Desde tiempos ancestrales, siempre hemos visto la conducta de los animales desde un punto de vista quizá demasiado humano, antropocentrando su comportamiento en base a unos parámetros que no suelen salirse demasiado de los de nuestra propia especie. Esta manera de ver las cosas nos lleva a pensar, por ejemplo, que el guepardo mata a su presa en medio segundo rompiendo su columna cervical porque posee un alto grado de compasión que lo lleva a ejecutar a sus víctimas en un tiempo breve; que la hembra de culebra de herradura es la más fría de todas las madres porque abandona sus huevos nada más concluir la puesta; o que el joven pollo de rapaz diurna es de una cainista crueldad porque mata a su hermano menor más débil mientras su madre campea fuera del nido en busca de alimento.
Mucho se ha hablado ya sobre los imperativos que se encargan de escribir el guión del comportamiento de los animales y, a pesar de ello, pocos mortales urbanos suelen tener en cuenta que la mayoría de los representantes de este reino basan su conducta en unos parámetros mucho más cercanos a una conducta instintiva, es decir, genética, que a la puramente aprendida o incluso lúdica. Pero esto no siempre es así a raja tabla, o al menos no de una forma tan matemática como nos gusta pensar a menudo.
Los animales, como ya hemos dicho en este mismo espacio, actúan por instinto, aunque también sabemos de sobra que existen excepciones que incitan a algunas especies zoológicas a actuar en base a sus sentimientos por encima de cualquier impulso genético que tengan escrito en su mente.
Este pequeño preámbulo sólo pretende señalar que este tipo de comportamientos por puro placer, fuera del campo de los mandatos extrictamente genéticos, no es exclusivo de la especie humana. Cada especie animal es distinta, y no todos son completos robots.
Hace tiempo ya que descubrieron los científicos, y principalmente los etólogos, que una de las principales características que inducen a un animal a tener un comportamiento que nosotros catalogamos como "humano", o sea, premeditando las acciones que va a realizar con algún tipo de intencionalidad o interés particular, como por ejemplo jugando sin ser una cría, volando por el simple hecho de entretenerse, usando herramientas para llevar a cabo algún fin o incluso practicando el sexo por puro placer fuera de la época de celo, es la inteligencia.
Yo creo que nos sorprenderíamos si llegáramos a conocer cuán llega a ser la cota que alcanza el nivel intelectual de muchos de los animales a los que consideramos torpes desde el punto de vista de la razón.
Entre los animales más inteligentes que existen sobre la faz de la Tierra después del Homo sapiens, por citar algunos ejemplos, podemos encontrar a los incansables delfines, los pesados elefantes e incluso las juguetonas nutrias, protagonistas precisamente de esta columna de nuestro Cuaderno de campo.
Y digo "juguetonas" porque si de entre todos los representantes de nuestra fauna ibérica tuviéramos que elegir uno solo para seleccionarlo como compañero de juegos de nuestros hijos, hasta el punto de que llegaría incluso a cansarlos, ese animal sería sin duda alguna la nutria paleártica. Sí, hemos leido la nutria, y no un cachorro de perro como podrían pensar muchas personas.
Muy perseguida desde hace muchos años por pescadores, peleteros y demás tipos de humanos de todo el mundo, nuestra nutria, mejor conocida como Lutra lutra en el argot científico, parece que ya no tiene más remedio que adaptarse a las cada vez más contaminadas y menos oxigenadas aguas de nuestras cuencas fluviales.
Yo las he visto jugar con bolsas de plástico y latas de refresco mientras nadaban en las opacas aguas de nuestro "Río Grande", el Guadalquivir, una imagen por cierto particularmente graciosa para el humano poco familiarizado con esto a lo que llamamos conservación y quizá demasiado acostumbrado ya a los papelitos y las botellitas marrones que siempre dejamos por el suelo de cualquier área recreativa de cualesquiera de nuestros espacios naturales y que quizá vería esta imagen con los mismos ojos que yo puedo ver las amapolas en medio de un seco trigal amarillo a mediados del mes de junio, pero que desde el punto de vista de la Naturaleza que nos mantiene vivos no es más que un granito de arena más en ese desierto que estamos creando, una célula más en ese tumor maligno que hemos regalado a nuestro planeta y que cada año se expande a un ritmo más dinámico.
Aunque solo sea por lo bien que nos cae, por lo entretenido que llega a ser el mero hecho de verlas pescar o jugar entre ellas o por la gracia que hace a los niños su rechoncha nariz o su forma de andar, vamos a intentar cuidar nuestros ríos lo máximo que podamos para que nuestros hijos, los hijos de nuestros hijos y los hijos de los hijos de nuestros hijos puedan disfrutar al máximo no solo de la nutria que siempre ha estado en nuestros ríos, sino del resto de elementos tanto zoológicos como de otras índoles que dependen de ella y de las propias cuencas fluviales y así consigamos que la base del mundo que sostiene nuestra vida, que es la Naturaleza, siga funcionando a un ritmo que permita a esos hijos de los hijos de nuestros hijos morir de viejos y no de asma, de cáncer o de cualquiera de esas enfermedades modernas propias de los entornos desarrollados y castigados por la mala gestión de nuestros recursos.
Mucho se ha hablado ya sobre los imperativos que se encargan de escribir el guión del comportamiento de los animales y, a pesar de ello, pocos mortales urbanos suelen tener en cuenta que la mayoría de los representantes de este reino basan su conducta en unos parámetros mucho más cercanos a una conducta instintiva, es decir, genética, que a la puramente aprendida o incluso lúdica. Pero esto no siempre es así a raja tabla, o al menos no de una forma tan matemática como nos gusta pensar a menudo.
Los animales, como ya hemos dicho en este mismo espacio, actúan por instinto, aunque también sabemos de sobra que existen excepciones que incitan a algunas especies zoológicas a actuar en base a sus sentimientos por encima de cualquier impulso genético que tengan escrito en su mente.
Este pequeño preámbulo sólo pretende señalar que este tipo de comportamientos por puro placer, fuera del campo de los mandatos extrictamente genéticos, no es exclusivo de la especie humana. Cada especie animal es distinta, y no todos son completos robots.
Hace tiempo ya que descubrieron los científicos, y principalmente los etólogos, que una de las principales características que inducen a un animal a tener un comportamiento que nosotros catalogamos como "humano", o sea, premeditando las acciones que va a realizar con algún tipo de intencionalidad o interés particular, como por ejemplo jugando sin ser una cría, volando por el simple hecho de entretenerse, usando herramientas para llevar a cabo algún fin o incluso practicando el sexo por puro placer fuera de la época de celo, es la inteligencia.
Yo creo que nos sorprenderíamos si llegáramos a conocer cuán llega a ser la cota que alcanza el nivel intelectual de muchos de los animales a los que consideramos torpes desde el punto de vista de la razón.
Entre los animales más inteligentes que existen sobre la faz de la Tierra después del Homo sapiens, por citar algunos ejemplos, podemos encontrar a los incansables delfines, los pesados elefantes e incluso las juguetonas nutrias, protagonistas precisamente de esta columna de nuestro Cuaderno de campo.
Y digo "juguetonas" porque si de entre todos los representantes de nuestra fauna ibérica tuviéramos que elegir uno solo para seleccionarlo como compañero de juegos de nuestros hijos, hasta el punto de que llegaría incluso a cansarlos, ese animal sería sin duda alguna la nutria paleártica. Sí, hemos leido la nutria, y no un cachorro de perro como podrían pensar muchas personas.
Muy perseguida desde hace muchos años por pescadores, peleteros y demás tipos de humanos de todo el mundo, nuestra nutria, mejor conocida como Lutra lutra en el argot científico, parece que ya no tiene más remedio que adaptarse a las cada vez más contaminadas y menos oxigenadas aguas de nuestras cuencas fluviales.
Yo las he visto jugar con bolsas de plástico y latas de refresco mientras nadaban en las opacas aguas de nuestro "Río Grande", el Guadalquivir, una imagen por cierto particularmente graciosa para el humano poco familiarizado con esto a lo que llamamos conservación y quizá demasiado acostumbrado ya a los papelitos y las botellitas marrones que siempre dejamos por el suelo de cualquier área recreativa de cualesquiera de nuestros espacios naturales y que quizá vería esta imagen con los mismos ojos que yo puedo ver las amapolas en medio de un seco trigal amarillo a mediados del mes de junio, pero que desde el punto de vista de la Naturaleza que nos mantiene vivos no es más que un granito de arena más en ese desierto que estamos creando, una célula más en ese tumor maligno que hemos regalado a nuestro planeta y que cada año se expande a un ritmo más dinámico.
Aunque solo sea por lo bien que nos cae, por lo entretenido que llega a ser el mero hecho de verlas pescar o jugar entre ellas o por la gracia que hace a los niños su rechoncha nariz o su forma de andar, vamos a intentar cuidar nuestros ríos lo máximo que podamos para que nuestros hijos, los hijos de nuestros hijos y los hijos de los hijos de nuestros hijos puedan disfrutar al máximo no solo de la nutria que siempre ha estado en nuestros ríos, sino del resto de elementos tanto zoológicos como de otras índoles que dependen de ella y de las propias cuencas fluviales y así consigamos que la base del mundo que sostiene nuestra vida, que es la Naturaleza, siga funcionando a un ritmo que permita a esos hijos de los hijos de nuestros hijos morir de viejos y no de asma, de cáncer o de cualquiera de esas enfermedades modernas propias de los entornos desarrollados y castigados por la mala gestión de nuestros recursos.
MANUEL CRUZ