Llevo unos días en los que entrar en el supermercado me solivianta sobremanera. Cientos de señoronas, con cardados imposibles, enjoyadas hasta las cejas, habituales del ABC, ilustres representantes de la derecha y asiduas de la parroquia de mi barrio, ocupan las cajas del supermercado donde compro habitualmente. Lucen camisetas y portan bolsas de plástico de La Gran Recogida de Alimentos que patrocina una entidad financiera y promueve el Banco de Alimentos.
Una entidad financiera, la misma que está echando de sus casas a las víctimas de la crisis, patrocina una campaña sentimentalista que contribuye a lavar su imagen pública a costa del hambre que padecen las víctimas de sus desahucios. De paso, evita que la población se cuestione intelectualmente por qué existen familias que necesitan comida y quiénes son los causantes de la injusticia social.
Las señoronas ejercen la caridad con la superioridad moral y económica que les otorga su cardado y los pobres reciben la comida con la humillación de saber que quien le está dando un paquete de lentejas está haciendo ostentación de su poder y un lavado de conciencia navideño.
Si fuera por caridad, no existiría la pobreza. No hay rico que no haya dado caridad alguna vez en su vida. Ni aristócrata que no se haya paseado por un rastrillo benéfico. La caridad es el ejercicio preferido de los poderosos para hacer ostentación de su poder y recordar a los pobres ante quiénes se tienen que agachar.
Este modelo indigno, al que nos está condenando la ideología que votan y aplauden las señoronas pedigüeñas de mi barrio, te echa de tu casa pero te dona muy cristianamente un kilo de arroz con el logotipo de un banco para que te lo comas debajo un puente.
Es la crueldad máxima teñida de sentimentalismo barato que siempre viene en diciembre. Para este ejército de cinismo, travestido en elegantes ropajes y rancios cardados, los pobres no pasan hambre en marzo o en julio: sólo pasan hambre cuando llega la tan cristiana e hipócrita Navidad. Esta caridad obscena no se pregunta ni le importa saber por qué existe el hambre; saben que la respuesta sería muy perjudicial para la poca conciencia que les queda viva.
Bajo el patrocinio de un banco y la excusa de los pobres, un día te dan una pulserita con la bandera de España, que les dona el mismo partido que nos ha empujado a la situación que sufrimos; otro día votan el programa electoral que desprecia la justicia social; y un tercer día ruegan por los pobres y los “negritos” de África en el púlpito de oro de la parroquia.
En el fondo, debajo de su cardado habita el desprecio a los pobres. Por eso los miran desde lejos y no los tocan. Piensan que los pobres de solemnidad son perdedores sociales y, como tales, se merecen el castigo de quedar sin sanidad, sin educación, sin prestación por desempleo y sin una protección social de las administraciones públicas.
Su caridad les recuerda a los pobres que, a lo máximo que pueden aspirar, es a arrodillarse ante el poder para que no olviden quiénes mandan. La caridad emocional te permite comer un kilo de lentejas debajo del puente donde te desahucia el banco por ser el perdedor social de una ideología que tapa con limosnas la indecencia de sus políticas inmisericordes con los débiles.
Una entidad financiera, la misma que está echando de sus casas a las víctimas de la crisis, patrocina una campaña sentimentalista que contribuye a lavar su imagen pública a costa del hambre que padecen las víctimas de sus desahucios. De paso, evita que la población se cuestione intelectualmente por qué existen familias que necesitan comida y quiénes son los causantes de la injusticia social.
Las señoronas ejercen la caridad con la superioridad moral y económica que les otorga su cardado y los pobres reciben la comida con la humillación de saber que quien le está dando un paquete de lentejas está haciendo ostentación de su poder y un lavado de conciencia navideño.
Si fuera por caridad, no existiría la pobreza. No hay rico que no haya dado caridad alguna vez en su vida. Ni aristócrata que no se haya paseado por un rastrillo benéfico. La caridad es el ejercicio preferido de los poderosos para hacer ostentación de su poder y recordar a los pobres ante quiénes se tienen que agachar.
Este modelo indigno, al que nos está condenando la ideología que votan y aplauden las señoronas pedigüeñas de mi barrio, te echa de tu casa pero te dona muy cristianamente un kilo de arroz con el logotipo de un banco para que te lo comas debajo un puente.
Es la crueldad máxima teñida de sentimentalismo barato que siempre viene en diciembre. Para este ejército de cinismo, travestido en elegantes ropajes y rancios cardados, los pobres no pasan hambre en marzo o en julio: sólo pasan hambre cuando llega la tan cristiana e hipócrita Navidad. Esta caridad obscena no se pregunta ni le importa saber por qué existe el hambre; saben que la respuesta sería muy perjudicial para la poca conciencia que les queda viva.
Bajo el patrocinio de un banco y la excusa de los pobres, un día te dan una pulserita con la bandera de España, que les dona el mismo partido que nos ha empujado a la situación que sufrimos; otro día votan el programa electoral que desprecia la justicia social; y un tercer día ruegan por los pobres y los “negritos” de África en el púlpito de oro de la parroquia.
En el fondo, debajo de su cardado habita el desprecio a los pobres. Por eso los miran desde lejos y no los tocan. Piensan que los pobres de solemnidad son perdedores sociales y, como tales, se merecen el castigo de quedar sin sanidad, sin educación, sin prestación por desempleo y sin una protección social de las administraciones públicas.
Su caridad les recuerda a los pobres que, a lo máximo que pueden aspirar, es a arrodillarse ante el poder para que no olviden quiénes mandan. La caridad emocional te permite comer un kilo de lentejas debajo del puente donde te desahucia el banco por ser el perdedor social de una ideología que tapa con limosnas la indecencia de sus políticas inmisericordes con los débiles.
RAÚL SOLÍS