Unas veces fueron herejes, otros brujas, muchas judíos, o moros, o gitanos o leprosos. Ahora son los políticos, y no les andan lejos muchos otros: sindicalistas de oficio, empresarios y ya no digamos bancarios o banqueros. El sambenito, la picota, la hoguera, la procesión, el escupitajo, la pedrada... no son nuevos pero sí comportamientos reiterados en el conjunto de la humanidad y en España.
Tampoco es nuevo el chivo expiatorio, la cabeza de turco, los apestados en suma, sobre quienes se concitan todas las iras y a quienes hay que zaherir y victimar en plaza pública, sea auto de fe o sea guillotina, mientras las gentes clamorean salmodias o hacen calceta mientras les cortan la cabeza.
Empieza –y más que empieza- a haber en nuestra calles un clima de linchamiento, de llevar a los cuatreros a la soga por las bravas y dejarlos allí colgados y pataleando. La clase política tiene que ver y penar mucho por ello en lo sucedido, vaya eso por delante, y en dar cada día mil razones y ofrecer a cada instante toda su gama de estercoleros –hasta ahora, por lo general, impunes-.
Tiene mucho de lo que responder y deberá de hacerlo ante la Ley y tendremos que verles pagar, y nunca mejor dicho, por ello. A los culpables, claro. Y sólo a los culpables. Los que sean y con independencia de lo alto que estén y los poderes y agarres que tengan.
Pero eso es una cosa y los linchamientos, otra muy diferente. Y hay quienes están azuzando más lo segundo que lo primero y, en casos, o bien para salvarse ellos –los más podridos-, y otros por buscar un explosión colectiva de la que saquen tajada, se está inoculando desde hace tiempo un peligroso virus y su erupción puede acabar en un incendio donde nos consumamos todos. Incluso los que, al principio, acarrearon y arrimaron la candela.
Lo sucedido al exministro López Aguilar y a Beatriz Talegón –la aparatik socialista con una decena de colocaciones, entre asesorias y cargos orgánicos, a la que el agiprop televisivo quiere convertir en “Bea, la joven rebelde: 30 años no son nada”- debiera hacer meditar a todos –y más a algunos- sobre el caldo de cultivo que se está creando.
Porque aunque uno pueda entender el cabreo suscitado por la presunta rebelde, a la que le sobró el maquillaje para enjugarle las lágrimas en todos los platós a los que acudió en una gymkhana nocturna, yéndose a hacerse fotos en una manifestación contra los desahucios, el comportamiento de los manifestantes ni puede compartirse ni defenderse.
Como no puede hacerse con esa imposición y coacción en la calles que un día los “indignados” y al otro los “mareados” suponen que les pertenecen en exclusiva y que pueden hacer lo que quieran sin atender a ninguna ley ni a ningún derecho que no sean los suyos.
Las cosas están mal, las gentes hartas, el mar revuelto y las esperanzas desvanecidas. Pero quemarlo todo, la ley de Linch, el acoso, la persecución y el derribo con técnicas de telebasura, con la repetición obsesiva gobelssiana y manipulada de una consigna o una mentira es más que irresponsabilidad. Es un verdadero suicidio colectivo.
Tampoco es nuevo el chivo expiatorio, la cabeza de turco, los apestados en suma, sobre quienes se concitan todas las iras y a quienes hay que zaherir y victimar en plaza pública, sea auto de fe o sea guillotina, mientras las gentes clamorean salmodias o hacen calceta mientras les cortan la cabeza.
Empieza –y más que empieza- a haber en nuestra calles un clima de linchamiento, de llevar a los cuatreros a la soga por las bravas y dejarlos allí colgados y pataleando. La clase política tiene que ver y penar mucho por ello en lo sucedido, vaya eso por delante, y en dar cada día mil razones y ofrecer a cada instante toda su gama de estercoleros –hasta ahora, por lo general, impunes-.
Tiene mucho de lo que responder y deberá de hacerlo ante la Ley y tendremos que verles pagar, y nunca mejor dicho, por ello. A los culpables, claro. Y sólo a los culpables. Los que sean y con independencia de lo alto que estén y los poderes y agarres que tengan.
Pero eso es una cosa y los linchamientos, otra muy diferente. Y hay quienes están azuzando más lo segundo que lo primero y, en casos, o bien para salvarse ellos –los más podridos-, y otros por buscar un explosión colectiva de la que saquen tajada, se está inoculando desde hace tiempo un peligroso virus y su erupción puede acabar en un incendio donde nos consumamos todos. Incluso los que, al principio, acarrearon y arrimaron la candela.
Lo sucedido al exministro López Aguilar y a Beatriz Talegón –la aparatik socialista con una decena de colocaciones, entre asesorias y cargos orgánicos, a la que el agiprop televisivo quiere convertir en “Bea, la joven rebelde: 30 años no son nada”- debiera hacer meditar a todos –y más a algunos- sobre el caldo de cultivo que se está creando.
Porque aunque uno pueda entender el cabreo suscitado por la presunta rebelde, a la que le sobró el maquillaje para enjugarle las lágrimas en todos los platós a los que acudió en una gymkhana nocturna, yéndose a hacerse fotos en una manifestación contra los desahucios, el comportamiento de los manifestantes ni puede compartirse ni defenderse.
Como no puede hacerse con esa imposición y coacción en la calles que un día los “indignados” y al otro los “mareados” suponen que les pertenecen en exclusiva y que pueden hacer lo que quieran sin atender a ninguna ley ni a ningún derecho que no sean los suyos.
Las cosas están mal, las gentes hartas, el mar revuelto y las esperanzas desvanecidas. Pero quemarlo todo, la ley de Linch, el acoso, la persecución y el derribo con técnicas de telebasura, con la repetición obsesiva gobelssiana y manipulada de una consigna o una mentira es más que irresponsabilidad. Es un verdadero suicidio colectivo.
ANTONIO PÉREZ HENARES