Nunca le dijo que la quería. Para qué. Llevaban tantos años viviendo juntos que, se supone, ella debe saber que la amo sobre todas las personas, se decía a sí mismo en esos días grises que confunden en lo más hondo del alma. Se conocieron siendo adolescentes, cuando estudiaban en el instituto. A él le gustó su piel tersa, sus ojos con luz, su andar insinuante, su mirada de ave rapaz, su tesón ante el infortunio pero, sobre todo, su constancia y su lealtad a prueba de cualquier catástrofe. Ella se sintió atraída por su discreción de hombre corriente, atento, educado a la antigua usanza, frío y equilibrado en sus decisiones, pertinaz en situaciones límite.
Habían sobrevivido juntos a tantas catástrofes y cumpleaños felices, que él pensó siempre que el matrimonio era el único huevo que no se hacía añicos al estrellarse contra el pavimento. Y así ocurrió durante algunos años. Durante bastantes años. Pero no hay mal que cien años dure, se decía a veces. Las noches que el insomnio le podía, se levantaba de la cama sin hacer ruido y le gustaba mirarla mientras dormía un sueño intransferible y feliz.
De hecho, lo hacía cada vez con más asiduidad. Después caminaba hasta su despacho, se ponía algo de whisky en el vaso y salía a la terraza aunque la noche fuera fría o lluviosa. Regresaba al despacho y se acomodaba en el sillón de orejas, abría un libro que no leía, y se quedaba pensando hasta que el sueño le abrazaba la piel.
Al amanecer, ella lo encontraba con el libro caído entre las manos y con una sensación de sentirse confundido en los sueños, que no era sino la misma sensación de verse abatido en la vida de todos los días.
Lo dejaba dormir todavía media hora más mientras le preparaba el desayuno y después lo despertaba con un beso tierno como él ya no recordaba, y le obligaba a ducharse y a vestirse para salir a la oficina. Cuando alcanzaba a tomar el desayuno, ella ya había partido al bufete donde trabajaba. En una nota le dejaba escrito: “Nos vemos. Besos.” Pero aquella noche no volvió.
Por la noche se hizo una cena fría, pero no comió ni un bocado. Esperó su regreso y, mientras lo hacía, controlaba su enojo, su impuntualidad, su falta de cordura, su desafección al matrimonio y al amor conyugal, o algo así. Ella nunca se había retrasado en su vuelta a casa, ni se había excedido en la bebida ni había jugado a la seducción con otro hombre que no fuera él. Tampoco esta vez lo hizo.
Recordó la nota de la mañana y entendió sin acritud que era una despedida en toda regla. Lo había intuido bastante antes, mucho antes de que a ella se le hubiera ocurrido abandonar el hogar. No hubo más palabras ni una despedida en regla. Solo una nota breve que no dibujaba el porvenir.
Aquella noche tampoco durmió. Se quedó mirando la cama vacía y nada más entonces comprendió que estaba solo en la casa. Salió a la terraza con un vaso de whisky y se quedó mirando las estrellas como si se tratara de un puzle irresoluble.
Al amanecer, ella lo encontró sentado en la terraza, el vaso roto en el terrazo. Tenía la expresión de un niño perdido o desesperado, pero en realidad se trataba de un cuerpo que no tenía vida. Estaba frío como la mañana. La ciudad se agitaba con una monotonía de rutina y un sol sin brillo habitaba la ciudad.
Se sentó a su lado, sin mirar el cuerpo, bebió de la botella y comprobó, aun sabiéndolo, que el whisky no le gustaba. “Sabe a chinches”, dijo. Después cerró los ojos, cansada, sin saber qué hacer y sin saber por qué aquella noche había vagado de pub en pub sin vocación de noctámbula. No le sorprendió verlo allí tirado en la hamaca como un muñeco de goma. Fue al cuarto de baño y se duchó.
Se preparó un café negro, muy negro. Llamó al hospital. Después, sin saber todavía cómo, se dispuso a diseñar una nueva vida sin saber bien cómo. Esperó a que sonara el timbre. Mientras tanto, solo adivinó a saber que la vida era los años que había dejado atrás, cuando tenía la piel tersa, los ojos con luz y la mirada de pájaro fiero, como él nunca supo decirle.
Habían sobrevivido juntos a tantas catástrofes y cumpleaños felices, que él pensó siempre que el matrimonio era el único huevo que no se hacía añicos al estrellarse contra el pavimento. Y así ocurrió durante algunos años. Durante bastantes años. Pero no hay mal que cien años dure, se decía a veces. Las noches que el insomnio le podía, se levantaba de la cama sin hacer ruido y le gustaba mirarla mientras dormía un sueño intransferible y feliz.
De hecho, lo hacía cada vez con más asiduidad. Después caminaba hasta su despacho, se ponía algo de whisky en el vaso y salía a la terraza aunque la noche fuera fría o lluviosa. Regresaba al despacho y se acomodaba en el sillón de orejas, abría un libro que no leía, y se quedaba pensando hasta que el sueño le abrazaba la piel.
Al amanecer, ella lo encontraba con el libro caído entre las manos y con una sensación de sentirse confundido en los sueños, que no era sino la misma sensación de verse abatido en la vida de todos los días.
Lo dejaba dormir todavía media hora más mientras le preparaba el desayuno y después lo despertaba con un beso tierno como él ya no recordaba, y le obligaba a ducharse y a vestirse para salir a la oficina. Cuando alcanzaba a tomar el desayuno, ella ya había partido al bufete donde trabajaba. En una nota le dejaba escrito: “Nos vemos. Besos.” Pero aquella noche no volvió.
Por la noche se hizo una cena fría, pero no comió ni un bocado. Esperó su regreso y, mientras lo hacía, controlaba su enojo, su impuntualidad, su falta de cordura, su desafección al matrimonio y al amor conyugal, o algo así. Ella nunca se había retrasado en su vuelta a casa, ni se había excedido en la bebida ni había jugado a la seducción con otro hombre que no fuera él. Tampoco esta vez lo hizo.
Recordó la nota de la mañana y entendió sin acritud que era una despedida en toda regla. Lo había intuido bastante antes, mucho antes de que a ella se le hubiera ocurrido abandonar el hogar. No hubo más palabras ni una despedida en regla. Solo una nota breve que no dibujaba el porvenir.
Aquella noche tampoco durmió. Se quedó mirando la cama vacía y nada más entonces comprendió que estaba solo en la casa. Salió a la terraza con un vaso de whisky y se quedó mirando las estrellas como si se tratara de un puzle irresoluble.
Al amanecer, ella lo encontró sentado en la terraza, el vaso roto en el terrazo. Tenía la expresión de un niño perdido o desesperado, pero en realidad se trataba de un cuerpo que no tenía vida. Estaba frío como la mañana. La ciudad se agitaba con una monotonía de rutina y un sol sin brillo habitaba la ciudad.
Se sentó a su lado, sin mirar el cuerpo, bebió de la botella y comprobó, aun sabiéndolo, que el whisky no le gustaba. “Sabe a chinches”, dijo. Después cerró los ojos, cansada, sin saber qué hacer y sin saber por qué aquella noche había vagado de pub en pub sin vocación de noctámbula. No le sorprendió verlo allí tirado en la hamaca como un muñeco de goma. Fue al cuarto de baño y se duchó.
Se preparó un café negro, muy negro. Llamó al hospital. Después, sin saber todavía cómo, se dispuso a diseñar una nueva vida sin saber bien cómo. Esperó a que sonara el timbre. Mientras tanto, solo adivinó a saber que la vida era los años que había dejado atrás, cuando tenía la piel tersa, los ojos con luz y la mirada de pájaro fiero, como él nunca supo decirle.
ANTONIO LÓPEZ HIDALGO