Causan alarma las cotas de oscurantismo y censura a que aspiran los que no están cómodos con la transparencia y el control democrático del ejercicio del poder en este país. Poco a poco van dando síntomas de una alergia a la democracia y a las libertades que está cursando desde el simple sarpullido a una pura reacción anafiláctica que afecta ya a todo el organismo gubernamental. Su cronicidad es letal para la supervivencia democrática de nuestro sistema de convivencia. Y los brotes del mal se generalizan.
Si la Policía reprime con celo excesivo a unos estudiantes y las fotografías así lo atestiguan el día siguiente, surgen de inmediato propuestas que apelan a la prohibición de imágenes de las refriegas callejeras para evitar dar explicaciones comprometidas.
Si un concejal es cuestionado por iniciativas que buscan silenciar a la oposición, de inmediato se arremete contra el medio local que las airea con descalificaciones e insidias por no secundar los criterios del Ayuntamiento y dar a conocer la pretensión de mordaza.
Y si la gestión de recortes y empobrecimiento contra la crisis –que el Gobierno aplica cual verdad revelada- recibe la crítica de los medios de comunicación, inmediatamente brotan voces ministeriales con amenazas explícitas de que “en vez de dar lecciones en editoriales, que paguen sus deudas”.
No son episodios aislados ni banales, sino toda una forma de conducta de quienes ocupan el Poder sin capacidad para aceptar la crítica y el pluralismo de la sociedad. Se trata de una actitud sumamente preocupante y peligrosa que indica la deriva hacia una degradación autoritaria en la forma de gobernar, en tanto en cuanto a los gobernados se les cohibe disentir y manifestar públicamente su disconformidad, bajo amenazas de todo signo, si no aceptan el discurso oficial.
No son opiniones expresadas de manera involuntaria y a la ligera, sino que forman parte de una estrategia por anular todo reproche y cuestionamiento a la acción de gobierno, que se irradia desde instancias muy significativas y poderosas del Estado.
Son rasgos de un autoritarismo en la forma de gobernar. En el primer caso, estamos ante la sugerencia inconcebible del director general de la Policía, Ignacio Cosidó, quien proponía al Ministerio del Interior la prohibición de grabar y difundir imágenes de las actuaciones policiales por el “riesgo” que supondrían para los miembros de estas fuerzas y de las operaciones en las que estarían trabajando.
Si esta medida hubiera estado aprobada, hoy sería imposible demostrar que la pelota que hizo perder un ojo a una ciudadana catalana procedía de los Mossos d´Esquadra y no de los propios manifestantes, como intentó asegurar en un primer momento el conseller de Interior, Felip Puig, en sede parlamentaria.
El segundo ejemplo se produce en un Ayuntamiento de la provincia de Córdoba, donde un concejal vierte insidias contra un medio digital por dar cobijo a una pluralidad de opiniones que no siguen los dictados de quien aspira al aplauso unánime y la adhesión inquebrantable, como en los buenos tiempos de sus antepasados ideológicos. Es una fanfarronada tan vulgar, aunque repetitiva en muchos municipios pequeños, que no merecería la pena comentar, si no fuera porque participa fidedignamente de la estrategia que sigue su formación política.
Pero la última muestra, la que protagoniza un miembro del Gobierno que acapara la responsabilidad del Ministerio de Hacienda, Cristóbal Montoro, es de todo punto inaceptable. Es el síntoma patognomónico que confirma la intolerancia a la crítica y la discrepancia que constituye, al parecer, una constante genética de los políticos del Partido Popular.
Sus palabras no fueron un desliz capturado involuntariamente por un micrófono indiscreto en un momento de calentura verbal, sino toda una declaración de intenciones en el Congreso de los Diputados durante una interpelación parlamentaria acerca de la “amnistía fiscal” promovida por su departamento, con exiguo resultado.
En los tres casos estamos ante hechos de suma envergadura. Amenazar o inducir al miedo a quienes no están de acuerdo con las proclamas oficiales constituye un acto injustificable por la degeneración que supone de los instrumentos y las formas democráticas. Forman parte de un plan para transformar la democracia en una dictadura refrendada.
Para ello, se precisa de una opinión pública favorable, que se moldea con la mentira y con la difusión de valores o discursos proclives a través de medios controlados y afines. Y sobre todo, con el dominio absoluto de los sometidos, a los que se condena a la ignorancia y la anomia, temerosos pero obedientes, para que se limiten a mostrar su refrendo cada cuatro años, sin ninguna ilusión por unos programas que se incumplen con rutinaria reiteración.
De esta manera, se logra instalar un pensamiento único que no pone en cuestión la doctrina gubernamental ni un sistema capitalista que ha dejado a tres cuartas partes de la población mundial en la pobreza, la desnutrición y la miseria, y que en nuestros países de la abundancia nos está regresando al régimen del salario de subsistencia y a la carencia de derechos laborales y protecciones sociales.
Esa mentalización, de la que se erradica todo pensamiento crítico a base de la manipulación y las amenazas, nos empuja a recelar de la libertad y a creer que las conquistas sociales que conforman nuestro Estado del bienestar fueron gracias otorgadas por el Poder, no arrebatadas con sangre, sudor y lágrimas en un tiempo en que parecían simples utopías de visionarios.
No hay que olvidar que la política, más que procurar el bien común, es un equilibrio de fuerzas entre la clase dominante, que intenta preservar sus privilegios, y los dominados, que intentan arrancar parcelas de igualdad y progreso, y que ahora se niegan mediante argumentos tecnocráticos y economicistas.
Por eso, en esta época de dificultades, el Poder tiende a ser absoluto y desterrar toda resistencia. Un concejal, un consejero autonómico o un ministro del Gobierno muestran idéntico interés por imponer, a través de todos los medios a su alcance –legítimos o ilegítimos-, su criterio y su voluntad, a pesar del rechazo mayoritario de la población.
Exhiben rasgos de un autoritarismo indecente y peligroso que, aparte de un desprecio a la democracia, provocan un profundo desencanto en los ciudadanos y crean un apoliticismo insano en sociedades sumisas y calladas. ¿Es, acaso, lo que se persigue con estos ejemplos?
Si la Policía reprime con celo excesivo a unos estudiantes y las fotografías así lo atestiguan el día siguiente, surgen de inmediato propuestas que apelan a la prohibición de imágenes de las refriegas callejeras para evitar dar explicaciones comprometidas.
Si un concejal es cuestionado por iniciativas que buscan silenciar a la oposición, de inmediato se arremete contra el medio local que las airea con descalificaciones e insidias por no secundar los criterios del Ayuntamiento y dar a conocer la pretensión de mordaza.
Y si la gestión de recortes y empobrecimiento contra la crisis –que el Gobierno aplica cual verdad revelada- recibe la crítica de los medios de comunicación, inmediatamente brotan voces ministeriales con amenazas explícitas de que “en vez de dar lecciones en editoriales, que paguen sus deudas”.
No son episodios aislados ni banales, sino toda una forma de conducta de quienes ocupan el Poder sin capacidad para aceptar la crítica y el pluralismo de la sociedad. Se trata de una actitud sumamente preocupante y peligrosa que indica la deriva hacia una degradación autoritaria en la forma de gobernar, en tanto en cuanto a los gobernados se les cohibe disentir y manifestar públicamente su disconformidad, bajo amenazas de todo signo, si no aceptan el discurso oficial.
No son opiniones expresadas de manera involuntaria y a la ligera, sino que forman parte de una estrategia por anular todo reproche y cuestionamiento a la acción de gobierno, que se irradia desde instancias muy significativas y poderosas del Estado.
Son rasgos de un autoritarismo en la forma de gobernar. En el primer caso, estamos ante la sugerencia inconcebible del director general de la Policía, Ignacio Cosidó, quien proponía al Ministerio del Interior la prohibición de grabar y difundir imágenes de las actuaciones policiales por el “riesgo” que supondrían para los miembros de estas fuerzas y de las operaciones en las que estarían trabajando.
Si esta medida hubiera estado aprobada, hoy sería imposible demostrar que la pelota que hizo perder un ojo a una ciudadana catalana procedía de los Mossos d´Esquadra y no de los propios manifestantes, como intentó asegurar en un primer momento el conseller de Interior, Felip Puig, en sede parlamentaria.
El segundo ejemplo se produce en un Ayuntamiento de la provincia de Córdoba, donde un concejal vierte insidias contra un medio digital por dar cobijo a una pluralidad de opiniones que no siguen los dictados de quien aspira al aplauso unánime y la adhesión inquebrantable, como en los buenos tiempos de sus antepasados ideológicos. Es una fanfarronada tan vulgar, aunque repetitiva en muchos municipios pequeños, que no merecería la pena comentar, si no fuera porque participa fidedignamente de la estrategia que sigue su formación política.
Pero la última muestra, la que protagoniza un miembro del Gobierno que acapara la responsabilidad del Ministerio de Hacienda, Cristóbal Montoro, es de todo punto inaceptable. Es el síntoma patognomónico que confirma la intolerancia a la crítica y la discrepancia que constituye, al parecer, una constante genética de los políticos del Partido Popular.
Sus palabras no fueron un desliz capturado involuntariamente por un micrófono indiscreto en un momento de calentura verbal, sino toda una declaración de intenciones en el Congreso de los Diputados durante una interpelación parlamentaria acerca de la “amnistía fiscal” promovida por su departamento, con exiguo resultado.
En los tres casos estamos ante hechos de suma envergadura. Amenazar o inducir al miedo a quienes no están de acuerdo con las proclamas oficiales constituye un acto injustificable por la degeneración que supone de los instrumentos y las formas democráticas. Forman parte de un plan para transformar la democracia en una dictadura refrendada.
Para ello, se precisa de una opinión pública favorable, que se moldea con la mentira y con la difusión de valores o discursos proclives a través de medios controlados y afines. Y sobre todo, con el dominio absoluto de los sometidos, a los que se condena a la ignorancia y la anomia, temerosos pero obedientes, para que se limiten a mostrar su refrendo cada cuatro años, sin ninguna ilusión por unos programas que se incumplen con rutinaria reiteración.
De esta manera, se logra instalar un pensamiento único que no pone en cuestión la doctrina gubernamental ni un sistema capitalista que ha dejado a tres cuartas partes de la población mundial en la pobreza, la desnutrición y la miseria, y que en nuestros países de la abundancia nos está regresando al régimen del salario de subsistencia y a la carencia de derechos laborales y protecciones sociales.
Esa mentalización, de la que se erradica todo pensamiento crítico a base de la manipulación y las amenazas, nos empuja a recelar de la libertad y a creer que las conquistas sociales que conforman nuestro Estado del bienestar fueron gracias otorgadas por el Poder, no arrebatadas con sangre, sudor y lágrimas en un tiempo en que parecían simples utopías de visionarios.
No hay que olvidar que la política, más que procurar el bien común, es un equilibrio de fuerzas entre la clase dominante, que intenta preservar sus privilegios, y los dominados, que intentan arrancar parcelas de igualdad y progreso, y que ahora se niegan mediante argumentos tecnocráticos y economicistas.
Por eso, en esta época de dificultades, el Poder tiende a ser absoluto y desterrar toda resistencia. Un concejal, un consejero autonómico o un ministro del Gobierno muestran idéntico interés por imponer, a través de todos los medios a su alcance –legítimos o ilegítimos-, su criterio y su voluntad, a pesar del rechazo mayoritario de la población.
Exhiben rasgos de un autoritarismo indecente y peligroso que, aparte de un desprecio a la democracia, provocan un profundo desencanto en los ciudadanos y crean un apoliticismo insano en sociedades sumisas y calladas. ¿Es, acaso, lo que se persigue con estos ejemplos?
DANIEL GUERRERO