propias que el moverse con una maleta de grandes dimensiones acarrea, consiguió llegar a una zona de andén, unos metros más allá, en la que no había absolutamente nadie.
"No te sulfures –pensó-, si no existieran personas como esas que se agolpan en unos cuantos metros cuadrados esperando inermes la llegada del tren, las personas como tú no disfrutarían de los asientos libres que ofrecen los primeros vagones".
Unos días más tarde, en el museo nacional, mientras buscaba el sitio exacto en el que colocarse delante de aquella reseña que explicaba una de las obras del periodo parisino de Van Gogh de modo que no molestase a nadie en su lectura y se asegurara, de paso, la correcta visión de las letras, varias personas, como un goteo nocturno de ducha mal cerrada que te obliga con la impertinencia de un niño a levantarte a cerrarlo, se situaron indiscriminadamente al azar delante de él y los otros lectores. "Deben de ser miopes", reflexionó para sus adentros: "nadie puede ser tan egoísta o tan zopenco por estos lares; al menos no tan al norte, por favor".
Pero, a su pesar, pasaban los días y las escenas cotidianas se repetían a 2.242 kilómetros de distancia. Seguía teniendo la sensación de que los viandantes se dirigían hacia él como misiles destinados a algún punto perdido en el horizonte que arrasaban en su paso con todo lo que se interpusiera en su camino.
"Me da, me da, me da… si no me quito me da". Y, efectivamente, de no efectuar un preciso movimiento de cadera en el momento oportuno, nada en el mundo hubiera evitado aquella colisión humana tan absurda y gratuita.
Hubo un lunes, a la postre el último día que habría de pasar en aquel gélido país extranjero, que no consiguió salir del ascensor hasta que todo aquel tropel de nórdicos hizo entrada en el mismo. "Animales", susurró mientras se dirigía a su habitación dispuesto a hacer las maletas. "Si realmente somos todos iguales, al menos, que hablen mi idioma".
PABLO POÓ