Cabría hacerse una pregunta cuando observamos los casos de corrupción que afloran en la política: ¿Es sólo en ese ámbito donde germinan este tipo de irregularidades y abusos? Debería plantearse la pregunta porque, para abordar el combate contra la corrupción, sería preciso determinar la extensión de ésta y las condiciones que abonan su existencia, a fin de zanjar de raíz este mal que parece aquejar a la sociedad española.
Y es que, a pesar de lo expresado en el artículo anterior, la corrupción no está arraigada únicamente en la “cosa pública” como parece, ni es exclusiva de ella. El fenómeno de la corrupción obedece a condicionantes sociales, culturales y morales que hacen que se tolere hasta cierto punto su existencia no sólo con benevolencia, sino incluso como reacción defensiva (ahora me toca a mi) cuando las circunstancias lo permiten.
Además, la tendencia al incumplimiento de las normas y las irregularidades que comportan muchos actos proceden de hábitos extendidos en la población, hasta el extremo de poder afirmar que surgen políticos corruptos porque la sociedad es corrupta. También hasta cierto punto, vuelvo a repetir.
Para convencerse de ello basta con analizar las experiencias que continuamente vivimos en nuestras relaciones cotidianas. Saltarse un semáforo, conducir a mayor velocidad de la permitida o aparcar en doble fila son ejemplos de “irregularidades” que realizamos con la convicción de estar sorteando obstáculos que dificultan la “fluidez” de la circulación. No son graves hasta que provocan un accidente, entorpecen la actuación de bomberos o ambulancias y generan el caos en el tráfico rodado.
Y es que ese mismo “listillo” que cree comportarse con resolución ante lo que impide su libertad de desplazamiento, también, dada la ocasión, es renuente a guardar su turno en las colas, alardea de no pagar alguna factura y de “escaquearse” de sus obligaciones cuando puede. No olvidemos que, efectivamente, España es la patria de la picaresca, no sólo novelesca, sino también por la abundancia de estos personajes en la vida real.
Raro es el estamento o clase social que no cobija “pícaros” que piensan que los demás son tontos. Sisar en la compra, no declarar ingresos al fisco o permitir “obsequios” de proveedores que, en algunas actividades, aseguran así la adquisición de su producto, son otros ejemplos de conductas que, llegado el caso, podrían no hacerle ascos a las prácticas penalmente corruptas.
Cualquiera de los que cometen estas faltas, si accediera a la actividad política, consideraría “normal” saltarse determinadas reglas con tal de lograr los objetivos perseguidos. Y eso en el mejor de los casos, cuando sólo procuran “acelerar” iniciativas más o menos beneficiosas al conjunto de la sociedad. Porque hay también a los que les tienta la avaricia.
¿Cuántos conoce usted en su ambiente? El médico al que determinados laboratorios “financian” la asistencia a un congreso; el taxista que hace un recorrido innecesario que incrementa el coste de la carrera; o el taller que cobra piezas no sustituidas por recambios originales, son otras muestras de esa particular idiosincrasia española hacia la picaresca.
La política, por tanto, es mero reflejo de la sociedad en la que se halla inserta. El político corrupto es una persona que se comporta de igual forma en la vida diaria, esquivando con irregularidades y “atajos” lo que considera impedimentos para el desarrollo de su actividad o cometido. Lo único que cambia es la “cantidad” de la tropelía que comete, no la “calidad”.
Ya no es un boli que no paga en unos grandes almacenes, sino una cuenta en Suiza con millones de euros que ha detraído del dinero que debía administrar con discreción y… sin control. Pero la catadura moral de quien realiza ambas sustracciones es la misma, así como la falta de honradez y la carencia de cualquier sujeción ética. La corrupción florece gracias a ese substrato árido en principios que parece conformar la conducta de estos individuos difíciles de avezar a la legalidad.
En puridad, no existe más corrupción en el gremio de la política que en el de fontaneros o médicos, por señalar ejemplos distintos y distantes. En todos ellos conviven sinvergüenzas que aprovechan cualquier oportunidad para enriquecerse u obtener ventajas (económicas, laborales, etc.) sin respetar la igualdad de oportunidades ni las normas que regulan su actividad.
Lo que sí es cierto es que la magnitud de los casos de corrupción que estamos conociendo en la política es tremendamente grave e importante, tanto por el volumen de lo defraudado como por las consecuencias negativas que acarrean en la percepción de la democracia por parte de los ciudadanos.
Siendo intolerable el dinero robado a los contribuyentes, más inaceptable es aún el daño que ocasiona en la confianza que la sociedad debe guardar del sistema político y sus instituciones. Una desconfianza que no sólo provoca la desafección política y la abstención de los votantes, sino que alimenta los “populismos” de uno y otro signo que fragmentan la voluntad popular mediante apelaciones emocionales, no racionales.
La denuncia de la corrupción política no debe, sin embargo, hacernos perder la perspectiva a la hora de erradicar su práctica en cualquier escenario. Una sociedad sana no consiente “trampas” en ningún nivel ni a ninguna escala. Debe erradicarlas todas. Más que una regeneración de la política, necesitamos una regeneración cívica, en la que la rectitud de las personas, cualesquiera las circunstancias en que se desenvuelvan, sea la impronta de sus conductas.
Sólo así se instalaría una “tolerancia cero” a la corrupción que impediría su arraigo entre los hábitos sociales. Para ello, aparte de la transparencia y el control ya citados, se hace preciso la asunción de valores que repudien estas prácticas por parte de todos los ciudadanos. Combatir la corrupción empieza en uno mismo.
Y es que, a pesar de lo expresado en el artículo anterior, la corrupción no está arraigada únicamente en la “cosa pública” como parece, ni es exclusiva de ella. El fenómeno de la corrupción obedece a condicionantes sociales, culturales y morales que hacen que se tolere hasta cierto punto su existencia no sólo con benevolencia, sino incluso como reacción defensiva (ahora me toca a mi) cuando las circunstancias lo permiten.
Además, la tendencia al incumplimiento de las normas y las irregularidades que comportan muchos actos proceden de hábitos extendidos en la población, hasta el extremo de poder afirmar que surgen políticos corruptos porque la sociedad es corrupta. También hasta cierto punto, vuelvo a repetir.
Para convencerse de ello basta con analizar las experiencias que continuamente vivimos en nuestras relaciones cotidianas. Saltarse un semáforo, conducir a mayor velocidad de la permitida o aparcar en doble fila son ejemplos de “irregularidades” que realizamos con la convicción de estar sorteando obstáculos que dificultan la “fluidez” de la circulación. No son graves hasta que provocan un accidente, entorpecen la actuación de bomberos o ambulancias y generan el caos en el tráfico rodado.
Y es que ese mismo “listillo” que cree comportarse con resolución ante lo que impide su libertad de desplazamiento, también, dada la ocasión, es renuente a guardar su turno en las colas, alardea de no pagar alguna factura y de “escaquearse” de sus obligaciones cuando puede. No olvidemos que, efectivamente, España es la patria de la picaresca, no sólo novelesca, sino también por la abundancia de estos personajes en la vida real.
Raro es el estamento o clase social que no cobija “pícaros” que piensan que los demás son tontos. Sisar en la compra, no declarar ingresos al fisco o permitir “obsequios” de proveedores que, en algunas actividades, aseguran así la adquisición de su producto, son otros ejemplos de conductas que, llegado el caso, podrían no hacerle ascos a las prácticas penalmente corruptas.
Cualquiera de los que cometen estas faltas, si accediera a la actividad política, consideraría “normal” saltarse determinadas reglas con tal de lograr los objetivos perseguidos. Y eso en el mejor de los casos, cuando sólo procuran “acelerar” iniciativas más o menos beneficiosas al conjunto de la sociedad. Porque hay también a los que les tienta la avaricia.
¿Cuántos conoce usted en su ambiente? El médico al que determinados laboratorios “financian” la asistencia a un congreso; el taxista que hace un recorrido innecesario que incrementa el coste de la carrera; o el taller que cobra piezas no sustituidas por recambios originales, son otras muestras de esa particular idiosincrasia española hacia la picaresca.
La política, por tanto, es mero reflejo de la sociedad en la que se halla inserta. El político corrupto es una persona que se comporta de igual forma en la vida diaria, esquivando con irregularidades y “atajos” lo que considera impedimentos para el desarrollo de su actividad o cometido. Lo único que cambia es la “cantidad” de la tropelía que comete, no la “calidad”.
Ya no es un boli que no paga en unos grandes almacenes, sino una cuenta en Suiza con millones de euros que ha detraído del dinero que debía administrar con discreción y… sin control. Pero la catadura moral de quien realiza ambas sustracciones es la misma, así como la falta de honradez y la carencia de cualquier sujeción ética. La corrupción florece gracias a ese substrato árido en principios que parece conformar la conducta de estos individuos difíciles de avezar a la legalidad.
En puridad, no existe más corrupción en el gremio de la política que en el de fontaneros o médicos, por señalar ejemplos distintos y distantes. En todos ellos conviven sinvergüenzas que aprovechan cualquier oportunidad para enriquecerse u obtener ventajas (económicas, laborales, etc.) sin respetar la igualdad de oportunidades ni las normas que regulan su actividad.
Lo que sí es cierto es que la magnitud de los casos de corrupción que estamos conociendo en la política es tremendamente grave e importante, tanto por el volumen de lo defraudado como por las consecuencias negativas que acarrean en la percepción de la democracia por parte de los ciudadanos.
Siendo intolerable el dinero robado a los contribuyentes, más inaceptable es aún el daño que ocasiona en la confianza que la sociedad debe guardar del sistema político y sus instituciones. Una desconfianza que no sólo provoca la desafección política y la abstención de los votantes, sino que alimenta los “populismos” de uno y otro signo que fragmentan la voluntad popular mediante apelaciones emocionales, no racionales.
La denuncia de la corrupción política no debe, sin embargo, hacernos perder la perspectiva a la hora de erradicar su práctica en cualquier escenario. Una sociedad sana no consiente “trampas” en ningún nivel ni a ninguna escala. Debe erradicarlas todas. Más que una regeneración de la política, necesitamos una regeneración cívica, en la que la rectitud de las personas, cualesquiera las circunstancias en que se desenvuelvan, sea la impronta de sus conductas.
Sólo así se instalaría una “tolerancia cero” a la corrupción que impediría su arraigo entre los hábitos sociales. Para ello, aparte de la transparencia y el control ya citados, se hace preciso la asunción de valores que repudien estas prácticas por parte de todos los ciudadanos. Combatir la corrupción empieza en uno mismo.
DANIEL GUERRERO