La Jefatura de Estado es una figura simbólica que representa, en su singularidad, al conjunto de la Nación ante los propios ciudadanos y frente a otras naciones o estados con los que guarda relación en su proyección internacional. Un presidente de república o un Rey son, en la actualidad, los cargos que asumen esa función representativa de la cúspide estatal en las democracias modernas, que depositan, en cambio, la acción de gobierno real en los elegidos para tal fin por el pueblo soberano en cada proceso electoral. De ambos modelos (república/monarquía), el más democrático es el Jefe de Estado elegido directamente en unas elecciones ex profeso. No es el caso de España.
El rey de España no fue elegido más que por el dictador Francisco Franco para que le sucediera cuando falleciera. Para ello, lo nombró sucesor de su Régimen y declaró a España reino, reinstaurando la monarquía, pero saltándose la histórica sucesión hereditaria que correspondía al padre del actual rey, Don Juan de Borbón, quien de manera renuente renunció a sus derechos, en favor de su hijo Juan Carlos, cuando los hechos consumados eran irreversibles.
Es mérito del rey Juan Carlos propiciar la evolución de la democracia en España, que se dota de una Constitución que avala la Corona como la institución que asume la Jefatura del Estado con el título de Rey de España, como símbolo de unidad y permanencia del Estado.
El refrendo de la Constitución legitima aquella designación franquista del Rey y la reinstauración de la monarquía en España, aunque nunca hubo posibilidad de una elección alternativa al modelo de Estado. El “paquete constitucional” votado en referéndum venía con la opción monárquica.
No obstante, ese rey elegido indirectamente supo asumir sus funciones constitucionales y representó una garantía de estabilidad democrática, en especial cuando rechazó las pretensiones de los que intentaron un Golpe de Estado, secuestrando al Gobierno y a los parlamentarios en la intentona del teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, durante la sesión de investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, el 23 de febrero de 1981.
El proceso modernizador que trajo apareada la democracia en España favoreció la confianza y el respeto por la Corona durante lustros, hasta el extremo de ser la institución mejor valorada por los españoles.
La Familia Real representaba un ejemplo de austeridad y comedimiento en comparación con otras realezas contemporáneas, acostumbradas al boato y el dispendio. Ello, en parte, era consecuencia de la discreción con la que el Rey conducía sus asuntos de índole privada (aficiones) y el oscurantismo que ha impedido el conocimiento al detalle de la partida presupuestaria que se le asignaba.
Hoy, sin embargo, la Corona está en cuestión por múltiples causas. En primer lugar, por el conocimiento de “excesos” cometidos tanto por el Rey como por miembros de su familia. La “urna de cristal” que protegía a los habitantes de La Zarzuela se ha roto con los problemas matrimoniales y los escándalos de corrupción que envuelven a las princesas, además de ese poco “elegante” safari en África del Rey para cazar elefantes cuando su país sufría una de las peores crisis económicas que se recuerdan y que aboca al paro a millones de personas.
Los que nunca fueron súbditos descubren que los ciudadanos tienen derecho a saber y controlar las instituciones con que se dotan para regular la convivencia en común. Empiezan a exigir transparencia y explicaciones de actitudes que debían ser, en el caso del Rey, refrendadas por el Gobierno en nombre de la soberanía popular.
El “aura” que ligaba a los reyes con la divinidad en sus orígenes desaparece definitivamente en unas democracias que permiten a los pueblos fiscalizar, en teoría, todas sus instituciones, aunque consientan a la monarquía algunas de esas rancias atribuciones, como la inviolabilidad e inmunidad absolutas y la sucesión hereditaria de su titular.
Ninguno de los méritos que atesora al Rey le ha eximido de ese interés ciudadano por sus actos ni de la necesidad de verse obligado a pedir perdón por los sucedido en Botsuana, donde se desconocía que hubiera acudido invitado por millonarios extranjeros a una cacería, junto a acompañantes privados, país del que tuvo que ser trasladado con urgencia a España por romperse una cadera. Pedir disculpas y ofrecer votos de enmienda no han frenado el descrédito de la monarquía.
Ni siquiera el simulacro de entrevista que le hiciera Jesús Hermida en prime time en Televisión Española, ni la actualización de la página web de la Casa del Rey, en la que excluye de la Familia Real al yerno imputado por corrupción, ni el desglose todavía no pormenorizado de sus gastos, evitan el cuestionamiento de la Corona en España. Un cuestionamiento que todavía no terminan por comprender que no se debe sólo a los escándalos que conciernen a sus Altezas, tan humanas como las demás, sino a causas más profundas.
El motivo más importante de la desafección ciudadana de la monarquía es su obsolescencia. Los problemas de sus miembros sólo han evidenciado la naturaleza nada especial con la que se arrogaban privilegios y prebendas, cuando en realidad debían ser altísimos funcionarios expuestos a la responsabilidad de sus actos.
La institución monárquica, como la religión, se adapta con dificultad a sociedades regidas por la racionalidad y la democracia, que relegan al ámbito de lo particular las creencias y los hábitos que perduran sólo por tradición.
La democracia y los escándalos llevan a los españoles a someter a enjuiciamiento crítico una Jefatura de Estado sin apenas control y de sucesión hereditaria, tal como contemplaban los egipcios a sus faraones hace miles de años. Si la propia Constitución establece la igualdad de los españolas sin distinción, ¿qué hace distinto al Rey?
Una Jefatura de Estado, encarnada por una personalidad de reconocido y contrastado prestigio y rectitud personal, elegida de forma democrática por un plazo de tiempo previamente establecido, y que no suponga el mantenimiento de toda una pléyade aristocrática, seguro que representaría dignamente la elevada función simbólica que le estaría encomendada, con el añadido de que sus abusos y escándalos serían reprobados por los ciudadanos en cada elección y vigilados y castigados por la justicia sin la coraza de una impunidad e inviolabilidad vitalicia.
Este “despertar” de los ciudadanos a “otra” realidad republicana (sin miedo al nombre), es el mayor peligro de la Corona española, una corona obsoleta. Y la culpa la tiene la propia monarquía.
El rey de España no fue elegido más que por el dictador Francisco Franco para que le sucediera cuando falleciera. Para ello, lo nombró sucesor de su Régimen y declaró a España reino, reinstaurando la monarquía, pero saltándose la histórica sucesión hereditaria que correspondía al padre del actual rey, Don Juan de Borbón, quien de manera renuente renunció a sus derechos, en favor de su hijo Juan Carlos, cuando los hechos consumados eran irreversibles.
Es mérito del rey Juan Carlos propiciar la evolución de la democracia en España, que se dota de una Constitución que avala la Corona como la institución que asume la Jefatura del Estado con el título de Rey de España, como símbolo de unidad y permanencia del Estado.
El refrendo de la Constitución legitima aquella designación franquista del Rey y la reinstauración de la monarquía en España, aunque nunca hubo posibilidad de una elección alternativa al modelo de Estado. El “paquete constitucional” votado en referéndum venía con la opción monárquica.
No obstante, ese rey elegido indirectamente supo asumir sus funciones constitucionales y representó una garantía de estabilidad democrática, en especial cuando rechazó las pretensiones de los que intentaron un Golpe de Estado, secuestrando al Gobierno y a los parlamentarios en la intentona del teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, durante la sesión de investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, el 23 de febrero de 1981.
El proceso modernizador que trajo apareada la democracia en España favoreció la confianza y el respeto por la Corona durante lustros, hasta el extremo de ser la institución mejor valorada por los españoles.
La Familia Real representaba un ejemplo de austeridad y comedimiento en comparación con otras realezas contemporáneas, acostumbradas al boato y el dispendio. Ello, en parte, era consecuencia de la discreción con la que el Rey conducía sus asuntos de índole privada (aficiones) y el oscurantismo que ha impedido el conocimiento al detalle de la partida presupuestaria que se le asignaba.
Hoy, sin embargo, la Corona está en cuestión por múltiples causas. En primer lugar, por el conocimiento de “excesos” cometidos tanto por el Rey como por miembros de su familia. La “urna de cristal” que protegía a los habitantes de La Zarzuela se ha roto con los problemas matrimoniales y los escándalos de corrupción que envuelven a las princesas, además de ese poco “elegante” safari en África del Rey para cazar elefantes cuando su país sufría una de las peores crisis económicas que se recuerdan y que aboca al paro a millones de personas.
Los que nunca fueron súbditos descubren que los ciudadanos tienen derecho a saber y controlar las instituciones con que se dotan para regular la convivencia en común. Empiezan a exigir transparencia y explicaciones de actitudes que debían ser, en el caso del Rey, refrendadas por el Gobierno en nombre de la soberanía popular.
El “aura” que ligaba a los reyes con la divinidad en sus orígenes desaparece definitivamente en unas democracias que permiten a los pueblos fiscalizar, en teoría, todas sus instituciones, aunque consientan a la monarquía algunas de esas rancias atribuciones, como la inviolabilidad e inmunidad absolutas y la sucesión hereditaria de su titular.
Ninguno de los méritos que atesora al Rey le ha eximido de ese interés ciudadano por sus actos ni de la necesidad de verse obligado a pedir perdón por los sucedido en Botsuana, donde se desconocía que hubiera acudido invitado por millonarios extranjeros a una cacería, junto a acompañantes privados, país del que tuvo que ser trasladado con urgencia a España por romperse una cadera. Pedir disculpas y ofrecer votos de enmienda no han frenado el descrédito de la monarquía.
Ni siquiera el simulacro de entrevista que le hiciera Jesús Hermida en prime time en Televisión Española, ni la actualización de la página web de la Casa del Rey, en la que excluye de la Familia Real al yerno imputado por corrupción, ni el desglose todavía no pormenorizado de sus gastos, evitan el cuestionamiento de la Corona en España. Un cuestionamiento que todavía no terminan por comprender que no se debe sólo a los escándalos que conciernen a sus Altezas, tan humanas como las demás, sino a causas más profundas.
El motivo más importante de la desafección ciudadana de la monarquía es su obsolescencia. Los problemas de sus miembros sólo han evidenciado la naturaleza nada especial con la que se arrogaban privilegios y prebendas, cuando en realidad debían ser altísimos funcionarios expuestos a la responsabilidad de sus actos.
La institución monárquica, como la religión, se adapta con dificultad a sociedades regidas por la racionalidad y la democracia, que relegan al ámbito de lo particular las creencias y los hábitos que perduran sólo por tradición.
La democracia y los escándalos llevan a los españoles a someter a enjuiciamiento crítico una Jefatura de Estado sin apenas control y de sucesión hereditaria, tal como contemplaban los egipcios a sus faraones hace miles de años. Si la propia Constitución establece la igualdad de los españolas sin distinción, ¿qué hace distinto al Rey?
Una Jefatura de Estado, encarnada por una personalidad de reconocido y contrastado prestigio y rectitud personal, elegida de forma democrática por un plazo de tiempo previamente establecido, y que no suponga el mantenimiento de toda una pléyade aristocrática, seguro que representaría dignamente la elevada función simbólica que le estaría encomendada, con el añadido de que sus abusos y escándalos serían reprobados por los ciudadanos en cada elección y vigilados y castigados por la justicia sin la coraza de una impunidad e inviolabilidad vitalicia.
Este “despertar” de los ciudadanos a “otra” realidad republicana (sin miedo al nombre), es el mayor peligro de la Corona española, una corona obsoleta. Y la culpa la tiene la propia monarquía.
DANIEL GUERRERO